13/09/2018 El Mundo.- Como todas las mañanas, se levantó a las 6.30 horas, cuando aún no habían despuntado las primeras luces del día, sorbió un café con leche ardiendo, se despidió de su mujer con un beso fugaz y se echó a la calle. Casimiro Ribagorda, de 31 años de edad, era incapaz de ingerir nada sólido a esas horas. Necesitaba ponerse en marcha antes de parar a comer algo.
A las ocho en punto ya estaba en las instalaciones de la empresa para la que trabajaba, Casbar, dedicada a la fabricación de muebles de cocina, situada en el kilómetro 5,800 de la carretera de San Martín de Valdeiglesias. Esa mañana tenía que montar con su compañero Antonio una cocina en Madrid y convenía no entretenerse demasiado si querían dejar el trabajo terminado. Cargaron los muebles en la furgoneta y emprendieron la marcha hacia la capital.
Hacía frío y el relente de la mañana dibujaba en el horizonte una línea blanca a escasa distancia del suelo. La radio informaba sobre el asesinato de seis guardias civiles por un comando de ETA en la localidad vizcaína de Ispaster cuando Casimiro creyó ver a lo lejos el cuerpo de una persona tendida en medio de un descampado.
-¡Joder! -pisó ligeramente el freno y miró por el espejo retrovisor para comprobar la circulación.
-¿Qué pasa? -preguntó su compañero sin apenas sorpresa.
-Allí al fondo no ves un bulto? Parece el cuerpo de una persona tirada en el suelo…
Y así era. Era el cuerpo de una joven asesinada de dos tiros en la cabeza la noche anterior. Se llamaba Yolanda, y el suyo fue el crimen más brutal de la Transición.La última ejecución extrajudicial del franquismo. No era lo previsto, pero los hechos se precipitaron por mor de los acontecimientos.
La idea inicial era colocar una bomba en las oficinas que la agencia Cinco Cero tenía en las inmediaciones del estadio Bernabéu en represalia por la distribución de la revista Interviú, que había identificado a dos militantes de la ultraderecha asesinados después por ETA. Era la culminación de una campaña que se había iniciado con la quema de varios quioscos de prensa que vendían la publicación, pero el atentado perpetrado esa misma mañana por ETA contra seis guardias civiles en la localidad vizcaína de Ispaster les hizo cambiar de planes.
El objetivo pasó a ser Yolanda González Martín, bilbaína de 19 años, representante de la Escuela de Formación Profesional de Vallecas en la Coordinadora de Estudiantes que aquellos días se oponía a las reformas educativas del gobierno de Adolfo Suárez.
Una revoltosa que convivía desde hacía un año en una modesta vivienda de la calle Tembleque, en el barrio madrileño de Aluche, con su novio, Alejandro Arizcun, y una compañera, María del Mar Noguerol. Los amigos de la Policía les habían asegurado que los tres formaban parte de un comando de información de ETA en la capital, y el hecho de que Yolanda fuera natural de Bilbao y uno de los moradores tuviera un apellido vasco (en realidad era navarro), Arizcun, no hacía sino confirmarlo. No hacía falta más.
Además, la orden venía de arriba, y así se la trasladó Emilio Hellín, de 32 años, ex seminarista, casado y con dos hijos, que regentaba el Instituto de Estudios Electrónicos en la calle San Roque, a sus camaradas del Grupo 41. Se trataba de una camarilla heterogénea de militantes del partido ultraderechista Fuerza Nueva (FN), entre cuyas funciones estaba hacer trabajos especiales a requerimiento del jefe Nacional de Seguridad de la formación, David Martínez Loza, ex guardia civil en la reserva.
A sus órdenes estaban un joven barbilampiño de 19 años, Ignacio Abad, estudiante de Ciencias Químicas en la Universidad Complutense, Félix Pérez Ajero, empleado de banca, de 27 años, y José Ricardo Prieto, el mayor de todos, de 42 años, agente comercial, a los que había convocado esa noche en su academia.
La casualidad, o no, hizo que se pasaran también por allí Juan Hellín, hermano de Emilio, guardia civil destinado en Huelva que se había desplazado en Madrid para hacer un curso, y el policía Juan José Rodas Crespo, de 27 años, amigo de la casa.
Hacía ya casi cinco años de la muerte de Franco. Los nostálgicos de la dictadura habían llegado al convencimiento de que la única manera de cumplir sus aspiraciones políticas era que los sectores involucionistas del Ejército se embarcaran en un golpe de Estado, tras un trabajo previo de desestabilización social.
De hecho, hacía tan sólo un año que se había abortado una intentona golpistaencabezada por el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero, que un año después de los hechos que aquí nos ocupan protagonizó un nuevo golpe de Estado, igualmente fallido, con el asalto al Congreso de los Diputados. Pero sigamos con nuestro relato.
Yolanda había llegado a Madrid un año antes, en enero de 1979, siguiendo los pasos de su novio, Alejandro Arizcun, un joven economista, nueve años mayor que ella, sobrino del escritor Camilo José Cela, al que había conocido el verano anterior en una escuela de verano organizada por el grupo La Razón, del PSOE, llamado así por la revista que editaban con ese nombre, en torno al cual se agrupaban los afiliados de tendencia trotskista con la que Yolanda sintonizaba.
El encuentro se celebró en una masía de la localidad gerundense de Sant Martí de Llémena y el flechazo fue tal que el joven enamorado se despidió de su trabajo en la Unión Provincial de la UGT y se trasladó a Bilbao para estar cerca de Yolanda.
Pasados unos meses, Alejandro se vio obligado a regresar a la capital y Yolanda decidió acompañarlo. «Me voy a vivir a Madrid», les dijo a sus padres. Militante de las Juventudes Socialistas de Euskadi (JSE) desde los 16 años, al poco de llegar se afilió a la Liga Comunista Revolucionaria (LCR), desencantada por lo que entendía políticas pactistas del PSOE de Felipe González, para embarcarse poco después con otros compañeros en la creación de una nueva formación, el Partido Socialista de los Trabajadores (PST). Su vida en la capital transcurría entre trabajos en domicilios para limpiar o cuidar de niños, sus estudios en Vallecas, que cursaba por la noche, y, sobre todo, su militancia política.
Aquel 1 de febrero, viernes, Yolanda fue la primera en saltar de la cama a las siete en punto. A Alejandro le sorprendía la presteza de su compañera para pasar del sueño a la vigilia en tres timbres de despertador. Cuando, abandonado ya el aturdimiento, él entraba en la cocina, Yolanda apuraba una tostada con mantequilla y mermelada. Se daban un ligero beso, apenas un roce de labios, y se despedían con un apresurado «¡adiós!», que Alex acompañó esa mañana de un «qué guapa estás con ese jersey lila». «Es el que me mandó mi madre por mi cumpleaños, lo estreno hoy», escuchó mientras cerraba la puerta.
Pasó la mañana en el trabajo y por la tarde acudió a la sede del partido para participar en una asamblea en la que debían tratar la marcha de la huelga de la enseñanza, que cumplía cinco de las siete jornadas de lucha convocadas. Tras concluir la reunión tomó algo con Rosa Torres, su mejor amiga, vasca como ella, y se marchó de vuelta a casa.
En las inmediaciones la esperaban los integrantes del Grupo 41, a los que el policía Juan Carlos Rodas decidió acompañar. Emilio Hellín e Ignacio Abad subieron hasta su domicilio en el cuarto piso. Mientras, el resto vigilaba en las inmediaciones. Llamaron a la puerta. «¿Quién es?», preguntó Yolanda desde el interior. «Soy Luis, ¿está Yolanda?», respondió Hellín con la familiaridad de un conocido que acude de visita.
Fue el tiempo imprescindible para entreabrir la puerta con desconfianza y percatarse de que al otro lado había dos personas que empuñaban pistolas. Intentó cerrar, pero era tarde, los desconocidos franquearon la entrada a la vivienda de un violento empujón, cerraron y tras un somero registro la obligaron a acompañarlos hasta su coche.
Calibre 9 mm Parabellum
Sus captores la inquirían sobre su pertenencia a ETA, que Yolanda negó con insistencia. ¡Cómo iba a ser de ETA si estaba en contra de la violencia! Al fin llegaron a un descampado en San Martín de Valdeiglesias, Hellín detuvo el coche y la obligó a descender mientras pedía a su compinche que se mantuviera avizor. Intercambiaron palabras hasta que, de manera inopinada, Hellín apuntó con su pistola P-38 Walther del calibre 9 mm Parabellum a la cabeza de Yolanda, que se encontraba a menos de un metro de distancia. No dijo nada. Sólo apretó el gatillo dos veces y la joven se desplomó como un fardo. Dos fogonazos de luz, dos detonaciones secas. «¡Dispara!», ordenó a Ignacio, demudado ante aquella orgía de sangre. Y efectuó un tercer disparo.
El cadáver fue hallado a la mañana siguiente por Casimiro Ribagorda y su compañero cuando se dirigían a Madrid para instalar una cocina, aunque su identificación no se llevó a cabo hasta el mediodía. Para entonces, Hellín había reivindicado el asesinato en nombre del Batallón Vasco Español (BVE), una de las siglas de conveniencia que la ultraderecha utilizaba para asumir la autoría de sus crímenes.
La noticia fue devastadora para sus compañeros y, sobre todo, para Alejandro, que había peregrinado por comisarías y juzgados en busca de su compañera, a la que imaginaba detenida por la Policía. Cinco días después del crimen, cuando todo eran cábalas sobre la autoría del crimen, el policía Juan Carlos Rodas, asustado por el desenlace, delató a los miembros del Grupo 41. Emilio Hellín e Ignacio Abad fueron detenidos de inmediato, pero Félix Pérez Ajero y José Ricardo Prieto lograron darse a la fuga al conocer la captura de sus compañeros y permanecieron escondidos varias semanas antes de presentarse ante el juez.
Dos abogados, José Mariano Benítez de Lugo, en representación de los padres de Yolanda, y José María Mohedano, en nombre del PST, iniciaron una batalla legal para descubrir la trastienda del crimen tras las declaraciones incriminatorias de Hellín y Abad contra el máximo responsable de Seguridad de Fuerza Nueva (FN), David Martínez Loza, pese a las prisas del juez instructor, Ricardo Varón Cobos, por dar carpetazo al caso con la colaboración del fiscal.
Para ambos, el asesinato de Yolanda no era tal, sino un homicidio, ya que la joven intentó huir y solo en ese momento los autores abrieron fuego contra ella. Para el magistrado, los responsables únicos eran un grupo de incontrolados. Fuerza Nueva no tenía nada que ver, por más que todos ellos militaran en el partido ultraderechista, y menos aún su jefe de seguridad, Martínez Loza, pese a que los autores materiales le incriminaban como instigador.
Tras un tortuoso procedimiento judicial, en el transcurso del cual Emilio Hellín protagonizó una efímera fuga de la prisión de Alcalá de Henares (fue detenido el mismo día), el juez denegó los requerimientos de las acusaciones para que investigara si las armas incautadas pertenecían a los Cuerpos de Seguridad, de la academia de Hellín desapareció misteriosamente un ordenador que los abogados sospechaban podía estar conectado con los servicios de información, y se obviaron las acusaciones del jefe del Grupo 41 contra otros miembros de FN, la causa se cerró tras dos años de instrucción.
Emilio Hellín fue condenado a 43 años y medio de prisión e Ignacio Abad a 28 años, ocho meses y un día. Los otros dos integrantes del comando fueron sentenciados a seis años, la misma pena que David Martínez Loza, condenado como autor por inducción del secuestro de Yolanda. Juan Carlos Rodas, el delator, fue condenado, por su parte, a tan sólo tres meses por su colaboración con la justicia.
El aparente punto y final de un caso que había consternado a la opinión pública, no fue tal. Emilio Hellín volvió a fugarse en febrero de 1987, en esta ocasión de la prisión de Zamora, aprovechando un permiso penitenciario y se instaló en Asunción (Paraguay) con su familia gracias a la colaboración de la dictadura del general Stroessner, con la que Fuerza Nueva mantenía excelentes relaciones, y que, de hecho, daba cobijo a otros militantes de la ultraderecha española perseguidos por la justicia.
Convertido en un próspero empresario, Hellín consiguió pasar desapercibido hasta que José Luis Morales, periodista de Interviú dio con su paradero. La caída del dictador hizo el resto y las autoridades españoles consiguieron su entrega en septiembre de 1989. El ultraderechista regresó a prisión, aunque por poco tiempo.
En julio de 1995 fue clasificado en tercer grado penitenciario y un año después consiguió la libertad condicional. Había cumplido 14 años entre rejas de los 43 a que había sido condenado. Para entonces, su compañero Ignacio Abad llevaba ya dos años en la calle, tras 13 preso, aunque fallecería en enero de 1998, en Cáceres, con 37 años. El resto de condenados tuvieron una estancia más corta en prisión.José Ricardo Prieto estuvo 3 años y nueve meses, Félix Pérez Ajero, un año y tres meses, y David Martínez Loza también un año y 9 meses. Rodas Crespo, nunca la pisó.
En 2013, de nuevo en febrero, y de nuevo un periodista, en esta ocasión José María Irujo, desveló que el autor del crimen más brutal de la Transición había colaborado con el Ministerio del Interior como asesor de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado en investigación criminal durante los años 2006, 2008, 2009, 2010 y 2011. Unos servicios por los que había cobrado 140.000 euros.
En un curriculum vitae fechado en noviembre de 2017 Hellín aseguraba ser también profesor de la Escuela de Policía de la Comunidad de Madrid, instructor de funcionarios del Ministerio de Defensa y asesor de magistrados y fiscales. Como ejemplo de su trabajo como perito judicial y de parte citaba entre los asuntos en los que había intervenido el conocido como caso Faisán, el chivatazo a ETA por parte de mandos policiales de una redada contra una red de extorsión de la banda en 2011; el caso Bretón, el asesinato de dos menores a manos de su padre en 2013 en Córdoba, o, más recientemente, el caso Jimmy, la muerte en 2014 de un hincha del Deportivo de la Coruña que fue arrojado al río Manzanares por seguidores del Atlético de Madrid. Actividades que desarrolla a través de sus compañías Net Computer Forensics S.L. y New Technology.
Para cuando todo esto se conoció habían transcurrido 33 años desde el asesinato de Yolanda González y cuando el Gobierno de Mariano Rajoy fue interpelado en el Congreso de los Diputados para que explicara los privilegiados contactos del ultraderechista en la Policía, el entonces ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, se limitó a contestar que cuando Hellín trabajó para su departamento gobernaba el PSOE. Ni una aclaración más. ¿Punto y final?