Cientos de miles de personas toman São Paulo para defender las conquistas LGTB ante la amenaza del presidente Bolsonaro
NAIARA GALARRAGA GORTÁZAR. EL PAÍS.- En el Brasil de Bolsonaro ocurren cosas que parte de sus compatriotas creían desterradas. “Hace poco, en el cumpleaños de mi sobrina me llamaron anormal. Fue una amiga de mi cuñada”, explica dolida la emprendedora social Isabel Marçal, 37 años, junto a su esposa, Sofía Quevedo, artista plástica de 34. Enfundadas en banderas arcoíris, este domingo han venido al Orgullo gay de São Paulo tras muchos años de ausencia. “Nunca en 20 años había sufrido tanto prejuicio”, asegura. La creciente hostilidad que sufren en diversos ámbitos, del poder para abajo, ha empujado a la pareja de nuevo a las calles. “No va a ser tan fácil que nos arrebaten nuestros derechos”, advierte Marçal en el primer desfile de la era Bolsonaro.
A primera vista, el desfile de esta 23 edición es el de otros años. Música atronadora, baile, disfraces, mucha purpurina, mares de cerveza, drag queens, parejas sin y con hijos, adolescentes con ganas de ligar, de ver… de dejarse ver en el que se vende como el mayor Orgullo del mundo. Pero los cientos de miles de personas que han tomado varias grandes avenidas de la metrópoli también se han reunido en defensa de las conquistas sociales de los últimos años porque, como explica la cocinera Linda Suzana, de 34 años, Brasil tiene ahora un “presidente homófobo que ha levantado la bandera contra los gais”.
Jair Bolsonaro es un homófobo sin complejos. Orgulloso. Y con él, los prejuicios contra la comunidad LGTB han salido con fuerza del armario. “La gente siente que está más aceptado porque el discurso del presidente los legitima”, explica Renan Almeida mientras reparte pegatinas multicolor. “Volvemos a Stonewall”, afirma, en referencia al bar de Nueva York donde hace 50 años empezó la batalla del movimiento pero también a defender lo más básico.
Bolsonaro llamó homosexual a su predecesor Lula da Silva para insultarle en sede parlamentaria en 2005. Y en 2011 afirmó que preferiría “que un hijo muriera en un accidente a que apareciera por aquí con un bigotudo”. Existen muchos más ejemplos. Incluso recientes porque, ahora como presidente, insiste. Hace solo unos días calificó de “niñita” en un acto oficial a un antiguo diputado abiertamente homosexual. Y en abril declaró en un acto que Brasil “no puede ser un país de turismo gay” para añadir, como si fuera incompatible: “Tenemos familias”.
La familia formada por Wensell, de 6 añitos, y sus dos papás podría ser la idílica postal del Brasil más abierto. Pero Renato Teixeira, 51 años, admite la desilusión que supuso descubrir votantes de Bolsonaro entre parientes de los que siempre creyeron que los aceptaban tal como son. Su marido, el arquitecto Antonio Carlos Rodrigues, de 54 años, explica que el hijo que ambos adoptaron y al que han vestido de Batman para el Orgullo no ha notado la creciente hostilidad porque “vive en una burbuja” de críos con padres varones y “va a un colegio muy caro”.
Las conquistas de los últimos años, las legales y las simbólicas, son evidentes en el conservador Brasil desde que en 2002 la homosexualidad dejó de ser oficialmente una enfermedad. El matrimonio igualitario y la adopción fueron legalizados por el Tribunal Supremo en 2013, el Estado paga la reasignación de sexo… y las telenovelas van reflejando los cambios sociales. Millones de telespectadores vieron hace cuatro años el primer beso gay en Amor a Vida.
Pero tampoco hay que buscar mucho para encontrar la hostilidad de toda la vida, la primera, la familiar. Bien lo sabe Stefani, enfermera de 27 años, a la que su familia echó de casa después de que el año pasado saliera del armario. “No me aceptan. Mi madre es de la Iglesia (evangélica) y cree que tengo cura”, explica con infinita tristeza. Esta joven ha venido en autobús con una veintena de amigos desde una ciudad del estado de Santa Catarina, un lugar donde es mejor no besarse en la calle con alguien del mismo sexo. El grupo entero disfruta con euforia de la ansiada libertad que les brinda São Paulo este par de días lejos de casa. Y cuentan divertidos que los participantes del Orgullo han compartido los hoteles del centro con miles de visitantes atraídos por la Marcha para Jesús, la mayor fiesta de los evangélicos. Ambos eventos coinciden en la ciudad el puente del Corpus Christi.
De todos modos, antes y después de la victoria de Bolsonaro, de las conquistas legales, de la visibilidad en las telenovelas, Brasil mantiene el récord de muertes violentas de personas LGBT. Nada menos que 126 personas han sido asesinadas solo en lo que va de 2019. El alcalde de São Paulo, Bruno Covas, defiende que “el poder público tiene la obligación” no solo de “proteger” la diversidad, sino “también celebrarla”.
Por esto estaba también allí Carlos, 20 años, cajero de supermercado, y máscara antifaz para completar su sexy disfraz de mujer gato. Para exigir que no le maten, además de “salir del gueto a rebelarse y a gritar con alegría” en una reivindicación de los derechos conquistados por quienes le precedieron.