Cinco jóvenes gallegos relatan la discriminación que sufren a diario por tener otro color de piel
SAMBA, SENEGAL, 23 AÑOS
«Negro de mierda, vete a tu país». Al igual que sus colegas, Samba asegura que para él ser de raza negra es un orgullo, pero se ha acostumbrado a contener su rabia, «a pasar», cuando sobre todo en el fútbol le insultan. «Yo en Senegal no sabía que existía eso de negro, blanco, moreno, amarillo… Aquí, en cambio, estoy descubriendo todo un arcoíris. No quiero meterme en problemas, así que intento no enfrentarme cuando jugando me dicen negro de mierda, negro malparido, “vete a tu país”». «Procuro aguantar, y si alguna vez pedí aclaraciones, siempre me contestan lo mismo, que es una broma, pero la impotencia se va quedando ahí». Esa misma rabia contenida llevó a Amdy, otro senegalés de 18 años, que vive aquí desde hace 12, a reventar interiormente por los frecuentes desprecios a los que se vio sometido cuando era niño.
AMDY, SENEGAL, 18 AÑOS
«Si no ves que somos iguales, no puedo hacer nada». «De pequeño, en el patio, los niños no querían jugar conmigo, me llamaban negro y me sentía bastante mal; mis padres fueron a hablar varias veces con los tutores, pero les respondían que eran cosas de niños, que no le diéramos demasiada importancia». Con todo, su peor experiencia la tuvo el año pasado, cuando un profesor que llegaba nuevo al instituto al verlo sentado en primera fila le preguntó: «¿Pero los negros soléis llegar a este curso?». «Me quedé frío -cuenta aún temblando-, en aquel momento pensé en contestarle: “¿Por ser negro no puedo estar estudiando bachillerato?”, pero me callé, decidí pasar y no darle demasiada importancia». Tampoco cuando después de 12 años en Galicia tiene que ver cómo sus vecinos llegan, se saludan y a él no: «Yo abro la puerta del portal, paso y ni me miran».
Porque si a algo ha aprendido Amdy es a no reaccionar. «De tanto aguantar de pequeño, llegó un momento en que exploté. Ahora he conseguido adoptar otra mentalidad. Si no me comprenden -señala-, yo no puedo hacer nada, si la gente no asume que somos iguales, que por que tenga un color diferente no soy peor ni más malo ni te voy a robar, no puedo convencerlos».
De opinión contraria es Zinthia, una periodista venezolana de 30 años que aterrizó en Galicia hace siete por amor. Ella cree que hay que responder.
ZINTHIA, VENEZUELA, 30
«Supe que era negra cuando llegué aquí». Zinthia descubrió también una paleta de colores nada más poner un pie en España: «En Venezuela al tener tanta mezcla de culturas yo no me identificaba como negra, me di cuenta de que lo era cuando llegué a Galicia». «Históricamente, la palabra ha traído una connotación negativa y eso debemos modificarlo. La única forma posible es que el resto de las personas y nosotros mismos busquemos que nos digan negra, no negrita ni morenita ni chocolatita ni canelita. Yo quiero que me llames negra porque estoy orgullosa de serlo», se reafirma, aunque reconoce que ha sufrido el abuso de la discriminación. «Yo lo entiendo porque sé que es ignorancia. Si alguien no tiene mucha cultura, le resultamos exóticos, y eso debe cambiar. Si nosotros nos sentimos mal, no podemos permitir que las siguientes generaciones estén igual, hay que decir basta». ¿Cómo? «Yo, por ejemplo, no acepto que me toquen el cabello porque sí: es mi pelo y, si tú no tienes esa consciencia, si tú no te has cultivado a ti mismo para saber que hay otras tonalidades de piel u otras texturas de cabello, es tu problema, tendrás que educarte, pero no invadas mi espacio», responde.
«Muchas veces me siento sexualizada -explica-, y eso ha afectado de alguna manera a mi comportamiento. Cuando ven a una mujer negra por la calle es como si fuera exótica, supersexual, así que eso me influyó: empecé a usar ropa suelta para no verme tan voluptuosa, pero llegó un momento en que dije no. Es mi cuerpo y si me gusto con una falda corta o con algo más ajustado, ¿por qué no voy a llevarlo?».
Por si fuera poco, Zinthia también ha tenido que afrontar otras situaciones desagradables: «Estaba mirando mi vestido de novia con mi suegra y, cuando le preguntamos cuánto costaba, una dependienta miró para mí y me soltó: “Es demasiado caro”».
LIBASS, SENEGAL, 25 AÑOS
«Si hay un sitio libre a mi lado en el autobús, nadie se sienta». Libass es senegalés, llegó a Galicia hace siete años, estudia una FP y se siente muy integrado, a pesar de «ese rechazo» que él dice sufrir «indirectamente». «Cuando espero el autobús en cualquier parada, las señoras se agarran el bolso automáticamente y, si hay un sitio libre a mi lado, nadie se sienta. Ni de coña, vamos». Pero quizás una de las señales más evidentes de ese racismo que para algunos pasa desapercibido es que te pidan explicaciones sobre tu origen. Así lo siente Alexa, de 15 años, que llegó cuando tenía solo 3 de la República Dominicana.
ALEXA, R. DOMINICANA, 15
«Siempre me preguntan de dónde soy». Alexa al principio se tomaba mal que la llamaran negra, pero ahora no le ofende. «Me siento orgullosa», dice, aunque lo que más le molesta es tener que justificar de dónde viene, tal y como relata su madre, Yosi: «Al final te ves obligada a estar buscando una explicación para que tu color cuaje: si tu padre es cubano, si tu madre es africana, si eres adoptado… Como si no pudieras ser negro o chino y nacer aquí».
«Cuando mi hija me dice que es dominicana, después de 12 años viviendo en Galicia, sé que hay un problema -afirma-. Y puede que el problema esté en mi casa, pero también en la escuela, en la calle, en la sociedad, por esa mala costumbre de tener que cuestionar nuestra procedencia. Si mi hija se tiene que sentir de algún sitio, no puede ser de la República Dominicana porque apenas ha vivido allí: tiene una mezcla, pero ella debería ser libre de sentirse de donde quiera. Pero como tiene que justificarse constantemente, al final es una forma de estar a salvo. Dice que es dominicana y ya no la molestan, no le siguen preguntando. Es un “¡ah, ahora te dejo ser negra, tranquila!”».
Zinthia y Yosi están trabajando juntas en un grupo, Afrogalegas, para visualizar toda esa identidad y normalizarla. Piden respeto, integración y un cambio sin culpar a nadie, con el fin de que todas estos abusos desaparezcan en el futuro. Esto debe acabar, añade Yosi: «Miradnos bien, somos gallegos».
Junto a ella, su hija Alexa cuenta una de las numerosas anécdotas en las que en clase tuvo que imponerse y desafiar a algún compañero por comentarios racistas sin que sus amigos ni su profesor de entonces pusieran freno. «Yo -dice Alexa- tengo una personalidad fuerte y he tenido la suerte, al haber vivido aquí toda la vida, de estar más integrada, pero también he tenido que defenderme. Yo no te increpo por ser blanca, sin embargo tengo claro que, si me ofendes por mi color, ahora voy a responder, ya no me voy a quedar callada».
A su lado Michael asiente, aunque no quiere dar la cara. Tiene 20 años, hace cinco que reside en Galicia, y trabaja como fontanero después de haber hecho una FP. Está hecho a los insultos, a que no se sienten a su lado en el autobús, pero para él eso no es lo peor. «Mi jefe me trata como un esclavo, me grita: “Apura, negro de mierda. No sé por qué no estás en tu país”. y estoy harto». ¿Alguien le para los pies? «No. Finjo, disimulo, cambio de tema, porque no tengo otra forma de ganarme la vida. Me da mucha rabia».