El discurso racista del Frente Nacional está ya presente en los partidos conservadores ‘normales’
SAMI NAÏR. EL PAÍS.- Las victorias políticas significan poco en democracia pues pueden ser revertidas, manipuladas, deformadas y, sobre todo, casi sistemáticamente traicionadas. De otra índole son las victorias ideológicas. Estas son duraderas, hunden sus raíces en el fondo del cerebro colectivo, devienen en elementos apremiantes de la identidad colectiva. Constituyen, pues, rasgos culturales más difíciles de cambiar que cualesquiera otras “instituciones imaginarias” de la sociedad (dixit mi añorado amigo Cornellius Castoriadis).
La cuestión es saber, ahora, en la época de decadencia de la ilustración que estamos viviendo, si la intolerancia (en especial frente al islam o al judaísmo, a la inmigración, a las mujeres, a los homosexuales, a los seres humanos diferentes del color blanco, y seguramente frente a otros colectivos que cabría citar) y las fobias modernas ante el mestizaje generado por el gran proceso de mundialización de la economía y de los seres humanos, desembocarán en una trágica regresión cultural de las democracias o en un estallido de guerras confesionales, étnicas, incluso de géneros. Lo cierto es que la atmósfera se hace cada vez más irrespirable. Basta con consultar algunos periódicos que, sin escrúpulos, dan rienda suelta a la incitación al odio del otro.
Precisamente las dos señales de fobia que, hasta hace poco, se concebían integradas en el capital cultural maloliente propio de la extrema derecha europea, es decir, el racismo antinmigrante y el fundamentalismo antislámico, son ahora rasgos culturales asumidos con orgullo por las viejas fuerzas políticas conservadoras: ésa es la gran victoria ideológica de la extrema derecha. De ahí que el discurso de la exclusión, el temor o el odio, que en Francia es la esencia de la retórica del Frente Nacional de los Le Pen desde los años ochenta, se haya convertido en elemento patrimonial de periódicos y partidos conservadores “normales”: basta con observar la prensa conservadora, o escuchar al líder del antiguo y extinto partido gaullista, para darse cuenta de la enorme involución en la que la sociedad francesa se encuentra inmersa.
Esta indignidad se reproduce igualmente en Alemania, aunque Angela Merkel y el Partido Social Demócrata intentan oponer resistencia, e Italia, donde actualmente la propia izquierda cultural “antisistema” (corrientes importantes del Movimiento Cinco Estrellas) utiliza argumentos comparables a los de la extrema derecha política ante la llegada de inmigrantes, refugiados, negros o musulmanes.
En el mayo del 68, cuando el poder gaullista se unió al Partido Comunista de Georges Marchais para denunciar a Daniel Cohn Bendit como un conspirador “judeo-alemán”, no vacilamos un segundo para salir al bulevar Saint-Germain gritando: “¡Todos somos judeo-alemanes!”. Hoy en día, cuando, según la ONU, medio millar de inmigrantes y refugiados han muerto en el Mediterráneo en lo que va de 2018, y ante la existencia de campos de internamiento de extranjeros por doquier en Europa, las voces más altas son las que claman “fuera, fuera”, y muy pocas son las que se atreven a contestar: “¡Todos somos inmigrantes, mujeres, musulmanes, judíos y negros!”. Lento y seguro se incrusta el odio.