El presidente prometió más seguridad pero no ha impulsado ningún plan y ha sido acusado de racista
JOAN FAUS. EL PAÍS.- Hay tantas casas tapiadas, con carteles de venta en las puertas, que uno pierde la cuenta. La basura se acumula. Muchos residentes, todos negros, deambulan por las calles. De las pocas tiendas que se ven, casi todas venden solo alcohol y comida barata. Una espiral de destrucción y olvido, que arrancó hace tiempo, sacude West Baltimore, el barrio occidental de la segunda ciudad más peligrosa de Estados Unidos.
Pero incluso, en medio de la desolación, hay bríos de esperanza. La comisaría de policía del distrito se ha renovado. Ahora se puede acceder desde la calle e incluye un espacio para que agentes y vecinos puedan reunirse. La sede tiene un pasado funesto: fue adonde se transportó en 2015 en una furgoneta policial a Freddie Gray, el negro de 25 años cuya muerte, por una lesión cervical tras ser detenido, desató una ola de disturbios raciales en Baltimore atizada por años de falta de oportunidades y tensión con la policía.
A una manzana, entre la comisaría y el lugar en que fue arrestado Gray, hay un mural pintado en una pared con una frase de Barack Obama que sostiene que, si uno avanza por el camino correcto, “eventualmente logrará progresar”. Los vecinos echan de menos al primer presidente negro de EE UU. A quien no se ve ni se le espera aquí es a su sucesor, Donald Trump, que, antes de asumir la presidencia hace un año, prometió un “nuevo acuerdo para la América negra”.
Trump culpó a los políticos demócratas, que suelen atraer el voto negro, e insistió en el mantra de que los afroamericanos no tenían “nada que perder” votando por él.
En los comicios, el republicano obtuvo un 8% del voto negro, superando el 6% de Mitt Romney, el candidato conservador en las presidenciales de 2012. Su rival, la demócrata Hillary Clinton, recibió un 88% del apoyo afroamericano, por debajo del 93% de Obama cuatro años antes. Las posibles causas de esas cifras son el discurso agresivo de Trump, la impopularidad de la presidencia de Bill Clinton, el marido de Hillary, entre algunos afroamericanos y el hecho de que Obama ya no se presentaba a la reelección.
Las promesas de Trump, sin embargo, se han esfumado en su primer año en la Casa Blanca. Como presidente, no ha impulsado ninguna iniciativa concreta para los ciudadanos afroamericanos. Tampoco ha visitado barrios negros más allá de acudir a dos museos sobre historia afroamericana.
De hecho, ha tomado medidas en la dirección contraria. El Departamento de Justicia ha frenado nuevas investigaciones a cuerpos policiales, que en el pasado destaparon abusos raciales, por ejemplo en Baltimore. Las pesquisas en la ciudad se iniciaron tras la muerte de Gray y revelaron un patrón de discriminación contra los negros. Como resultado, la policía tuvo que cambiar sus protocolos para ser más tolerante.
Trump, además, tiene uno de los gobiernos menos diversos racialmente de las últimas décadas y ha agitado el racismo desde el Despacho Oval. Desde su equidistancia en las protestas raciales que se vivieron en Charlottesville (Virginia), a llamar “hijo de puta” al jugador negro de fútbol americano que inició las protestas contra el himno nacional poniendo la rodilla en tierra por la brutalidad policial o sus recientes comentarios calificando de “mierda” a varios países africanos. Un 60% de los estadounidenses cree que las relaciones raciales han empeorado con Trump, según una encuesta de Pew Research del pasado diciembre.
El presidente se atribuye la mejora del desempleo entre los negros, que en diciembre cayó al 6,8%, la cifra más baja desde que se inició el registro en 1972. Pero el consenso de los expertos es que la mejora afecta a toda la población y es fruto de una tendencia previa.
Bokah, el vecino de West Baltimore, no ha notado más trabajo que antes. “Es lo mismo”, lamenta. “Resuelves el problema de pobreza y crimen creando trabajos, dando estabilidad para levantar una familia”, dice. En 2017, hubo 343 homicidios en Baltimore, la cifra más alta desde 1993, cuando había 100.000 residentes más, y la segunda mayor tasa per cápita de EE UU. Un 24,2% de la población de Baltimore vive por debajo del nivel de pobreza. Entre los negros, es el 28,3%. Un dato significativo en una ciudad con mayoría de población afroamericana: el 63,3% de sus habitantes.
El vecino recuerda cómo, antes de conseguir un empleo, él merodeaba por la calle. Declina contar qué hacía: “Era un superviviente, haces lo que tienes que hacer para superarlo. Ahora que tengo un trabajo ya no tengo que estar en la calle”.
A un par de manzanas de la comisaría, se llega a la avenida con comercios que fueron saqueados durante los disturbios que sucedieron a la muerte de Gray. Dentro de un establecimiento, hay un hombre negro que observa inquieto los coches de policía aparcados al otro lado de la calle. “Alguien que conozco acaba de ser tiroteado”, cuenta nervioso.
UNA URBE TRAUMATIZADA
“Tenemos que dejar de matarnos entre nosotros”, reza un cartel pegado a una placa de madera de un comercio tapiado en West Baltimore. En otra esquina del barrio, hay un mural con un lema directo y dramático: “Zona sin disparos”. La ola de violencia que azota Baltimore desde 2015 la ha convertido en una ciudad traumatizada en busca de respuestas.
El Ayuntamiento y grupos de activistas tratan de revertir la tendencia. “Es una cuestión de desinversión. No hay compromiso para cambiar o restaurar esta comunidad”, dice Ray Kelly, presidente de la organización social Coalición Sin Fronteras, que ayuda a los vecinos de West Baltimore. También atribuye la pobreza y la violencia endémicas a la falta de oportunidades, la propagación de los opiáceos —una epidemia en todo el país— y a las leyes restrictivas que fomentan la encarcelación, lo que rompe familias y dificulta la reinserción. En una esquina del barrio, asegura, se ven cada día hasta 1.000 transacciones de compraventa de drogas.
Desde la muerte de Freddie Gray en abril de 2015, el Ayuntamiento y la Policía han impulsado un acercamiento a las comunidades negras pobres, que muchos vecinos consideran insuficiente. Desde entonces la ciudad vive una ola de inseguridad. De 2014 a 2015 el número de homicidios se disparó de 211 al año a 342. En 2016 bajaron ligeramente a 318 pero el año pasado subieron a 343.
Como posibles causas, se especula con el tráfico de armas y de drogas, o que la policía actúe con más cautela por temor a verse envuelta en una polémica como sucedió en el caso de Gray. La Justicia exoneró a los agentes que transportaron al joven de 25 años al considerar que no se les pudo atribuir su muerte.