Pujas, latigazos y cadenas. EL PAÍS pone rostro a la denuncia de Naciones Unidas: cada vez más inmigrantes están siendo vendidos como esclavos en mercados de Libia
NACHO CARRETERO. EL PAÍS.- En la ciudad de Sabha —situada al sur de Libia, 100.000 habitantes— existe un lugar conocido como el gueto de Ali. Es un nombre que hace agachar la cabeza a Abou Bacar Yaw, un joven gambiano de 18 años que pasó dos meses dentro.
El gueto de Ali es, probablemente y en base a las descripciones de quienes allí estuvieron, un antiguo centro de detención. Antes de la guerra que culminó con la caída de Muamar el Gadafi, Sabha era un oasis migratorio de la ruta africana central hacia Europa. Muchos subsaharianos eran retenidos en este lugar y expulsados del país. Sabha era, también, un atractivo destino turístico para aventureros.
Cuenta Abou Bacar que hoy se trata de un edificio gastado, lleno de ratas y polvo, con varias celdas y un patio interior. Cientos de jóvenes subsaharianos se agolpan en espacios pequeños sin luz ni ventilación. El lugar lo dirige un libio de la etnia tubu conocido como Ali. Alrededor, las calles de Sabha son hoy el territorio de milicias, traficantes, mafiosos y vecinos armados. Zona prohibida para el visitante.
Abou Bacar llegó a este sitio tras cinco días de travesía ininterrumpida a través del desierto. Partió de Agadez, en el desértico centro de Níger, donde meses después está de regreso. Sentado en una vieja silla, con una cicatriz al lado de su ojo izquierdo y la llamada al rezo desde una mezquita cercana, relata sus recuerdos. Cuenta que todo el mundo en Sabha conoce el gueto de Ali. “Pero a nadie le importa porque Libia es el infierno. Todo el mundo va armado. Hasta los niños llevan pistola. Y a nadie le preocupa el bien o el mal”. El gueto de Ali parece llevar sus actividades sin demasiadas molestias.
“Yo ya había pagado mi pasaje hasta Trípoli. Lo pagué en Agadez, antes de salir”. Abou desembolsó 381 euros, los ahorros de toda su familia. “Pero nunca llegué a Trípoli”. Cuando alcanzaron Sabha, el conductor del vehículo que los trajo a través del Sáhara los llevó al gueto. “Allí estaban unos libios, con uniformes militares y armas. No sé si eran soldados, milicianos o qué eran”. A Abou y a los demás los metieron en el edificio, les dijeron que no habían pagado el pasaje —cuando sí lo habían hecho— y los encerraron sin más explicación.
Un vaso de agua y una barra de pan era lo que le daban cada día de los dos meses que Abou estuvo en el gueto. Allí se amontonaban, según estima Abou, unas 300 personas, todos hombres. A los que iban muriendo, tenían los demás que sacarlos y quemar los cuerpos en un descampado contiguo al centro. “Cada día llegaban hombres árabes, a veces con guardaespaldas, y entonces nos sacaban al patio. Allí nos teníamos que sentar así —Abou se sienta en el suelo, con la piernas abiertas—, en fila, cada uno entre las piernas del que tenía detrás. Formábamos como un tren en el suelo”. Abou regresa a su silla y continúa su relato: “El hombre árabe paseaba entre nosotros y elegía a algunos. Elegía a los fuertes, a los que no pareciese que se iban a morir en dos días. Los elegía como cuando eliges mangos en el mercado de fruta. Después pagaba a la gente del gueto y se los llevaba. Cada día llegaban hombres árabes a comprarnos”.
A Abou lo vendieron al cabo de dos meses. “No sé cuánto pagaron por mí. Delante de nosotros no hablaban de dinero, se iban a negociar los precios a un rincón”. Abou se queda en silencio. Con la mirada perdida. Después dice: “El gueto de Ali es el lugar que imaginas cuando te hablan de un mercado de esclavos”. Un mercado de esclavos en el siglo XXI, en una ciudad hasta hace poco relativamente turística y en un país a 400 kilómetros de Europa.
El agujero libio
Antes de la guerra —estalló el conflicto al amparo de la Primavera Árabe en el año 2011— Libia era una de las varias rutas migratorias hacia Europa. Las mafias optaban en ocasiones por trasladar a los migrantes a Mauritania y de ahí alcanzar en cayuco las islas Canarias; o atravesar Argelia para llegar a Marruecos y saltar la valla de Melilla; o cruzar Libia e intentar navegar en patera hasta la isla italiana de Lampedusa.
Hoy, Libia se perfila como casi la única ruta: el caos es tal en el país que las mafias y los traficantes de personas campan sin estorbos, al contrario de las vigiladas fronteras del resto de países. Cada pueblo y ciudad en Libia pertenece a una milicia distinta. Y en ese revoltijo tratan de colarse los migrantes para cruzar el mar. Se estima que, a día de hoy, unos 330.000 migrantes están bloqueados en Libia, según la Organización Internacional para las Migraciones (OIM).
El problema es que esta violenta anarquía tiene reverso: miles de hombres y mujeres están siendo secuestrados, aprovechando la falta de control. Los secuestros, desde hace unos meses, han ido un paso más allá: cada vez son más los esclavos.
El pasado mes de abril la OIM, agencia dependiente de Naciones Unidas, publicó un informe en el que denunciaba que en Libia existen, desde hace meses, mercados de esclavos. Lugares en los que migrantes son vendidos para utilizarlos como mano de obra, como sirvientes o esclavos sexuales.
Giuseppe Loprete, jefe de misión de la OIM en Níger, explica en el despacho de su oficina en Niamey que “los migrantes que vuelven de Libia nos están contando historias terribles. Nos hablan de pujas, de subastas, de compraventa de esclavos”. Un macabro retroceso en el tiempo al otro lado del Mediterráneo. El gueto de Ali, donde fue vendido Abou, es uno de estos mercados.
No se trata de secuestros en los que se solicita un rescate. No se trata de condiciones de explotación. No se trata de poder pagar por tu libertad. Se trata de un tráfico de esclavos en el que vecinos de Libia compran subsaharianos para que trabajen en sus casas, granjas o cultivos sin salario de ningún tipo —más allá de techo y comida— y bajo un régimen de violencia.
La OIM lo ha denunciado y ahora comienzan a aparecer los testimonios de aquellos que han escapado de tal experiencia. La comunidad Internacional, sin embargo, no parece estar haciendo demasiado sobre el terreno para terminar con una pesadilla propia de otro siglo.
Vendido por 3.200 euros
“Quiero explicarle al mundo lo que está pasando”. Lo dice Achaman Agahli, 39 años, robusto, vecino de la ciudad nigerina de Agadez. Nos recibe en su casa, una construcción básica de adobe en la que comparten espacio personas y cabras.
Achaman trabajaba transportando bidones entre pueblos del desierto. Fue un amigo quien le planteó la posibilidad de intentar llegar a Europa para ganar dinero. Lo consultó con su mujer y decidió intentarlo. Partió una noche de junio del año pasado, a las tres de la madrugada, subido a la parte trasera de un vehículo pick up blanco marca Toyota. Cuando estaban a punto de arrancar, escuchó que el traficante a quien le habían pagado por el traslado hablaba por teléfono: “Te mando un lote de 25”. No le dio importancia Achaman en aquel momento. Días después, la afirmación cobraría sentido.
“La idea era que nos llevasen hasta Madama, en la frontera entre Níger y Libia, pero pasamos de largo y nos dejaron en Al Qatrun, ya en Libia. Ahí nos recogieron unos tubus libios [los miembros de una etnia local]. Llevaban barba, iban armados. Fue cuando me dije: ‘Aquí hay problemas, algo falla’. Nos llevaron a Sabha y nos metieron a todos en la habitación de un edificio vacío”.
Achaman estuvo 26 días encerrado. “Nos daban pan y leche. Un día, uno los hombres que nos custodiaba, nos dijo: ‘No os damos más para que no tengáis fuerza y escapéis”. El día 27 llegó un hombre libio y se puso a discutir de dinero con el jefe de los secuestradores de Achaman. Esta vez sí, escucharon la negociación. “Yo hablo árabe. Les entendí. Acordaron la venta de un lote de 12. Sí, así dijo, un lote de 12. Y por cada uno del lote, por cada uno de nosotros, iba a pagar 5.000 dinares libios”. Aquel día compraron a Achaman por 3.200 euros.
“Nuestro comprador nos llevó a su casa, una casa muy grande con un huerto muy amplio en Ubari, a pocos kilómetros de Sabha. Era un señor rico. Yo estuve dos meses recuperándome porque estaba muy enfermo. Cuando me puse bien, empecé a trabajar”. Achaman tenía que alimentar a los animales del propietario, limpiar los establos, cuidar el huerto, arar… A cambio, el dueño de la casa le daba cobijo y comida. Como hablaba árabe, lo convirtió en su hombre de confianza. “A los demás los despreciaba, pero a mí me trataba bien. No me pegaba ni me gritaba. Y, al cabo de unos meses, tenía libertad para entrar y salir de la casa si necesitaba hacer recados”.
Fue en uno de esos recados. Achaman dijo que tenía que ir a Sabha a por medicinas y, de camino, se cruzó con un conductor nigerino que le ayudó a cruzar la frontera de vuelta.
La mujer de Achaman murió la semana pasada, dando a luz. “Se fue sin que supiera lo que me pasó. Nunca le dije nada. No la quería ver triste”.
Cinturones a modo de látigo
Adam Souleyman lleva una camiseta amarilla con un dibujo de Don Quijote. Tiene 24 años, es muy delgado y se pone un turbante en la cabeza para protegerse del sol y la arena. Aunque está viviendo en Agadez, donde nos recibe en el patio de tierra de una casa familiar, nació y creció en una aldea cercana a Zinder, la segunda ciudad de Níger, al sur del país. Desde ahí, hace ahora un año y cinco meses, partió rumbo a Libia en busca de Europa.
El recibimiento tuvo lugar en Madama, localidad fronteriza, donde, según recuerda Adam, unos milicianos lo tumbaron en el suelo a él y al resto de migrantes con los que viajaba. “Nos quitaron nuestros documentos y el dinero”. Desde ese momento, Adam se convirtió en mercancía.
Tres días estuvo encerrado hasta que un hombre, que Adam recuerda como “gordo, grande”, llegó, discutió precio con los milicianos y se llevó a tres de ellos. “Un chico de Mali, otro de Burkina Faso y yo. Todos en furgoneta. El hombre nos encerró en un sótano. Las ventanas eran muy pequeñas y daban al suelo de arena. Había unas alfombras para que durmiéramos. El hombre solo nos dijo una cosa: ‘Sobrevivir es lo mejor que podéis conseguir desde ahora”.
Era el nuevo dueño de Adam y los otros dos chicos. Y los alquilaba. “Cada día nos llevaba a trabajar a una casa distinta, de árabes ricos, casas muy grandes. Nos despertaba echándonos agua fría encima y nos sacaba del sótano dándonos golpes con el cinturón, como si fuera un látigo”. Adam reproduce con desgana el gesto, levantando el brazo. “Cuando terminábamos de trabajar, venía a buscarnos a la casa y nos volvía a meter en el sótano”. Así estuvo Adam un mes y diez días.
“Había días que no teníamos que trabajar, que el hombre no venía a buscarnos. Y nos pasábamos el día sin comer encerrados. El chico de Malí hablaba de acabar con todo eso, de suicidarse, decía que no aguantaba”. ¿Y tú? “Yo no. Yo quería ver a mi familia”. ¿Te sentías como un esclavo? “No me sentía. Era un esclavo”.
Se pasaba las noches Adam maldiciendo el día que decidió irse a Libia. La luz la vio una tarde que el dueño de una casa le mandó salir hasta un pozo de agua a reparar una avería. “Yo iba caminando y me crucé con una camioneta en la que iban trabajadores africanos. Uno era hausa, como yo, así que le grité y le pedí ayuda”. Aquel hombre acogió a Adam en su casa y después le consiguió sitio en un camión para regresar a Agadez, donde ahora trabaja para poder reunir el dinero y volver a Zinder. “No sé qué pasó con los otros dos chicos, el de Malí y el de Burkina Faso”, dice Adam. “A lo mejor todavía siguen allí”. Después aprieta las manos contra sus ojos y llora.
Siete meses sin ver el cielo
Marian cubre su cabeza con un velo rojo. Se fue de Lagos, Nigeria, en julio del año pasado. Le dijeron que tras un pequeño viaje en coche y cruzar un río, estaría en Italia.
Marian tiene 23 años y vive en el suelo de la estación de autobuses de Agadez, donde aguarda poder regresar a su ciudad. Allí, nadie sabe que a Marian la convirtieron, durante siete meses, en una esclava sexual.
Fue en Trípoli, Libia, después de cruzar el desierto con más días de ruta de lo previsto, tras un error de orientación del conductor que les llevó a tener que beber agua de charcos que encontraban. “Cuando llegamos a Trípoli nos metieron en un sótano sin ventanas. Pregunté cuándo llegábamos a Italia y un hombre me dijo: nunca”. Para Marian, arrancó el suplicio.
“Una mujer nos explicó la situación al grupo de chicas que estábamos en el sótano. Nos dijo que, si queríamos volver a ser libres, necesitábamos pagar una cantidad (Marian no quiere decir cuánto) y que la única manera de lograrla era siendo prostitutas en ese sótano”.
Marian resopla: “Yo no paraba de llorar. Y me negué. Llegó un señor el primer día y me dijo ‘siéntate aquí’, señalándose las piernas y yo le dije que no. Entonces, el marido de la mujer que nos explicó todo me pegó en la cara. Dijo: ‘Si no obedeces, te pego’. Y yo le dije que me pegara. Y le ponía la cara”. Marian gira la mejilla, como ofreciéndola. Después añade: “Pero hay un momento en que ya no quieres que te peguen más”.
Si Marian o cualquier de las otras chicas se negaba, la mujer rompía la hoja en la que iba apuntando lo recaudado por ellas. “Y teníamos que volver a empezar”. Marian tardó siete meses en recobrar su libertad. Durante esos siete meses nunca salió del sótano. Nunca llegó a ver el cielo.
“Ahora quiero volver a Lagos. Y recuperar mi vida de antes. Y espero que jamás nadie de mi familia sepa lo que me ocurrió”.
Atados por las muñecas
Cuando explica su trágica experiencia, Nasser Abdul Kader sonríe. Como un mecanismo de defensa, como una válvula de escape para no derrumbarse. A Nasser no lo compró nadie. El hombre que lo esclavizó, lo robó.
Como casi todos los demás, llegó a Libia con la promesa de alcanzar Italia en cuatro días. Partió de Agadez, donde nació, y, tras el periplo, fue abandonado en las calles de Sabha, sin dinero ni documentación, en compañía de otros seis inmigrantes. “Acudimos a una plaza en la que venían hombres a recoger trabajadores para jornadas sueltas. Cada vez que aparecía alguno, los chicos se abalanzaban sobre ellos para que los llevasen”.
El tercer día, Nasser y otro chico se fueron con un tipo que necesitaba mano de obra. “Nos llevó a una granja avícola, llena de gallinas. Nos enseñó la granja y nos dijo que nuestro trabajo era alimentar a las gallinas y mantenerlas despiertas por las noches”. Nasser hace una mueca de incomprensión y encoge los hombros. “Al día siguiente nos presentó a dos hombres armados, muy fuertes y nos dijo que eran los encargados de la seguridad de la granja”.
Nasser estuvo un mes y diez días descargando sacos de pienso, alimentando gallinas y manteniéndolas despiertas por las noches. Todo cambió cuando Nasser le preguntó a uno de los hombres de seguridad cuándo les iban a pagar. “Me miró, levantó el dedo así —Nasser pone recto su índice, en gesto de advertencia— y me dijo: ‘Presta atención: en este lugar no se pagan sueldos’. Me asusté, pero al día siguiente, enfadados, nos negamos a descargar el camión”.
La sentada de Nasser y su amigo tuvo consecuencias cuando los dos vigilantes vieron los sacos de pienso sin descargar. “Vinieron a buscarnos a la habitación y nos dieron una paliza con un cable grueso y también con un cinturón. Después nos enseñaron una pistola y nos dijeron: ‘Si no trabajáis, os matamos y vamos a por otros dos negros”.
Desde ese día, los dos chicos tuvieron que trabajar uno atado al otro. “Con una cadena de unos dos metros, atada con mucha fuerza a las muñecas. Y partir de aquello nos pegaban con un cable mientras trabajábamos. Ahí me convertí en esclavo”.
A Nasser y a su compañero solo los desataban cuando regresaban a la habitación a dormir. “Nadie sabía dónde estábamos, no teníamos dinero, ni papeles, ni contacto con el exterior. Era como estar muertos”. La tragedia duró cinco meses, hasta que Nasser logró escapar de la granja una mañana en la que los dos hombres de seguridad se quedaron dormidos por el alcohol.
“Yo a los chicos que quieren irse a Europa les digo: no lo hagas. No te vayas. Vas a morir o vas a ser esclavo. Y les cuento mi historia”. ¿Y te hacen caso? “No, ninguno. Siempre responden lo mismo: no tengo elección”.