El País.- La xenofobia salta del discurso a las palizas y de la zona turística a la capital de Gran Canaria. La policía refuerza la vigilancia en cuatro barrios.
Hace unos días que el colegio del barrio de El Lasso, en Las Palmas de Gran Canaria, se parece más a una cárcel que a un campamento de acogida de inmigrantes. La puerta está abierta, se puede entrar y salir, pero la mayoría de sus residentes no se atreve a alejarse de la entrada. “El martes salimos a recoger algo de dinero que me había enviado mi familia. Eran las tres de la tarde y, en plena calle, un coche con cuatro personas nos paró”, relata Monsiffe, un marroquí de 24 años. “Desde dentro nos enseñaron unos cuchillos grandes y dispararon al aire con pistolas de balines. Tuvimos que salir corriendo”, añade.
En apenas cinco días, de lunes a jueves de esta semana, siete marroquíes residentes en este colegio convertido en campamento han sido agredidos por grupos de vecinos organizados, según Cruz Blanca, la ONG franciscana que lo gestiona. “Basta de tirar piedras al interior del centro. Basta de recibir a nuestros nuevos vecinos al grito de ‘terroristas’. Basta de agresiones. Basta de culpabilizar a los otros de nuestra disconformidad con las decisiones políticas que se están tomando”, ha pedido la organización en un comunicado. “Estamos todos muy asustados. Me siento como en una prisión”, lamenta Yassin, otro de los residentes en el colegio. “Quien no cumple las normas y delinque debe ser detenido y juzgado, pero que se den palizas a inmigrantes en Europa en pleno siglo XXI es una vergüenza”
La isla de Gran Canaria, donde el Gobierno central mantiene concentrados a cerca de 7.000 inmigrantes llegados en patera es un barril de pólvora que amenaza con estallar. En pocas semanas los discursos racistas se han traducido en amenazas y agresiones a inmigrantes por parte de vecinos asustados y convencidos de que deben proteger a sus hijos, mujeres y propiedades de una “invasión”. Ya no son bravuconadas en un grupo de WhatsApp, son ciudadanos armados tomándose la justicia por su mano en varios barrios de la isla.
Envueltos en una nube de hachís cuatro jóvenes canarios matan la hora de la siesta en una esquina del barrio de Zárate, un conjunto de viviendas de protección oficial cercano al colegio convertido ahora en fortín. Aseguran que un marroquí agredió sexualmente a una de sus vecinas y, desde entonces, advierten, mejor que no se atrevan a poner el pie en su territorio. En sus calles se grabó una brutal paliza a un joven magrebí que salió de allí corriendo como pudo. “No sabemos si hizo algo. Pero tuvo la mala suerte de perderse”, dice uno de los chicos con sorna. Tres mujeres jóvenes en bata y pijama observan la conversación desde los alféizares de sus ventanas. “Los moros lo van a tener difícil. Si viene uno, o se despierta en la UCI o en una caja”, amenaza uno de ellos.
Mandos policiales mantienen que tanto los delitos cometidos por extranjeros como las agresiones de las que son víctimas son “pocas” y “aisladas”, pero al mismo tiempo han ordenado reforzar la vigilancia en cuatro barrios de la capital donde hay más riesgo de incidentes. Dos de ellos tienen campamentos de inmigrantes. Los cuatro o están incluidos en el catálogo estatal de barrios vulnerables, un listado que agrupa las poblaciones con peores niveles de paro, estudios y vivienda, o colindan con ellos.
A las nueve de la noche del miércoles, el altavoz plantado frente al bazar chino del barrio de Las Rehoyas vibra a todo volumen. Suena trap, los chavales mezclan vodka con bebida energética y los fuegos artificiales tiñen de rosa los viejos bloques de pisos de 45 metros cuadrados. Es una protesta no autorizada contra la inmigración irregular que ha convocado a algo más de 100 personas y que desafía además el toque de queda impuesto a las diez de la noche. “No hay cama pa’ tanta gente”, cantan. La policía aparece dos veces: comprensión y buenas palabras, que mantengan la distancia y bajen la música. El barrio que hace ocho años ocupó titulares por apedrear a agentes armados, acabó aplaudiendo a los antidisturbios.
Aunque el ambiente es de fiesta, las noches del viernes y el sábado pasado fueron sangrientas. Las versiones y los porqués no coinciden, pero algunos hechos sí cuadran. Un marroquí dio un navajazo a un vecino del barrio ―cinco puntos, un corte de dos centímetros frenado por el esternón― y la agresión desembocó en la persecución de sus responsables o cualquiera que se pareciese a ellos. Algunos de sus vecinos, muy activos en los grupos que promueven la “caza al moro” en redes sociales, se han grabado a sí mismos en una de esas patrullas justicieras portando machetes y cuchillos.
Jeremy, nombre ficticio, es el canario de 31 años que recibió el navajazo. Se levanta la sudadera con capucha para enseñar la herida en el pecho. “Casi me mata y deja a mis dos hijos sin padre”, repite. Cuenta que las cosas se torcieron hace unas tres semanas, cuando comenzaron a aparecer inmigrantes para robar la ropa de los tendederos. Luego, asegura, pasaron a robar patinetes de los niños y, luego, a asustar a las chicas.
Intoxicados por bulos
El hombre está, como él quiere describirlo, en “proceso de reinserción en la sociedad” tras saldar varias cuentas pendientes con la justicia y jura que no quiere líos. Pero advierte: “Si vienen en plan de guerra vamos a defendernos. Las ratas cuando tienen miedo atacan. ¿Que si es injusto? Más injusto es que mi hijo no pueda salir solo a la calle por si le roban el patinete”. Los vecinos que esa noche están en la calle le dan la razón y juran que ya no hay tranquilidad, que tienen miedo. Algunos manejan información más o menos verídica, otros están completamente intoxicados por bulos como el que asegura que el rey de Marruecos pone a sus soldados disfrazados de inmigrantes irregulares en barcos nodriza.
A solo dos kilómetros de allí, en el centro de la ciudad, duermen dos de los agredidos por estos justicieros. Uno de ellos, de 25 años, muestra la mitad del rostro abombado y un ojo cerrado por los golpes. Lleva seis meses durmiendo en la calle, prácticamente desde que llegó en patera a la isla. No va al médico porque no tiene documentación y tiene miedo de la policía. Entre sus pocos documentos hay varias recetas de tranquilizantes y antidepresivos. “Les atacaron con pistolas taser y líquido de batería. Vinieron con cuchillos con una hoja de este tamaño”, cuenta un amigo canario que marca la distancia entre la muñeca y el codo. “A mí me lanzaron piedras y me pusieron un cuchillo en la barriga. Me salvé porque soy de aquí”, asegura. El otro agredido, un marroquí de 20 años, ni siquiera vino en patera. Llegó hace 12 años a las islas en un avión para reagruparse con su madre. También vive en la calle, también tiene el ojo reventado. “Primero nos siguió un coche blanco que casi me atropella. Salimos corriendo y luego vino una furgoneta, se bajaron y le pegaron una paliza”, recuerda una chica canaria que estaba con él durante la agresión. “Le acusaron de apuñalar al canario cuando él había estado conmigo”.
Los expertos, las organizaciones sociales y la propia policía asumen que la tensión irá en aumento. Los inmigrantes siguen sin poder continuar su viaje a la Península, el goteo de pateras persiste y el desalojo de los hoteles, aunque aliviará las zonas turísticas, concentrará de nuevo a miles de personas en centros en solo tres municipios de Gran Canaria, Tenerife y Fuerteventura. “Ha faltado más trabajo conjunto del Gobierno central con las administraciones locales”, lamenta Vicente Zapata, profesor de geografía humana en la Universidad de La Laguna. “Hay que tener mucha prudencia y no estigmatizar barrios, ni culpar a la sociedad que acoge. La atención hay que dirigirla hacia la génesis del problema, la desacertada estrategia migratoria del Estado en Canarias”, asegura Zapata. “Deberíamos reflexionar sobre el hecho de que la política migratoria está consiguiendo ponernos de acuerdo a todos en Canarias: el modelo actual de concentrar aquí a miles de personas no funciona. Hay que dialogar, pensar y articular otras maneras de hacerlo”