El discurso del odio, cocinado en la universidad y difundido por Radio Mil Colinas, germinó en una matanza a machete que mató a 800.000 ruandeses
ALBERTO ROJAS. EL MUNDO.- Genocidio es una palabra importante, y como todas las palabras importantes, ha sido banalizada y usada para describir matanzas en masa, represiones sangrientas, revoluciones y golpes de estado. Pero un genocidio es algo muy concreto y tampoco ha habido tantos. El Holocausto judío, el armenio o el camboyano son algunos de los más tangibles del siglo XX, pero quizá el que mejor ejemplifica lo que es el genocidio de Ruanda de 1994.
Un genocidio no se improvisa. Y siempre comienza con un discurso del odio. En el caso de Ruanda, el discurso contra los tutsis fue cocinado a fuego lento por el gobierno hutu de Juvenal Habiyarimana, el Radovan Karadzic ruandés. Conviene recordar que la división entre hutu y tutsi es de carácter colonial. Los colonos belgas repartieron carnets y se apoyaron en una minoría ganadera (tutsi) para poder gobernar sobre la mayoría agricultora (hutu). No son etnias diferentes, sino castas de un mismo pueblo con una misma cultura e idioma, el kinyaruanda.
Desde que esa división se hizo efectiva, los choques entre ambas castas se hicieron habituales. Aunque Ruanda fue un país aislado durante décadas por su orografía (el Tíbet de África) hay varias matanzas muy documentadas durante el siglo XX entre ambas comunidades por los recursos en un país como un guisante en el que vivían nueve millones de personas entre montañas. Uno de esos choques acabó con la salida de decenas de miles de tutsis hacia la vecina Uganda en los años 50 y 60. Desde allí, aquellos refugiados prepararon su regreso con armas prestadas por Museveni, el presidente ugandés, tras servir en su ejército.
Esa invasión desde Uganda provocó una guerra contra el gobierno hutu de Habiyarimana en 1991, lo que sirvió para que este y su familia diseñaran una estrategia para eliminar a aquellos tutsis que aún vivían en el interior de Ruanda, y que fueron señalados como traidores por apoyar, supuestamente, la rebelión que llegaba de Uganda.
Aquel plan pasó a la Universidad de Butare, la más importante del país, donde se diseñó una historiografía que deshumanizaba a los tutsis y los convertía en un pueblo invasor de los auténticos ruandeses hutus. Esa narrativa pasó a los medios, donde Radio Mil Colinas jugó un papel clave en la difusión del odio a las «cucarachas», como comenzaron a llamarles mientras que el gobierno comenzaba a elaborar listas negras y se organizaban las milicias hutu en las calles, los interahamwe (literalmente, los que matan juntos). Todos estos síntomas hicieron que el general Romeo Dallaire, al frente de los Cascos Azules, escribiera el llamado «fax del genocidio» a sus superiores de Naciones Unidas. Nadie movió ni un solo dedo para evitarlo.
Sólo faltaba el causus beli y no tardó en llegar. El avión del presidente Habiyarimana (en el que también viajaba su homólogo de Burundi) fue derribado al aterrizar en Kigali tras firmarse la paz de Arusha para poner fin a la guerra civil. Si será pequeño Ruanda que la casualidad quiso que el avión cayera sobre el jardín de su casa. Los más radicales echaron la culpa al bando tutsi. Valérie Bemeriki, locutora de Radio Mil Colinas, llamó a matar a las «cucarachas». Miles de machetes llegados de China a bajo precio, junto con otras armas primitivas, fueron repartidos entre las milicias, que se organizaron por calles, barrios y aldeas. Esa noche la matanza comenzó en Kigali y al día siguiente se extendió por todo el país como una epidemia. Unos 1.000 tutsis se escondieron en el hotel Mil Colinas, regentado por el hutu Paul Rusesabagina, el Oskar Schindler ruandés.
Los interahamwe bebían alcohol a primera hora del día, antes de salir de caza. La primera norma era matar. Norma número dos no había. Como cuentan los perpetradores en el libro Una temporada de machetes, de Jean Hatzfeld, se comenzaba con un machetazo en el talón de aquiles, lo que impedía a la víctima poder huir. Después llegaban las torturas. Los carniceros eran los más valorados porque, debido a su trabajo, conocían mejor la anatomía y sabían usar la herramienta mejor que nadie. Ellos instruían al resto. También obligaban a los niños hutus a matar tutsis, para que la responsabilidad de la eliminación pasara de generación en generación.
Tras 100 días de crímenes atroces, las carreteras de tierra roja de Ruanda quedaron alfombradas por 800.000 cadáveres de tutsis y hutus moderados. El Frente Patriótico Ruandes, avanzando desde Uganda, tomó el país a gran velocidad y puso en fuga a los genocidas hacia Tanzania y el antiguo Zaire. Fueron 100 días exactos de eliminación sistemática y organizada de una casta tomando para ello argumentos delirantes. De hecho, cuando se dieron cuenta de que no podían distinguir físicamente hutus de tutsis, determinaron que, si tenía menos de 10 vacas, era hutu, y si tenía 10 o más, era tutsi, y por tanto merecía morir.
La salida de dos millones de personas hacia el Zaire provocó una epidemia de cólera que llenó fosas comunes con miles de muertos, una dudosa operación francesa que ayudó a huir a las bandas genocidas y otra ofensiva militar del nuevo gobierno ruandés para cazar a los culpables que provocó otra matanza.
Hoy Ruanda es un país pacífico, seguro, limpio, que lucha eficazmente contra la corrupción y que posee uno de los paisajes más bellos del planeta. Sus cárceles se han ido vaciando de perpetradores gracias a los tribunales gachacha (hierba) donde los asesinos piden perdón a los supervivientes de la matanza sentados en el campo, una a una. El Gobierno, en manos del eterno y espartano Paul Kagame, promueve una ficción democrática en la que la oposición está en prisión o en el exilio. Su economía, de las más sanas de África, crece en cifras del 7 y el 8% al año. Todo el país está lleno de memoriales donde se exponen los cráneos de las víctimas de aquella masacre sin sentido para que nadie olvide. . Hoy está prohibido hablar de hutus y tutsis.