El proyecto de una ONG de León que acoge a extranjeros que solicitaron asilo en España se enfrenta a la emergencia sanitaria
JAVIER ESPINOSA. EL MUNDO.- Antes de referir su atribulada experiencia, Ana Hernández (nombre ficticio) respira hondo. Sabe que el relato de los motivos que la llevaron a exiliarse junto a su esposo y sus tres hijos le ha dejado una profunda huella psicológica. Como le ocurre ahora a toda la sociedad española, la vida de la colombiana de 48 años también cambió de forma súbita.
Los pocos meses que transcurrieron entre la celebración del cumpleaños de su hija -cree que fue la circunstancia que captó la atención de los narcotraficantes-, el robo subsiguiente de su domicilio y la aparición del grupo de sicarios armados que raptaron en dos ocasiones a su marido.
«Nos dijeron que teníamos que ayudarles a meter droga en el país», recuerda quien trabajaba en el puerto de Buenaventura (Colombia), una villa que juega un papel estratégico en el tráfico de cocaína que sale de esa nación latinoamericana. Rechazar esa «oferta» en Colombia supone una más que probable sentencia de muerte y por eso el quinteto decidió solicitar asilo en España, a donde llegaron hace dos meses.
La angustia de la colombiana se acentúa cuando reflexiona sobre la crisis sanitaria en la que se encuentra atrapada. «Es algo que me deprime. Nos vinimos para acá, hicimos tantos esfuerzos. ¿Y si me muero?, ¿qué pasa con mis hijos?», se pregunta con la voz quebrada.
Ana forma parte de los 105 refugiados que permanecen confinados en un albergue de Valladolid regentado por Accem, integrado en el proyecto que apadrina esta ONG en León para combinar la rehabilitación de hoteles y alojamientos en desuso y la acogida de extranjeros que han solicitado asilo en España.
Una iniciativa que además de tener que lidiar con el difícil legado emocional que atesoran personajes como la colombiana, ahora se enfrenta al desafío de la Covid-19, que ha paralizado el proceso de las peticiones de protección internacional y ha agudizado las angustias de los recién llegados.
«Hay casos de estrés postraumático que se han reactivado. Hemos duplicado las atenciones en el centro ya que hay mucha ansiedad y angustia», admite la psicóloga Nuria Sánchez, encargada de la vigilancia emocional de esta comunidad.
El albergue de Valladolid, que fue reacondicionado por la ONG española, se abrió a los exiliados a finales de 2017. El año pasado, la misma organización recuperó un hotel de carretera abandonado en las inmediaciones de Astorga y otro establecimiento similar en la ciudad de Segovia, que llevaba clausurado ocho años.
«La demanda de asilo se había disparado en España. En 2019 fueron más de 100.000 y este año se suponía que llegaríamos a las 120.000. El estado sólo dispone de 8.000 plazas de alojamiento para los peticionarios, así que ofrecemos gestionar la primera acogida de quienes todavía no han conseguido ese estatus», explica Daniel Duque, portavoz de Accem en Castilla y León.
Hace poco más de un mes la entrada del hotel de Astorga estaba decorada con recortes de periódicos que recuerdan los años en los que eran los españoles los que huían hacia el otro lado del atlántico. «La odisea de la Elvira. Cuando los españoles emigraban a Venezuela«, se lee en uno.
«Se trata de animarles, de recordarles que también nos pasó a nosotros y explicarles que esta es una etapa de su vida. Que no van a ir con la pegatina de refugiados toda su vida», asevera Virginia.
Otro mural intentaba aleccionar a los refugiados -en su mayoría de Venezuela y Colombia- sobre las equivalencias del vocabulario popular de ambos destinos. Del típico exabrupto español «¡Vete a la porra!» -traducido en esos países por un «¡Vete al carajo!»-, al «guay» que los colombianos asumirían como «chévere» o la equivalencia de «gilipollas», reconducido al «guevón» de esos lares.
«Permanecer en las habitaciones de forma habitual. Evitar zonas comunes y permanecer el menor tiempo posible en pasillos, aseos, zona de lavandería y comedor. Se cerrará la sala de juegos, televisión y sala de ordenadores», advierte uno de los escritos.
Melani Blanco es una de las trabajadoras que mantienen el funcionamiento del habitáculo vallisoletano. Ahora deambula por las instalaciones provista de guantes y mascarilla. La presencia de síntomas compatibles con la enfermedad ha llevado al aislamiento de 18 personas. «Se les aísla en cuanto tienen fiebre, pero podría ser cualquier cosa», apunta.
La ONG asiste a cerca de 800 refugiados en León. Medio millar en pisos y el resto instalados en los tres habitáculos de Valladolid, Astorga y Segovia. El coronavirus les ha obligado a diseñar todo un sistema de asistencia logística alternativa que incluye gestionar las compras de alimentos para los que viven en apartamentos, la compra de tarjetas SIM o la enseñanza telemática de castellano.
En el complejo vallisoletano, empleadas como Cristina Aguilar han intentado reemplazar la paralización de todas las actividades comunitarias con proyectos como la difusión de un periódico comunitario, que incluye desde noticias sobre la Covid-19 a pasatiempos, «lo más nos piden».
María Valle, de 24 años, coincide con su compañera Melani Blanco en que esta pandemia ha subvertido por completo la rutina diaria del complejo. Ambas elogian el comportamiento de los refugiados que quizás por su traumático pasado han aceptado con especial resignación este brete. «Se portan mejor que nosotros. Han pasado por situaciones muchísimo más duras», concluye Blanco.
La familia de Ana Hernández ha decidido aplicar su particular receta para estos tiempos de crisis. Desde hace días no siguen las noticias. Dedican su tiempo a realizar los ejercicios de relajación que cada mañana les envía por SMS el equipo de psicólogos que dirige Nuria Sánchez.
«Ayer nos enseñaron a hacer el abrazo de la mariposa. Cruzas los brazos en el pecho, cierras los ojos y piensas en la situación que te agobia», refiere mientras repite el ejercicio.