MARIAM M. BASCUÑÁN. EL PAÍS.- Occidente sufre de melancolía colectiva. Su identidad se difumina y la democracia, su gran aportación al progreso del mundo, se erosiona desde el mismo corazón de sus sistemas políticos. La ansiedad aumenta en la medida en que perdemos el viejo rol como modelo de valores, o como ejemplo de estándares de vida deseables. Será por eso que, mientras unos líderes siguen volando sin instrucciones, otros aprovechan estas desvencijadas travesías para explotar nuestras contradicciones.
Lo vemos en la proteica Italia, en la ambigüedad de sus códigos políticos y en su afán de vanguardia. Pero sus fluctuaciones, esta vez, no preludian ningún movimiento político de fondo: simplemente se suman, con exabruptos racistas, a los vientos de reafirmación supremacista a lo Wilders y Le Pen. Y parece que es hora de hablar de racismo pues, como sostenía Sartori, “las palabras son nuestras gafas; equivocar la palabra es equivocar la cosa”.
Escuchamos al ultramontano derechista Fontana predicar en defensa de “la raza blanca” ante la “invasión de los inmigrantes”. Y a Salvini, paladín de la Lega, recoger el guante advirtiendo contra la imaginaria “invasión que conduce al caos total en nuestras sociedades”. Todo gira en torno a la desorientada identidad occidental, que ya no se reivindica en nombre de los grandes valores ilustrados, sino desde el más rancio esencialismo, aquel que se presenta como el auténtico “ser” de las naciones. De ahí los impenitentes ataques a la Unión Europea, diseñada precisamente para evitar los odios nacionales.
El antieuropeísmo y el racismo surgen de la inseguridad, de descubrir que ya no somos el heraldo del mundo sino una parte más de él. Esencializamos la diferencia porque no queremos ser específicos, sino seguir hablando en nombre de la humanidad. Y es ahí donde brota el miedo a la permeabilidad entre un ellos y un nosotros. Europa sigue buscando el papel que quiere jugar en el mundo, y se equivoca evaluando su crisis por el color de la piel antes que por su decadencia de valores. Si finalmente triunfan las interesadas fuerzas que retornan a la identidad entre raza, fe y geografía, Europa merecerá con creces su futura insignificancia.