El Salto.– “Tranquila, son cosas que pasan”, dice amablemente la dependienta cuando se me cae un tarro de mascarilla facial al suelo. Se ha roto y la crema con ingredientes 97% orgánicos chorrea por un lado. “Coge otra”, añade. Detrás de mí, otra mujer blanca espera su turno para pagar. Más atrás, tres gitanas aguardan el suyo. Para ellas no ha habido tanta comprensión cuando comprábamos potingues y lápices de ojos en una perfumería de un centro comercial de Portugalete (Bizkaia). Nada más entrar, una dependienta se ha puesto muy nerviosa ante su presencia; el guarda de seguridad ha aparecido en la puerta. Otra dependienta no se ha separado de las cajas de perfumes, que iba organizando en las baldas de cara a la campaña de Navidad. Yo soy blanca.
La Asociación de Mujeres Gitanas de Euskadi Amuge ha llevado a cabo un testing, una técnica de investigación utilizada por entidades como SOS Racismo con la que ha demostrado su tesis de partida: las mujeres gitanas sufren racismo en casi todas las tiendas en las que entran a comprar. Concretamente, en el 80% de los establecimientos.
El experimento se realizó entre el 26 de octubre y el 15 de noviembre. Ocho grupos compuestos por mujeres gitanas, mujeres blancas y observadoras que grababan las compras visitaron 15 supermercados y cinco centros comerciales en seis comarcas de Bizkaia. El Salto fue invitado a participar como observador durante la jornada del 15 de noviembre, en la que se visitó un supermercado y cuatro tiendas de un centro comercial (una tienda de deportes, una perfumería, dos tiendas de ropa).
No es lo mismo ser blanca que ser gitana, tampoco cuando compras el pan, unas medias o unas zapatillas. “Preferimos ir al mercadillo, todo es más fácil”, explican las mujeres. El Salto ha constatado persecuciones, cuchicheos, nerviosismo y palabras inapropiadas. Era previsible y resulta desagradable: “Hasta que no vienes aquí y lo vives, no te das cuenta de todo el seguimiento que sufren”, explica Gloria Alhambra, una de las dos mujeres que registró audiovisualmente el experimento.
“He grabado todo el proyecto y puedo concluir que las dependientas no disimulan, casi es automático: cuando las mujeres entran en las tiendas, sabes que las van a observar y que un dependiente va a mover una caja vacía para perseguirlas”, añade Henar Etcheverria. El testing ha sido subvencionado por la Diputación Foral de Bizkaia.
“¿Qué he hecho yo para que llamen al guardia?”
Sheila, Desi y S. son las tres mujeres a las que acompañamos. “¿Qué he hecho yo para que llamen al guardia?”, se pregunta una de ellas. “Solo he tocado un perfume, tú lo puedes romper”, indica en referencia a la mascarilla. Los años pasan y nada cambia para ellas: “Nos juzgan nada más entrar. Quieren que salgas de la tienda. Se liberan cuando te vas, se quedan más tranquilos, y nosotras también. Porque no miramos el género ni compramos a gusto, vamos con prisas porque es como si te estuvieran echando”, explican sobre el estrés que implica el trato discriminatorio que reciben.
Coinciden en que el momento más violento de ese día ha tenido lugar en la tienda deportiva, precisamente porque varios dependientes y dependientas les han marcado el territorio de una forma tan invasiva que invitaba a abandonar la tienda. Cuando ellas y las registradoras finalmente han salido, las dos observadoras escuchamos comentarios hirientes e indisimulados —como si no estuviéramos presentes, como si tampoco importara que lo oyéramos— sobre las tres gitanas.
Otro día, otro grupo registra una situación parecida: “Disculpa que no te atienda bien, es que vienen a liarla”, expresa una dependienta a una observadora, queriendo hacerla cómplice de un racismo estructural.
“Nosotros los gitanos tiramos hacia delante, queremos un futuro mejor para nuestros hijos, pero no nos dejan, nos tienen así”, sostienen las gitanas sobre la frustración e impotencia con la que viven su día a día, que no mejora con la edad —en el testing participan distintas generaciones— ni si van acompañadas por sus parejas o hijos, aseguran.
La situación más forzada que atestigua este medio se vivió en el supermercado, de tamaño pequeño. Mientras el joven reponedor ignoró a las mujeres —a todas— y siguió cargando con yogures la cámara frigorífica, la cajera se fue alterando, llamó a una compañera ataviada con una camiseta corporativa que llegó del exterior con el objetivo de marcar a las tres mujeres gitanas. En todo momento, ambas ignoraron a las observadoras blancas. Podríamos haber robado hasta jamón de jabugo. Tras abonar una compra cotidiana, el refuerzo salió del establecimiento junto con las mujeres gitanas.
Los testing se han llevado a cabo en el Estado español en distintos ámbitos, como el racismo inmobiliario y el racismo en el ocio nocturno, pero esta es la primera vez que se realiza para medir el grado de antigitanismo que pervive en la sociedad en un acto tan cotidiano como hacer la compra.
Autoestima
La responsable de Amuge, Tamara Clavería, recuerda que esta criminalización “afecta a los derechos fundamentales de las mujeres gitanas, pero también a nuestra salud y a nuestra autoestima. Que nos avergüencen públicamente limita nuestra participación social”.
Luchar contra el antigitanismo en el centro comercial parece una tarea destinada al fracaso. En 2019, Amuge denunció públicamente y ante la red del Gobierno vasco contra la discriminación al centro comercial Zubiarte (Bilbao) por el hostigamiento que realizaron dos guardias de seguridad a trece niñas de entre 12 y 14 años y tres educadoras de la asociación a la salida del cine. “Ante la falta de protección jurídica, la única vía de denuncia es poner hojas de reclamación, que no tienen recorrido como comprobamos en Zubiarte hace dos años”, añade.
La asociación insiste en que la responsabilidad de estas situaciones no se debe a trabajadoras puntuales, sino que “consideramos probado que el personal de tienda y de seguridad reciben instrucciones basadas en prejuicios antigitanos. Existe una cultura arraigada que naturaliza tratar a las personas gitanas no como clientas, sino como sospechosas”.
Los datos cuantitativos del testing reportan que hubo persecuciones en 16 establecimientos, acusaciones verbales en cuatro, contacto físico en tres, invitación a demostrar ausencia de robo en uno y otras actitudes —miradas acusatorias o intimidantes, comentarios ofensivos, expresión de nervios y petición de refuerzos— en 16 casos. Todas las mujeres sufrieron un trato discriminatorio en varios establecimientos. Todo fue corroborado por observadoras independientes —voluntarias, personalidades de la cultura y periodistas—.