ELÍAS COHEN.- El pasado sábado, Robert Bowers entró en la sinagoga Árbol de la Vida en Pittsburgh y, antes de disparar indiscriminadamente a las personas que allí se reunían con motivo de los servicios religiosos del Shabbat, gritó «¡Todos los judíos deben morir!». Sus balas segaron la vida de once personas e hirieron a otras seis.
Podemos acudir a razones de actualidad que expliquen esta masacre -la peor matanza antisemita en la historia de EEUU- entre ellas, la crispación creciente en las sociedades occidentales, la radicalización a través de teorías de la conspiración y de noticias falsas o la progresiva desconfianza y celo hacia el diferente en esta poscrisis financiera. Pero son insuficientes para responder preguntas subyacentes en el consciente colectivo: ¿Por qué persiste el odio a los judíos? ¿Por qué siguen matándolos?
Tal vez falta una didáctica clara a la hora de explicar por qué perdura tanto odio hacia los judíos en el mundo. Algunos aducen que siempre se tiran piedras al árbol que da frutos. Esta metáfora puede explicar parte del problema, pero no todos somos, ni de lejos, fundadores de Google, grandes filósofos o directores de cine legendarios. Ya nos gustaría. Otros, con malicia, dirán que el papel de Israel en Oriente Medio ha generado estas nuevas y sangrientas olas de antisemitismo, justificando en esta ocasión que judíos norteamericanos tengan que sufrir, y ser asesinados, por lo que hace Israel. Muchos, afirmarán que el antisemitismo es cosa del pasado y que este que nos ocupa es un caso aislado, un acto vil llevado a cabo por un hombre enajenado.
Más allá de todo ello, lo cierto es que el antisemitismo ha permanecido, constante, en la psique occidental desde tiempos inmemoriales al decir del historiador norteamericano David Nirenberg. Una anécdota, quizás leyenda, da cuenta de la longevidad del antisemitismo: en la Francia de 1934, un George Steiner niño observó desde su ventana, junto a su padre, a una muchedumbre violenta que gritaba «¡Muerte a los judíos!». Su padre, le dijo: «No te asustes hijo mío, lo que ves se llama Historia».
Ciertamente, el rechazo a los judíos existe desde antes de la destrucción de Jerusalén en el año 70 DC, pero es a partir de entonces cuando se hace más palpable.
Los judíos viajaron por el mundo como nación sin tierra, se aferraron a sus tradiciones y a sus costumbres y las convirtieron en el centro de su existencia. Por ello, en plena homogeneización a la fuerza en todo Occidente, se convirtieron en los primeros diferentes. Al no asimilarse, fueron percibidos como hostiles, se les negaron derechos y, en la mayoría de los casos, se restringió su modo de vida al préstamo. Fueron, pues, concebidos como un cuerpo extraño en las naciones e imperios en donde se asentaron. Ese cuerpo extraño se transformó en el chivo expiatorio para gobernantes despóticos y para movimientos revolucionarios. Los judíos eran el culpable perfecto de todos los males: colectivo, anónimo, extraño. Habían matado a Cristo, controlaban el mundo pese a estar encerrados en guetos, conspiraban para debilitar a las naciones, eran comunistas y también capitalistas y estaban detrás de las guerras y de las revoluciones.
Los libelos y los falsos mitos sobre la maldad o las maquinaciones conspirativas de los judíos originaron -o justificaron a posteriori- persecuciones, discriminación, pogromos, y exterminios masivos. Las palabras, pocas veces inocentes, deshumanizaron a los judíos y los hicieron fumigables; los prejuicios contra ellos se asentaron en el transcurrir de los siglos y se hicieron tolerables. Huelga decir hasta dónde llegó el nacionalsocialismo alemán señalando a los judíos como los principales enemigos del Reich.
Bowers, según ha revelado la investigación en curso, era fiel seguidor de estas sempiternas teorías antisemitas. Si no fuera trágico, es hasta cómico el poder y la omnipresencia que, estos relatos, otorgan a los judíos. Pero risa, poca. Al final, como atestigua la matanza de Pittsburgh, los judíos siguen, seguimos, siendo atacados, y asesinados, por el hecho de serlo. Y la razón de ello es precisamente que los mitos antisemitas siguen estando de actualidad y no pertenecen a las bibliotecas.
Además, estos mitos han evolucionado. Si antaño los judíos mataban a niños cristianos para beberse su sangre, hoy los israelíes asesinan a niños palestinos por puro placer. Si hace un siglo los judíos planeaban dominar el mundo desde un cementerio de Praga, hoy lo han conseguido y es el lobby judío quien controla Washington junto a su gran aparato de propaganda hollywoodiense. Israel es ahora la excusa perfecta y sirve a muchos, que jamás se declararían antisemitas, para purgar la culpabilidad por el Holocausto. Reveladoras fueron, a este respecto, las palabras del Premio Nóbel José Saramago, en el año 2003: «el pueblo judío ya no merece simpatía por los sufrimientos que pasó.»
La normalidad con la que la sociedad convive con la amenaza constante hacia los judíos fue perfectamente descrita por David Gistau a propósito del atentado en la Sala Bataclan en 2015: los judíos son «personas en las que es posible detectar una culpa de ser que mantiene la muerte contenida en unos límites tolerables. Pongan un policía en la puerta de sus colegios y sigamos con nuestras vidas.» Pues eso, el agua moja, el cielo es azul y los judíos son odiados. Es algo normal.
Elías Cohen es secretario general de la Federación de Comunidades Judías de España (FCJE)