La alta comisionada de la ONU Michelle Bachelet envía una misión al país para investigar los abusos de las fuerzas de seguridad durante las protestas
SEBASTIÁN FEST. EL MUNDO.- Chile se mira en el espejo y no puede creer lo que ve. Es tan inusual lo que sucede y tan evidente la pérdida de control por parte del poder (y no solo del presidente), que la confusión es profunda y general. También entre los periodistas: días atrás una presentadora de televisión mostraba en vivo su mortificación por informar y opinar «desde una situación de privilegio» y no vivir «lo que vive mucha gente». Salió en su auxilio un psiquiatra para recordarle en qué consiste su profesión: «Es que para analizar hay que alejarse un poco, y eso no significa perder empatía; es el trabajo de un periodista». Dos días más tarde, un transeúnte abordó a una cronista y tomó el control del micrófono para explicarle otro aspecto importante de su trabajo, el equilibrio informativo: «Dejen de mostrar incidentes y violencia durante todo el día y sin pausa. Chile no es solo eso, en Chile están pasando hoy muchas cosas buenas».
Tenía razón el transeúnte: en Chile están pasando muchas cosas, y la más evidente en los últimos días es que la violencia comienza a ceder, aunque 17 regiones del país sigan en estado de emergencia, haya más de 3.000 detenidos, 18 muertos, cientos de heridos y graves denuncias de abusos de las fuerzas de seguridad. Como contrapartida, la protesta pacífica no cesa de crecer. Se vio este jueves en Valparaíso, ciudad sobre el Océano Pacífico que es, además, la sede del Congreso Nacional. Los parlamentarios cuentan con oficinas en Santiago, pero viajan más de una hora desde la capital para sesionar. Lo que se encontraron esta vez fue inesperado: una manifestación de camioneros apostada a las puertas del edificio del Congreso. Haciendo sonar el claxon incesantemente y mezclados con habitantes de la ciudad que golpeaban sus cacerolas, convirtieron el lugar en un pandemonio. Desde las escalinatas del Congreso y separados de los manifestantes por una reja, los parlamentarios miraban azorados. Muchos de ellos grababan con sus teléfonos móviles la protesta de sus representados. ¿Qué le parece que los políticos los estén observando y grabando?, le preguntaron a uno de los líderes de la protesta. La respuesta fue demoledora: «Están cagados de miedo».
La escatológica descripción vale para toda la corporación política y empresarial chilena, no solo para los miembros del Congreso. La dinámica desatada es fluida e incontrolable, y en sus manifestaciones más extremas recuerda al «que se vayan todos» que atronó durante el colapso económico-social argentino de 2001 y 2002. Si el viernes pasado estallaron las protestas estudiantiles por una subida del billete de apenas 3,75%, siete días después el panorama es muy diferente: los manifestantes son muchos más, chilenos de todas las clases sociales y edades que están aprovechando el momento para canalizar frustraciones y demandas reprimidas por mucho tiempo.
En Plaza Italia, el centro neurálgico de las manifestaciones, se ve de todo: desde una no despreciable cantidad de gente que se destaca porque protesta desnuda, hasta banderas de España y de Cataluña. Las manifestaciones son pacíficas y por momento muy festivas: si este jueves se veía una gran leyenda que rezaba: «Somos el pueblo y el carnaval», días atrás la música electrónica movía a las masas en Concepción. Fue una rave a pleno sol y en la que, como excepción, los carros hidrantes no lanzaron agua para dispersar a la gente, sino para asociarse a la fiesta.
La presión popular está logrando cosas impensables: si hasta hace 20 años los chilenos debían trabajar, por ley, 49 horas semanales, hoy reclaman bajar a 40 las 45 actuales. El gobierno de Sebastián Piñera había hecho oídos sordos a esa reivindicación, a la que calificaba de «inconstitucional», pero este jueves la Cámara de Diputados dio el primer paso al aprobar el proyecto.
PARÁLISIS Y DUREZA
Tras la parálisis y la dureza inicial que mostró, Piñera está tratando de subirse a la ola de la crisis y aprovecharla en su favor, pero podría ser tarde para un presidente que ordenó el primer toque de queda en la era democrática. Muchos de los manifestantes afirman que las medidas son «insuficientes» y llegan con demora, algo en lo que coincide buena parte de la oposición. «Son anuncios cosméticos que no terminarán con las manifestaciones», dijo el diputado comunista Daniel Núñez. Y el gran problema que está creciendo ahora, y de cuya dimensión aún no hay certeza, es el de los abusos de las fuerzas del Estado.
El presidente recibió el miércoles a Sergio Micco, director del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), que le trasladó su «grave preocupación por la violación de los derechos humanos cometida durante estos días de protestas». Micco, jefe de un organismo que es autónomo, aunque se financia con fondos públicos, hizo denuncias serias: torturas, disparos contra civiles, maltratos físicos y verbales, violencia sexual. Que los militares sean hoy los responsables del orden público en las calles es todo un problema, porque la democracia no tolera los usos de la dictadura que terminó hace apenas 29 años. Muchas de esas conductas siguen vivas entre no pocos de sus efectivos.
«Piñera debería transmitir claramente a las fuerzas de seguridad chilenas que deben respetar los derechos humanos y asegurarse de que los agentes implicados en abusos sean investigados», dijo el chileno José Miguel Vivanco, director para las América de Human Rights Watch. Michelle Bachelet, ex presidenta chilena y alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, enviará una misión al país para investigar los abusos.
La situación es delicada, porque el presidente ya envió a las calles más de 20.000 efectivos de seguridad, entre militares y policía, y pese a ello está cada vez más lejos de tener bajo control a una sociedad civil empoderada y entusiasmada ante lo que se siente capaz de lograr.