Las cuarentenas han sido utilizadas a veces en la historia para confinar a las minorías y limitar las libertades, una vez pasadas las crisis
CECILIA BALLESTEROS. EL PAÍS.- La actual pandemia del coronavirus ha hecho recordar la devastación de plagas antiguas: la llamada gripe española de 1918, la plaga de Justiniano que asoló el Imperio Bizantino en el siglo VI o la más famosa de todas, la Peste Negra, que apareció por primera vez en Europa en 1346. Aquella enfermedad asesina dio origen a la palabra cuarentena (del italiano quaranta giorni), que se aplicó en Venecia en 1370. “¡Feliz posteridad, que no experimentará una tribulación tan abismal y contemplará nuestro testimonio como una fábula!”, escribió Petrarca a un amigo en una Florencia en cuyas calles se respiraba el pánico. En solo siete años, murieron casi 50 millones de personas en el Viejo Continente, el 30% de su población. Pero Petrarca se equivocaba.
Terribles epidemias volverían en los siglos posteriores con sus secuelas de desolación y muerte e impondrían medidas de emergencia y hábitos sociales, también prejuicios. La estigmatización de las víctimas por raza o religión con fines políticos —culpar a los extranjeros, a los judíos, a los diferentes— es tan antigua como la humanidad. A ese peligro se suma hoy, en nuestra sociedad digital, como señala el analista Ricardo Dudda, el riesgo de que el miedo lleve a los Estados a ejercer una hipervigilancia orwelliana incluyendo nuestras constantes biomédicas. “La globalización va a cambiar, nos van a pedir certificados médicos, cambiará como ya lo hizo después del 11-S. No soy optimista”, dice el autor de La verdad de la tribu, La corrección política y sus enemigos.
“Todos los que podían ocultar sus malestares lo hacían para evitar que los vecinos rehuyeran su presencia y se negaran a conversar con ellos, y también para evitar que las autoridades clausuraran sus casas”, escribió Daniel Defoe en El año de la peste. Aunque el creador de Robinson Crusoe no vivió el brote de la variante bubónica que mató a la quinta parte de la población de Londres en 1665, describe una ciudad bajo el asedio del miedo. Ante la muerte o la posibilidad de ser encerrados en sus casas junto a sus familias, mezclados sanos y enfermos, con un vigilante a la puerta, la gente huía al campo propagando la enfermedad. La metrópoli se inundó de cruces rojas que marcaban las viviendas infectadas así como de astrólogos, chamanes y tahúres. Se intentó censurar los libros que atemorizaban a la población, se arrestó a algunos propagadores de bulos, pero fue en vano. Como dice Defoe, “el Gobierno no deseaba exasperar al pueblo, que ya estaba completamente fuera de su sano juicio”.
En los siglos siguientes, el miedo a la fiebre amarilla obligó a los barcos a izar una bandera de ese color durante el día y a encender una luz por las noches hasta que se les permitiera atracar. “La abominable bandera amarilla todavía marca nuestro barco como afectado por la plaga. Las otras naves se apartan de nosotros, por miedo a contaminarse”, escribió un viajero, Edwin Montague, bloqueado en el puerto de Mahón en 1848, cuando regresaba a América desde Tierra Santa. Posteriormente, cuando la cuarentena ya tenía cierta base científica, las autoridades también recurrieron a los confinamientos.
En el siglo XX el sida fue la epidemia más dolorosamente estigmatizante, culpando a los enfermos por unas prácticas sexuales supuestamente inmorales. El siglo XXI ha traído nuevas amenazas y también viejos métodos. En la epidemia de la neumonía asiática, el SARS de 2003, Canadá confinó la provincia de Toronto, medida que fue muy criticada, y expulsó a los canadienses de origen chino de sus casas; y en México, cuando el brote de N1H1 en 2009, el Gobierno aisló la capital durante cinco días. La primera oleada del ébola en 2014 en África occidental, que se origina por el contacto físico y causó más de 11.000 muertes en dos años, también convirtió a los contagiados en indeseables y hasta el presidente Barack Obama se planteó cerrar las fronteras estadounidenses a los viajeros procedentes de esa zona.
Ahora, mientras los científicos se afanan por encontrar un remedio contra el coronavirus, los Gobiernos limitan la libertad de movimientos de los ciudadanos y el presidente Donald Trump insiste en hablar de “virus chino”, no está de más tener en cuenta que la pandemia del miedo al otro se contagia igual que en la Edad Media y que las medidas de emergencia muchas veces vienen para quedarse. “Ya estamos viendo lecturas nativistas de la situación. El presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, ha dicho que la raza mexicana tiene ciertas peculiaridades que la protegen del virus. Cuando se adoptan medidas excepcionales, invocando la seguridad nacional, es muy difícil quitarlas. Ahí está el ejemplo de Francia, que mantuvo el estado de emergencia tras los atentados de Bataclan durante dos años”, asegura Dudda.
Casas de judíos y campos de concentración
Durante la Revolución Industrial, muchos países europeos reforzaron el encierro de los ciudadanos con la innovación de los “cordones sanitarios”. En un caso no exento de racismo, un grupo de inmigrantes irlandeses fue aislado por ser sospechoso de padecer cólera y luego brutalmente asesinado en Pensilvania en 1832. En 1892, durante un brote de fiebre tifoidea en Nueva York, los emigrantes judíos fueron deportados a la lejana isla Hermano del Norte, mientras el resto de la población seguía con su vida normal, según recordaba Howard Markel, autor de Cuarentena, en un reciente artículo en The New York Times. Los numerosos chinos de San Francisco también fueron confinados en 1900 por la peste bubónica por idénticos motivos. Años más tarde, durante la gripe española de 1918, que acabó con la vida de unos 50 millones de personas justo cuando Europa aún no se había recuperado de las secuelas de la Primera Guerra Mundial, se acusó a los alemanes de haber introducido agentes patógenos en latas de conserva.
Sin necesidad de epidemias, los Gobiernos también han recurrido a cuarentenas étnicas. Ya antes de la Segunda Guerra Mundial, en Austria y Alemania existían las casas de judíos, lugares insalubres. Tras la invasión alemana de Polonia, el 1 de septiembre de 1939, los nazis crearon los primeros guetos judíos en los territorios ocupados y se calcula que, de los seis millones de víctimas del Holocausto, 800.000 murieron en estos barrios. En Estados Unidos, el presidente Franklin D. Roosevelt aprobó durante la guerra la orden ejecutiva 9066 por la que se evacuaba a más de 120.000 japoneses estadounidenses o de ascendencia nipona a campos de concentración ubicados en el oeste del país. En condiciones de vida deplorables, unos 30.000 murieron confinados en California.