La abogada nigeriana Fatima Shehu denuncia el doble trauma e impunidad que sufren las nigerianas desplazadas por la violencia del grupo terrorista en el noreste de Nigeria
OSCAR GUTIÉRREZ. EL PAÍS.- La abogada Fatima Shehu no se puede quitar de la cabeza la imagen de una niña de 10 años. La menor había sido violada en repetidas ocasiones por su padrastro. La madre lo sabía, así que Fatima habló con ella para que denunciara. «Me dijo que no, que no le quitase a su marido de su lado, que nadie cuidaría entonces del resto de sus hijos». Y si Fatima y su organización encontraban alguna manera de cuidar y llevarse a la niña, que lo hicieran. Se encontraban en un campo de desplazados del Estado de Borno, en el noreste de Nigeria, corazón de la brutalidad de la secta terrorista Boko Haram. Es el «círculo vicioso» del que se nutren los abusos, la violencia y el terror, dice esta nigeriana, directora de la Red de Organizaciones de la Sociedad Civil de Borno. Si las mujeres no tienen voz para denunciar a sus verdugos, las fechorías de unos y otros se reproducen hasta el infinito. Y vuelta a empezar.
Fatima Shehu nació en agosto de 1976 en Maiduguri, capital del Estado del que Boko Haram —que del hausa podría traducirse como «la educación occidental está prohibida»— ha querido hacer su particular emirato. En la última década, en la que el grupo liderado por Abubaker Shekau ha atacado y atentado al sur del Lago Chad, entre 20.000 y 30.000 personas han muerto y más de dos millones han tenido que dejar sus hogares. Según datos de la ONU, unas 7.000 mujeres han sufrido la violencia sexual de manos de los armados de Boko Haram. El secuestro en abril de 2014 de las más de 200 niñas de Chibok puso la guerra contra la secta en la picota mediática. «Pero ese fue solo uno de los cientos de casos de secuestros de mujeres que se estaban produciendo», apostilla Fatima, «antes ya se habían raptado a muchas otras y después también».
La secta terrorista, dice esta letrada, de visita en Madrid para participar en un acto sobre el Lago Chad organizado por Oxfam Intermón, sigue no obstante secuestrando a mujeres. «Son muy dinámicos, no sé cuáles son sus objetivos, pero siguen cambiando y adaptándose». Raptan, las violan, las mantienen como esclavas sexuales, las manipulan para que atenten como suicidas y algunas son liberadas por el Ejército o escapan durante la noche. Y luego, ¿qué? «La violación de mujeres o niñas no se limita a Boko Haram, tenemos muchos casos de violaciones del propio Ejército y de los grupos civiles de defensa». La Red de Organizaciones de la Sociedad Civil de Borno, que preside esta abogada, está presente en 17 campos de desplazados de este deprimido Estado nigeriano. En todos ellos han recibido denuncias de jóvenes asaltadas sexualmente por estos dos grupos: cuando iban a recibir sus alimentos, cuando iban en busca de madera para el fuego, cuando pidieron ayuda a algún uniformado para trasladarse por los campos…
La organización Human Rights Watch ya documentó en octubre de 2016 43 casos de abusos sexuales en siete campos en este mismo Estado nigeriano. El Gobierno de Muhamadu Buhari ha abierto una investigación que aún no ha dado con conclusión alguna. «Eso desmoraliza a la comunidad y reduce la confianza del pueblo en el Gobierno», afirma la letrada. Ha habido algunas detenciones y sentencias judiciales contra los uniformados, pero, como relata Fatima Shehu, «estamos más cerca de la impunidad que de la responsabilidad». La organización que representa esta abogada ha recibido denuncias sobre todo de violaciones cometidas por los comités civiles, nacidos para defender con armas ligeras las poblaciones allí donde el Ejército no llega. Esta fuerza de intervención se ha hecho con la seguridad interna de muchos campos. «¿A quién denuncias si se comete un crimen? ¿Cómo vas a denunciar en este comité lo que ha hecho uno de sus miembros?», señala la abogada, ponente el pasado año en una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU dedicada a la crisis humanitaria desatada por la violencia de Boko Haram.
Recuerda Fatima también el caso de una menor que denunció siete meses después de ser forzada a mantener una relación sexual. Fue cuando se dio cuenta de que estaba embarazada. No había manera de probar lo que había pasado. «El conocimiento que tienen las víctimas», dice la abogada, «es muy bajo. Por ejemplo, muchas se lavan después del acto y las evidencias, como el semen o la sangre, desaparecen». Tampoco suele haber testigos en el momento del delito. Eso para aquella joven que quiera denunciar, pese al temor de que los grupos que controlan el campo la echen de allí. O pese al doble estigma que ya cargan muchas de ellas: ya fueron vejadas por Boko Haram, ahora los son por los que debieran defenderlas.
Dicho todo esto, ¿cuál es el principal enemigo de las mujeres en Nigeria? «La sociedad nigeriana», responde Fatima. La que reduce al mínimo el papel de las mujeres; la que las silencia y sepulta para que no denuncien. Otra foto que no se quita de la cabeza. La niña tenía seis años. Su madre la había llevado a una clínica del campo de desplazados porque tenía una herida que se había hecho, según su versión, al caerse. «Tras un examen médico», relata la abogada, «se dieron cuenta de que sangraba desde sus órganos sexuales, por una herida más profunda que la que decía la madre». La organización de Fatima denunció a la madre, pero la precariedad de la clínica no pudo reunir las evidencias suficientes para que el caso siguiera adelante.