OLMO CALVO. EL MUNDO.- Dos días después de la acción infame de la periodista Petra Laszlo provocando la caída de al menos dos refugiados, millones de personas saben lo que sucedió gracias a que éramos muchos periodistas trabajando en ese lugar.
Otros compañeros y yo, como cada día, nos levantamos temprano para ir a la frontera. Cuando llegamos había cientos de personas abarrotando el terreno donde las autoridades húngaras retienen a los refugiados cuando entran al país. Había gente despierta, desayunando o guardando sus cosas en mochilas, y otra aun durmiendo dentro de tiendas de campaña o enfundada en sacos y mantas esparcidas por el suelo.
A su alrededor cerca de 300 policías controlaban que nadie saliese.
Pero, como sucede a diario, pasaban las horas, el sol se elevaba y llegaban más y más grupos de refugiados.
El lugar estaba lleno de basura y restos de hogueras. Mientras caminaba haciendo algunas fotos se me acercó un hombre procedente de Siria y me dijo «Odio Hungría. Son unos animales» y se marchó inmediatamente. Yo continué retratando el improvisado campamento cuando escuché unos gritos y me acerqué corriendo. Era mediodía y una mujer cansada de esperar intentaba pasar el cordón policial con una niña en sus brazos mientras afirmaba desesperada que quería regresar a Serbia porque no soportaba más el trato que le daban allí.
Varios agentes le impidieron el paso y se vivieron momentos de nerviosismo.
Poco después llegó un autobús y cientos de personas se abalanzaron sobre él para intentar entrar, pero sólo unas pocas lo consiguieron.
La tensión continuaba latente y a las 13:30 horas unas decenas de refugiados encabezaron a una multitud que avanzó hacia la línea de policías que cerraba el campamento por la parte de atrás. Los agentes sacaron sus porras y ‘sprays’ de pimienta para intentar frenarles. Algunos cientos escaparon corriendo entre las plantaciones de girasoles y maíz y el resto fue contenido por los uniformados. Pero diez minutos después una nueva oleada marchó por el mismo camino.
Yo me encontraba en esa tierra de nadie donde los policías y los refugiados se mezclaban con el polvo, los gritos y las ansias de libertad.
De repente, entre la multitud, apareció un hombre corriendo con un niño abrazado a su cuello intentando sortear a los policías. Me dio tiempo a acercarme mientras les seguía con la mirada. Éramos muchos periodistas y yo intentaba encuadrar sin que saliésemos ninguno de nosotros. En ese momento veía a varios justo detrás suyo y quería esperar para hacer la foto. Fue entonces cuando vi cómo cayeron enfrente mío. Me quedé paralizado durante un segundo pensando si había visto a la mujer rubia que llevaba la cámara ponerle la zancadilla o me lo había imaginado. No podía creérmelo. El hombre y el niño se levantaron de inmediato y continuaron su carrera. Yo reaccioné e hice algunas fotos y les seguí junto a algunos policías. Les hice muchas fotos después, mientras los agentes detenían su camino.
Luego tomé la ruta de los que sí consiguieron escapar del cerco policial. Estuve horas entre prados, bosques y vías de tren compartiendo la huida de algunos refugiados afganos. Por la tarde, cuando por fin conseguí llegar a mi ‘hostel’ me vino a la cabeza la imagen de la mujer con la cámara haciendo la zancadilla al hombre con el niño en sus brazos. Allí, hablando con varios fotoperiodistas y mirando internet comprobé que no me lo había imaginado. Fue real, sucedió. Ahora la mujer ya tenía nombre, Petra Laszlo y, por suerte, alguien lo había grabado. Sí, a veces nuestro trabajo sirve para algo, para visibilizar cosas que si no permanecerían ocultas. Aunque sólo sean pequeñas chispas en la noche, merece la pena, porque si no la oscuridad sería absoluta.