Un colaborador de EL MUNDO, agredido en Trafalgar Square tras oírle hablar castellano
ALBERTO MUÑOZ. EL MUNDO.- Son apenas las cinco de la tarde y hace un calor inusual para un día de finales de octubre en Reino Unido. Mi amiga Consuelo y yo paseamos por una de las calles adyacentes a Leicester Square, muy cerca de la famosa tienda de M&Ms, mientras ella trata de orientarme en medio del caos que para mí supone Londres.
«Hacia allá está Trafalgar, y justo por esa calle hacia la izquierda llegas a Picadilly», dice. Yo asiento, como si me enterase de algo, pero soy consciente de que sin mi teléfono móvil seguramente no sabría ni volver a casa.
Como yo, que aterricé en Londres hace tan sólo un mes, miles de extranjeros llegan cada año a la deslumbrante capital británica en busca de las oportunidades que no encontraron en su país. En concreto formo parte de esos tres millones y medio de europeos que en este momento sustentan la base económica y cultural de una nación que hace tan sólo un año y medio votó en referéndum por un escueto margen del 2% que no nos quería aquí.
Pero Londres sigue siendo la tierra de las oportunidades europea y así lo ve mi amiga, arquitecta, y aún enamorada perdidamente de la ciudad.
«¿Has visto esto?», señala mientras bordeamos un enorme edificio en construcción que da a la entrada de la Westminster Reference Library. «No sabes lo que me gustaría trabajar en algo como…».
Entonces, un joven se abalanza sobre mí y le pido que se calme. «¿Que me calme? ¿Que me calme?», me espeta mientras nos rodea junto a sus dos amigos, también blancos y británicos.
No sabemos muy bien qué dicen, porque emplean un inglés incomprensible para nosotros, pero por sus gestos de odio y desprecio entendemos que la cosa va más allá de una simple agresión sin motivo. Ante nuestros gestos de desconcierto, uno de ellos decide arrearme un tortazo. Por detrás, los otros dos integrantes de la pandilla no lo tienen tan claro. Uno intenta tirarme al suelo, rompiéndome el abrigo, mientras el otro se me echa encima. Inmovilizo con la izquierda al primero, propino un golpe al segundo con la derecha pero me faltan manos para el tercero, que me da una patada en los testículos y un intento de gancho en la nariz que consigo esquivar sólo a medias.
Es en ese momento cuando, en medio de los gritos de Consuelo, vuelvo a repetirles que lo dejen. Uno se adelanta, aún guarda la distancia, y me muestra en su mano derecha un objeto negro que reconozco como una navaja automática. «¡Vamos pínchalo! ¡Apuñálale joder!», jalean sus compañeros mientras él esboza una media sonrisa.
En sus mentes está que corra, en la mía sólo hay una idea que pasa como un flash. Familia. El cuchillo dicta que es él o yo. Uno de los dos no se va a levantar si decide seguir por ese camino. Sin ser consciente, yo ya he tomado mi decisión.
Él, tras unos segundos evaluando mi respuesta, opta por guardar la navaja. «¿Quieres más? ¿No? Venga anda vámonos, ya le hemos partido la nariz a éste», anuncia con desprecio mientras suben hacia Leicester Square.
En la puerta de la biblioteca, dos mujeres visiblemente afectadas que han presenciado toda la escena nos conducen al interior y llaman a la policía, que tarda casi media hora en acudir. «¿Por qué crees que ha pasado? ¿Les provocaste de alguna forma?», me pregunta la oficial mientras recoge mis datos. «Sinceramente creo que ha sido porque íbamos hablando en español, ni siquiera han intentado robarnos», contesto yo, que siento que dos británicos en nuestra posición seguramente no habrían sido agredidos.
«No lo creo», responde fríamente ella, aunque al final tiene que ceder y registrarlo como un incidente racista ante mi insistencia.
Su compañero por su parte nos reconoce el problema que están teniendo con las bandas de adolescentes últimamente. Hace una semana, un grupo de ellos apuñaló mortalmente en el corazón a un solicitante de asilo afgano de 20 años mientras jugaba al fútbol en un parque. Todo ello tras un año en el que la criminalidad ha ascendido un 13% en Inglaterra y Gales y donde los 12.074 asaltos a punta de cuchillo registrados en Londres han supuesto un aumento del 24% respecto a 2015.
Cuando preguntamos cuándo podrán identificarlos, dando por hecho que en pleno centro de la ciudad con más cámaras de vigilancia del mundo todo habría quedado registrado, su respuesta se limita a lamentar que en ese momento todas las del área de Westminster estaban apagadas. No quieren encontrarlos. Pero ellos a nosotros sí.
Los tres adolescentes agresores nos esperan a la salida de la biblioteca -la policía, con sus descripciones aún recientes, había abandonado el edificio apenas un minuto antes- y tenemos que volver a entrar y esperar otro cuarto de hora hasta que regresan. Les pedimos que, ya que no van a buscarlos, al menos nos acompañen al metro. A medio camino nos dicen que podemos apañárnoslas solos.
Su actitud, sin embargo, dista mucho de la que tienen quienes me reciben en urgencias. De allí saco el diagnóstico que certifica una pequeña rotura del tabique nasal y un hematoma testicular, pero también recibo las lágrimas y las disculpas de dos doctoras británicas por lo sucedido.
«Por favor no pienses que somos todos así. Las cosas van a mejorar, ya verás cómo encuentras a gente tan maravillosa como tú en Londres», me reconforta una de ellas.
Exactamente esa dicotomía es la que tiene dividida al país. La misma que se puede ver en el Gobierno, que por un lado asegura a los ciudadanos europeos que mantendrán sus derechos como muestra de buena voluntad en sus negociaciones con la Unión Europea mientras que por el otro trata de crear un «clima de hostilidad» hacia los inmigrantes para empujarles a irse por su propio pie.
Mientras tanto, y aún con 16 meses por delante hasta que Reino Unido abandone definitivamente la comunidad europea, los delitos de odio aumentaron un 29% durante el primer año post referéndum cosechando los peores registros desde que se tienen datos. Este año, además, ya va camino de empeorar aún más las cifras después de la oleada de ataques con ácido que encumbró a Londres como capital mundial de este tipo de agresiones.
Convertida ya en una contradicción en sí misma, la capital británica se divide ahora entre quienes apuestan por la multiculturalidad que la ha convertido en una ciudad mágica y los partidarios, tanto externos como internos, de emplear la palabra y/o la fuerza para acabar con la tierra de las oportunidades europea.