DIANA MANDIÁ. EL DIARIO.ES.- Costel, Petre-Roman y Zaharia han crecido y estudiado juntos en Urziceni, una ciudad de 17.000 vecinos a 60 kilómetros de Bucarest. Terminaron el bachillerato y empezaron a trabajar como jornaleros agrícolas, el mismo empleo de sus padres en las antiguas granjas estatales del comunismo, que ellos ya no recuerdan, y que ahora, privatizadas, reemplazan a los hombres por tractores.
«Por cuatro o cinco euros al día. Y las ayudas por hijo, 10 euros cada uno. Con eso te compras un pollo y cuatro barras de pan”, cuenta Costel, de 21 años. «De seis de la mañana a seis de la tarde”, precisa. E insiste: «Por eso, cuatro o cinco euros, ¡al día, no a la hora!”.
Así que hace dos años decidieron marcharse, los tres juntos también, y probar suerte en Francia. Compraron un billete de autobús para ellos y para sus mujeres, padres y hermanos, todos en paro, y cruzaron Europa. «En total, unas 20 personas, 70 euros cada billete”, calcula el chico, que de los tres amigos es el que más soltura tiene con el francés, su segunda lengua en el instituto, y el único soltero.
Llegaron a Lamanon, cerca de Salon de Provence (sur de Francia) y ocuparon una casa abandonada. Cuando la policía los expulsó el pasado verano huyeron a Martigues, a una hora de Marsella en tren, y se instalaron en otro edificio vacío del barrio de Saint-Jean. Desde entonces esta vieja propiedad del estado –que albergó intermitentemente a familias de trabajadores públicos- es la casa de los roms, el hogar de unas 40 personas, la mayoría de etnia gitana, en la que abundan los matrimonios jóvenes y los niños con chupete.
Solo dos personas han encontrado trabajo en un restaurante de la ciudad. El resto tira como puede vendiendo chatarra de lavadoras o frigoríficos. Todos son ciudadanos europeos de pleno derecho que hasta 2014 tuvieron vetado el acceso al empleo en muchos países de Europa Occidental, Francia entre ellos. Conforman también el grupo 17.000 personas que, según el informe de enero de la Ligue des Droits de l’Homme, duermen en chabolas o casas vacías de todo el país, cuando no sobre el simple asfalto de la acera o en una furgoneta.
En un país de 66 millones de habitantes, la demonización de unos cuantos miles – una población estable desde hace años entre las 15.000 y las 20.000 personas- tiene visos de paranoia. Despreciados ya en los tiempos de Sarkozy, que los acusó de delincuentes en su célebre discurso de Grenoble en 2010, el hostigamiento a los roms no cesó con la presidencia de François Hollande. Manuel Valls, que acaba de ser nombrado jefe de gobierno después de la debacle electoral de marzo, siguió azuzándolos desde el Ministerio de Interior –ese que lo convirtió, como les gusta decir a los franceses, en el primer policía del país.
Sus declaraciones a la prensa del año pasado, en las que aseguraba que los gitanos inmigrantes no tienen interés en quedarse ni integrarse en Francia, aún lo persiguen. Ya entonces hacía caso omiso de una circular firmada en agosto de 2012 por su ministerio y otros seis más que recomienda no desalojar los poblados chabolista sin antes encontrar una solución para las familias, especialmente en lo relativo a la vivienda.
Las cifras demuestran la irregularidad con la que se aplica la circular: de los 165 sitios, chabolas o casas vacías, evacuados por las fuerzas del orden en 2013, en solo 75 hubo alguna propuesta de realojamiento, según un informe de la ONG Romeurope y del European Roma Rights Center, con sede en Budapest. Además, el año pasado se duplicó el número total de expulsiones: 21.537 –una cifra que implica que todos los inmigrantes roms fueron víctimas de una al menos una vez- frente a las 9.404 de 2012.
En la práctica, muchos roms abandonan antes del desalojo sus cabañas de urgencia. Así evitan encontrarse con la policía y con las máquinas que aplastan sus refugios para impedirles volver. Cuando sí hay algún intento de realojo, este suele consistir en tres o cuatro noches de hotel para las mujeres y los niños. Pero las familias con frecuencia se niegan a separarse. Consecuencia: todos a la calle. Unos días después tienen otra chabola construida a pocos kilómetros o una nueva vivienda ocupada. El ciclo vuelve a empezar.
«Hacemos todo lo posible por quedarnos»
Costel, Petre-Roman y Zaharia han puesto unas sillas en semicírculo en el jardín y solo han aceptado hablar después de consultarlo con otro de los inmigrantes, uno de los mayores, que ejerce de autoridad en el grupo. Les preocupa mucho la imagen que la prensa da de ellos, más cuando la Prefectura tiene en sus manos su expulsión desde diciembre: una orden de evacuación «sin plazo” que le permite a la policía actuar en cualquier momento. La urgencia es muy relativa. La vivienda ocupa el trazado de una futura autovía que rodeará Martigues, pero las obras no empezarán antes de 2018 y ni siquiera está muy claro que lo vayan a hacer porque todavía no hay financiación para la infraestructura.
«¿Qué haremos si nos echan?”, se pregunta Costel. «Nosotros hacemos todo lo que podemos para quedarnos, no robamos, no molestamos, aquí todo está tranquilo, no hay fiestas. Cuando llegamos la casa estaba hecha un desastre. Una semana después, la teníamos limpia”. La apariencia de la vivienda es, efectivamente, impoluta pese a la precariedad. Las doce habitaciones se han repartido entre las familias y en las cuatro cocinas se guisa por turnos. La luz es un lujo de las mañana y de las noches –un vecino les ha prestado un grupo electrógeno-, y los tendales están repletos de ropa a secar. Los niños bajan del autobús del colegio y se detienen a mirarse en las ventanillas de los coches aparcados a la entrada. Es Carnaval aún en Martigues y los chavales traen puestas las máscaras hechas en clase.
«Sí, ellos hacen todo lo posible. Están inscritos en Pôle Emploi [el servicio de empleo francés], cosa que no es fácil porque aunque es su derecho en las oficinas no siempre les facilitan las cosas y cuando entran los roms no los quieren allí”, asiente Roland Bellan, miembro del Collectif Solidarité Roms de Martigues. Creado a partir de asociaciones ciudadanas y grupos políticos y sindicales –entre ellos, el Partido de la Izquierda o la ONG religiosa Secours Catholique- sus miembros han hecho frente común para que los inmigrantes puedan quedarse lo máximo posible en la vivienda. Se han reunido con el alcalde, el comunista Gaby Charroux, del que esperan que no acelere la expulsión, aunque por ahora lo único que tienen es la confianza.
En Martigues no hay proyecto como en la vecina Gardanne, donde las asociaciones lograron convencer al regidor, el también comunista Roger Mëi, de que era necesario organizar la acogida de los inmigrantes. Perseguidos y expulsados de Marsella y Aix-en-Provence, 79 viven ahora en caravanas en el terreno de una antigua mina, donde reciben orientación laboral y administrativa. En total, los municipios cuentan con 4.000 millones de euros del Estado y de la Unión Europea destinados a este fin, pero solo reciben presupuesto si redactan una iniciativa de inserción. Hacerlo es una decisión que puede costar votos. «El alcalde de Gardanne hizo campaña por los roms y se jugó el puesto”, recuerda Bellan.
Si Roger Mëi sufrió esta vez para repetir en el cargo, en Martigues la coalición del Frente de Izquierdas ganó holgadamente –la ciudad tiene alcaldes comunistas desde finales de los años 50. Pero hay algo que preocupa y escandaliza al activista aunque la izquierda permanezca imbatible en este enclave obrero del Mediterráneo: un Frente Nacional que se llevó el 21% de los votos y quedó segundo. Bellan no tiene más remedio que admitir que «racismo lo hay”, aunque en Martigues «no existe un movimiento contra los roms como en otros lugares y hay mucha gente que viene espontáneamente a ayudarlos”. Aun así, un vecino llegó a recoger firmas para que los echaran bajo el rocambolesco pretexto de que le molestaba el humo de la chimenea y el ruido que hacían al cortar leña.
Un trabajo «en lo que sea»
«Soy mecánico, pero estoy trabajando de cocinero. Me gusta más lo mío, pero estoy aprendiendo”, dice uno de los dos únicos hombres con contrato de trabajo en la casa de los roms. Ha tenido suerte; sus compañeros esperan aún que Pôle Emploi los llame al menos para ofrecerles algún cursillo con el que ganar experiencia. Pensaban que al inscribirse como demandantes de empleo como cualquier otro ciudadano europeo las cosas irían más rápido, pero nada se mueve. Hace unos días, una de las familias de la casa hizo las maletas y regresó a Rumanía, harta de esperar.
«Yo no quise ir a la Universidad. Es muy caro para mí y además eso no te garantiza un trabajo. Tengo amigos, roms como yo, que han hecho una ingeniería y que tampoco encuentran nada. Además, para nosotros es más difícil. Entre un rumano no rom y un rom siempre prefieren al primero”, lamenta Costel. Volvería «encantado” a su país dice, pero solo con un empleo mejor que los que ya tuvo.
Petre Roman , padre de un hijo de tres años y con otro en camino, busca trabajo «en lo que sea”. El primero de sus niños nació en Rumanía, queda ver si el segundo podrá llegar al mundo en Martigues. Su colega Zaharia, sin embargo, dejó a los suyos con el resto de la familia en Urziceni. La madre y él llevan dos años sin verlos. Una parte de los niños que entran y salen de la casa han nacido en Arles o en Montpellier, dos ciudades de la ruta de expulsiones de algunas de las familias.
No es el caso de Simona, prima de Costel, que tenía ya diez años cuando llegó a Francia. Desde 2010 ha vivido las huidas de Arles y Montpellier, la mendicidad y el abandono de la escuela. Hoy es una adolescente de 14 años, buena estudiante a pesar de su miedo inicial a volver al colegio después de años alejada de las aulas. Sus compañeros de clase le preguntan a menudo por sus condiciones de vida en la casa ocupada. «Yo lo explico y ya está”, asegura, muy tímida.
Como lo explicó, hace dos semanas, durante una fiesta que el colectivo de vecinos organizó en Martigues para reunir a los inmigrantes con el resto de los vecinos. Ella misma escribió un texto sobre su vida que leyó delante de los asistentes:
«Cuando llegamos a Francia mi tía ya estaba aquí. Llegamos a su casa, una casa ocupada. Colocamos las cosas y yo pregunté. ¿Dónde está el baño? No había. Eso me chocó mucho porque yo en Rumanía tenía baño. Allá mi padre trabajaba y nosotros íbamos a la escuela. Pero un día mi padre se quedó sin trabajo. Teníamos un crédito y no pudimos pagarlo. El banco se quedó con nuestra casa. En Arles empecé a pedir limosna. En Rumanía jamás lo había hecho, pero no teníamos otra solución. Me daba mucha vergüenza. Es difícil pedirle a la gente que pasa delante de ti. A veces te contestan mal, te dicen cosas desagradables».
Los niños como Simona son las grandes víctimas de las expulsiones. No solo por el sufrimiento de perderlo todo en cada una, sino también porque a menudo la escuela se acaba para ellos cuando su chabola desaparece. Encontrar una plaza cerca del nuevo refugio no siempre es fácil. En el poblado de La Parette, el más grande de la ciudad de Marsella, una asociación ha construido a principios de año una pequeña escuela entre las chabolas. Así los niños que se han quedado descolgados pueden tener al menos una precaria rutina académica mientras su situación no se resuelve.
El colegio protege también a los padres porque demuestra su voluntad de construir una vida en Francia. Es, además, obligatorio para todos los menores de 16 años independientemente de la situación familiar y legal de los padres. Cuando en octubre de 2013 el ministerio de Interior de Valls expulsó a Leonarda a Kosovo en plena actividad académica, no estaba echando del país simplemente a una niña con unos padres en situación irregular, sino a una estudiante de la escuela republicana.
Los menos queridos
Así se titula el epígrafe sobre los gitanos migrantes del último informe de la Comission Nationale Consultative des Droits de l’Homme, un repaso anual sobre el racismo en Francia que da la voz de alarma sobre el auge de la islamofobia y del rechazo a los roms migrantes, el último escalafón de la lista de despreciados. Víctimas de un «racismo desacomplejado”, percibidos como delincuentes y abusadores de ayudas públicas, el 87% de los franceses los considera, según este trabajo, un grupo aparte de la sociedad, 21 puntos más que hace dos años. El informe critica también el peligro de asociar a la comunidad gitana con la pobreza y la exclusión de las nuevas chabolas francesas. Si hay entre 350.000 y 500.000 personas de la comunidad zíngara en el país, los roms migrantes son solo una pequeña parte.
El estudio debería haberse hecho público hace ya unas semanas pero la celebración de las elecciones municipales lo atrasó a principios de abril. Su destinatario es siempre el primer ministro. La crisis de gobierno francesa ha querido que este sea Manuel Valls, el antiguo jefe de la política de expulsión.
El informe incluye también algunas reflexiones chocantes de algunos ciudadanos entrevistados: «Los adultos explotan a los niños y los obligan a robar para construirse casas en Rumanía. Lo han mostrado en la tele la semana pasada”, explica una señora a los investigadores. «Roban bolsos, agreden a las señoras, maltratan a sus perros. Yo les doy de comer a los perros, pero no a ellos”, afirma otra.
Aunque no hace falta irse a los estudios para constatar hasta qué punto la imagen del inmigrante gitano se degrada y simplifica la pobreza y la delincuencia. Estos días se celebra en Marsella un festival, Latcho Divano, dedicado a la cultura rom en Europa. Erika Boder, investigadora del European Roma Rights Center, presentó en el curso de estas jornadas un proyecto dirigido a las mujeres de poblados chabolistas de París, Lille y Marsella. En esta última ciudad, dos inmigrantes roms fueron seleccionadas y contratadas por su buen nivel de francés para hacer de mediadoras y recibir formación sobre sus derechos y deberes como ciudadanas europeas. Pero cuando al término de la conferencia Bodor y una de las asistentes entraron en un supermercado del centro de camino a la parada del tranvía, a la última le cortaron el paso.