Los desaparecidos y las fosas del incómodo pasado

| 17 julio, 2017

JULIÁN CASANOVA. INFOLIBRE.- Desaparecido fue el eufemismo con el que se denominó a las víctimas del terrorismo de Estado planificado y puesto en marcha por la dictadura militar en Argentina entre 1976 y 1983. El término desaparecido ya lo había definido uno de los golpistas del 24 de marzo de 1976, el general Rafael Videla, en respuesta a las primeras indagaciones y presiones internacionales sobre la represión: «Mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido».

Desaparecido en España no puede tener el mismo significado que en Argentina, porque en la dictadura argentina nunca hubo ejecuciones oficiales, todas eran clandestinas, y los cadáveres fueron enterrados en cementerios sin ningún tipo de identificación, quemados en fosas colectivas o arrojados al mar.

 
En España, sin embargo, una buena parte de las 100.000 personas que se llevó a la tumba la violencia militar y fascista durante la guerra y de las 50.000 que fueron ejecutadas en los 10 años que siguieron en la paz incivil de Franco, están identificadas, tienen nombres y apellidos y, aunque con muchas anomalías y falseamientos sobre las causas de la muerte, constan en los registros civiles de cientos de localidades que han sido rastreados por los historiadores.
 
De lo que se trata ahora es de conocer las circunstancias de la muerte y el paradero de otras miles de personas a las que nunca se registró, abandonadas por sus asesinos en las cunetas de las carreteras, en las tapias de los cementerios, en los ríos, en pozos y minas, o enterradas en fosas comunes. El número de víctimas sin registrar, desaparecidos, puede llegar, como mucho, a 30.000 en toda España, paseados casi todos en los primeros meses de la guerra, en el verano y otoño de 1936, o en las semanas que seguían a la ocupación de las diferentes ciudades por las tropas franquistas, desde Málaga a Madrid, pasando por Barcelona o Valencia. Asesinados sin procedimientos judiciales ni garantías previas hubo también miles en la zona republicana y aunque a casi todos ellos se les registró y rehabilitó después de la guerra, las excepciones a esa regla merecen también ser conocidas.

Pasan los años, décadas ya, y seguimos constantando lo difícil que resulta en la sociedad española tener una mirada libre hacia las experiencias traumáticas del siglo XX, recordar para aprender. Es la incomodidad que produce a muchos el recuerdo de la violencia franquista, ejercida desde arriba, durante 40 años, por el nuevo Estado surgido de la sublevación militar y de la Guerra Civil, que puso en marcha mecanismos extraordinarios de terror sancionados y legitimados por leyes hasta la muerte del dictador.

Todo se refiere a una historia real de asesinatos, tortura y violación sistemática de los derechos humanos, que destruyó a familias enteras e inundó la vida cotidiana de terror, humillación y castigo. Es una  historia real,  pero lo que hay frente a ella en muchos casos, incluidos algunos polítitos muy influyentes y conocidos, es indiferencia y desprecio hacia las víctimas y hacia todos aquellos que quieren honrarlas.

Por eso, no resulta sorprendente que cuando comenzó a plantearse entre nosotros, por fin, casi tres décadas después de la muerte de Franco, la necesidad de políticas públicas de memoria, como se había hecho en otros países, apareciera un enérgico rechazo de quienes más incómodos se encontraban con el recuerdo de la violencia, con la excusa de que se sembraba el germen de la discordia y se ponían en peligro la convivencia y la reconciliación. Acostumbrados a la impunidad y al olvido del crimen cometido desde el poder, se negaron, y se niegan, a recordar el pasado para aprender de él.

Para muchos españoles, el rechazo de la dictadura y de las violaciones de los derechos humanos no ha formado parte de la construcción de su cultura política democrática. Y por eso tenemos tantas dificultades para mirar con libertad, conocimiento y rigor a las experiencias traumáticas del siglo XX. Parece que estemos en un eterno debate y, en realidad, seguimos rodeados de miedos y mentiras. Y, lo que es más importante para el futuro, sin claras políticas educativas y culturales hacia esas manifestaciones de violencia.

Lo hemos propuesto muchas veces y nunca se ha hecho caso: debería crearse una Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas por la violencia política durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco. Esa comisión tendría que reunir la información ya elaborada por numerosos estudios, coordinar las investigaciones que sobre ese tema se están llevando a cabo en la actualidad y organizar una agenda de investigación sobre los hechos todavía inexplorados y las personas sin localizar.

Mientras que los vencedores de la la Guerra tuvieron reconocimientos y privilegios, lugares de memoria, y muchos de los  mártires de la Iglesia católica han sido ya beatificados, las familias de miles de republicanos asesinados sin registrar, que nunca tuvieron ni tumbas conocidas ni placas conmemorativas, andan todavía buscando sus restos. Es uno de los legados irresueltos que nos queda todavía de la Guerra Civil.

Más de 40 años después del final de la dictadura de Franco, el Estado democrático, sus principales responsables e instituciones, no quiere gestionar ese pasado de violencia y muerte, ni está interesado en tomar decisiones sobre políticas públicas de memoria y educación. La principal: rescatar del olvido y de las fosas a todas esas víctimas sin registrar o en paradero desconocido. Es una cuestión fundamental, de dignidad, más allá del debate historiográfico o de las ideologías políticas.

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Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, autor de ‘España partida en dos. Breve historia de la guerra civil’ (Crítica).

 
 

 

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