La tensión contra determinadas minorías es una olla a presión que va sufriendo explosiones aisladas que acaban en tragedia
PABLO PARDO. EL MUNDO.- Un muerto que había cometido el delito de ser judío; una niña de 13 años en coma por el no menos inimaginable crimen de parecer musulmana; seis heridos, de nuevo por ser hebreos o tener aspecto de seguidores de la fe de Mahoma; dos detenidos por llevar a cabo esos ataques, y un tercero que dirigía una organización que había secuestrado a cientos de inmigrantes ilegales y ahora estaba planeando atentar contra líderes políticos y empresariales.
Ése es el saldo de la tensión racial, religiosa, y política en Estados Unidos en apenas nueve días. Es cierto que, si se quiere poner en contexto todos esos incidentes, hay que tener en cuenta que se reparten por un país que es literalmente más del doble de grande que toda la Unión Europea, y que tiene casi tanta población como la eurozona.
Es decir: no se trata de que en la primera potencia mundial la gente se haya lanzado a una cascada de pogromos, limpieza étnica de musulmanes o xenofobia. Y tampoco es un problema exclusivo de Estados Unidos, como prueba el hecho de que ayer los católicos de Sri Lanka tuvieran que seguir la misa por televisión porque las iglesias del país siguen cerradas tras la matanza de 253 fieles en una oleada de atentados salvajes perpetrada por fundamentalistas musulmanes vinculados al Estado Islámico el domingo de la semana pasada. Pero sí está claro que la tensión contra determinadas minorías es una olla a presión que va sufriendo explosiones aisladas que acaban en tragedia.
Muchos culpan de esta situación al clima político. Otros, a las redes sociales. Como declaró el sábado el presidente del Congreso Judío de Estados Unidos, Jack Rosen, «ataques como éstos no suceden en medio del vacío». Rosen emitió ese comunicado apenas unas horas después de que Lori Gilbert-Keye, de 60 años, fuera asesinada en la sinagoga Chabad, en el pueblo de Poway, muy cerca de la ciudad de San Diego, en el sur de California, cuando John T. Earnest entró abriendo fuego a los fieles que celebraban el final de la Pascua judía. Earnest, que está detenido, es también sospechoso de haber pegado fuego a la mezquita de Dar-ul-Arqam, en la vecina localidad de Escondido. Otras tres personas fueron heridas en el atentado.
El papel de Internet en ese crimen parece incuestionable. Earnest dejó un manifiesto online inspirado en el de Brenton Harrison Tarrant, el ultraderechista que asesinó a 50 musulmanes en una mezquita en la ciudad de Christchurch, en Nueva Zelanda, el mes pasado. El asesino de Poway también quiso retransmitir su crimen en directo por Facebook, pero cometió el error de poner esa red social en modo ‘privado’. Eso, unido al hecho de que «solo» asesinó a una persona indefensa, le ha servido de escarnio en foros ultras de internet, que, increíblemente, siguen sin ser cerrados ni monitorizados. «Solo se anotó uno»; «buenas intenciones, pero el chaval la jodió»; «¿No hubo retransmisión en directo? Menuda mierda»; «Hasta un negro lo hubiera hecho mejor», son algunos de los comentarios que estaban colgados en el foto de internet Zigdforums.com horas después del asesinato de Gilbert-Keye.
Pero ese atentado no es un caso aislado. La organización de izquierdas Southern Poverty Law Center (Centro Legal para la Pobreza del Sur), uno de los grupos más activos – y, según sus críticos, más corruptos por sus manejos financieros – en la lucha contra este tipo de organizaciones explica en su último informe que en los últimos cuatro años el número de grupos de odio ha crecido en un 20%, hasta alcanzar las 1.020 organizaciones, la cifra más alta en dos décadas.
Así pues, parce claro que estamos ante una tendencia en la sociedad estadounidense. El ataque contra la sinagoga llegó dos días después de que las autoridades informaran de que la motivación de Isaiah Joel Smith al embestir con su coche contra un grupo de personas el martes cuando iba a su clase de estudios bíblicos era matar musulmanes. Smith, veterano de Irak, llevó a cabo su acción en la ciudad de Sunnyvale, a 800 kilómetros al norte de Poway, e hirió a ocho personas. Entre ellas, una niña de 13 años que iba con su padre y su hermano y está en coma.
Y justo el sábado de la semana pasada, las autoridades habían arrestado a Larry Mitchell Hopkins, el autoproclamado «comandante» de la milicia Patriotas Constitucionales Unidos, que ha sido acusado de «arrestar» -una manera educada de decir «secuestrar»- a cientos de personas que habían llegado a la frontera de EEUU con México pidiendo asilo político. Hopkins ha sido acusado también de planear, desde su base en el estado de Nuevo México, atentados contra el ex presidente Barack Obama la ex secretaria de Estado Hillary Clinton, y el financiero y filántropo George Soros. Este último es, precisamente, el blanco de numerosos ataques por parte de populistas en todo el mundo, desde seguidores de Donald Trump hasta los líderes de Vox, Rafael Abascal y Javier Ortega-Smith, pasando por el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, que se ha referido a él como «el famoso judío húngaro George Soros».
Todos estos incidentes llegan, además, cuando la vida política estadounidense ha vuelto a quedar marcada por el debate acerca del presunto racismo y antijudaísmo de los seguidores de Donald Trump. El jueves, el ex vicepresidente Joe Biden lanzó su campaña a la presidencia en 2020 con un vídeo centrado en la manifestación de racistas y neonazis que se produjo en 2017 en la ciudad de Charlottesville y que se saldó con el asesinato de una persona. Los manifestantes, recordó Biden, lanzaban «la misma bilis antisemita de Europa de los años treinta», pero Donald Trump se limitó a decir que «hay personas muy buenas en los dos bandos».
Trump replicó inmediatamente, cambiando el sentido de sus palabras y tratando de sugerir que los neonazis en realidad se estaban manifestando contra la decisión de quitar de la vista del público una estatua del general defensor de la esclavitud Robert E. Lee. Pero el presidente se abstuvo de denunciar el racismo, el antijudaísmo y la xenofobia de los cientos de personas que participaron en la marcha, en la que hubo abundancia de símbolos nazis, una estética claramente copiada del Ku Klux Klan – el grupo terrorista anti negro más famoso de EEUU, y se entonaron eslóganes que incluían «los judíos no nos van a reemplazar».
Trump camina por una cuerda floja en este terreno. Por un lado, su hija Ivanka y su yerno Jared Kushner – que, además, son asesores políticos con una enorme influencia en la Casa Blanca – son judíos ortodoxos. También son judíos gran parte de su gabinete, como su secretario del Tesoro, Steve Mnuchin, y de Comercio, Wilbiur Ross. Y la identificación entre Trump y el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, es total -y, en buena medida, consecuencia del y trabajo de Jared Kushner, cuya familia es amiga de la del primer ministro desde hace décadas-. Así que Trump no puede ser calificado de antisemita.
Pero, al mismo tiempo, el presidente tiene una retórica ultranacionalista da alas a quienes creen que todos los que no sean blancos cristianos no son verdaderos estadounidenses, y menos aún en el caso de una comunidad como la judía, que, al estar dispersa por todo el mundo, simboliza en el imaginario de ese parte de la población la esencia del «globalismo» al que Trump ataca en sus discursos.