MIGUEL MORA. EL PAÍS.- Es la misma canción de los últimos veranos en Francia. En cuanto llega el calor, los gitanos franceses —entre 400.000 y 600.000, según las últimas estimaciones oficiales— se suben a sus caravanas y empiezan a circular por el país para visitar a sus primos, vender sus productos en los mercados de las costas y / o peregrinar con las misiones de la Iglesia evangelista. Los gitanos justifican así durante unos meses su falsaria y romántica denominación oficial de gens de voyage (gentes de viaje o pueblo nómada, aunque cada vez menos gitanos o manouches lo son), y los políticos aprovechan para entrar en pánico y dar rienda suelta libre al odioso —pero electoralmente muy rentable— discurso antigitano.
Este año, el gatillo de la polémica estival lo ha apretado el alcalde de Niza, Christian Estrosi, un barón de la conservadora Unión por un Movimiento Popular (UMP) que compite en populismo con el Frente Nacional (FN), siempre pujante en esa adinerada zona del sureste país. Hace unos días, Estrosi exhortó a los alcaldes de Francia a hacer lo que hace él: “mater” (una palabra que se puede traducir por domar, reprimir, desalojar, pero también por matar) a esos “delincuentes” que instalan sus caravanas en terrenos ilegales. El alcalde añadió: “Son unas caravanas grandes y bonitas, (…) los franceses necesitarían una vida entera para poder pagárselas”.
Furioso porque un grupo de gitanos (franceses) había acampado en un campo de fútbol municipal cuando una etapa del Tour iba a llegar a Niza, Estrosi debió de recordar que falta menos de un año para las elecciones municipales y aprovechó para igualar la artillería racista lanzada unos días antes por Jean-Marie Le Pen. El fundador del FN comentó que había detectado la presencia “urticante y digamos… odorífera” de los gitanos, y alertó contra la “inminente llegada de 50.000 de ellos a Niza”.
Le Pen y Estrosi desataron la indignación de algunos dirigentes de la mayoría socialista, mientras SOS Racismo denunciaba al alcalde en los tribunales por “incitación al odio racial”, y la marea del odio se desplazaba hasta la costa atlántica, donde dos munícipes, uno de la UMP en el Loira y otro socialista de Normandía, amenazaron con dimitir si los gitanos no se iban enseguida de sus pueblos.
Mientras, en otras esquinas del Hexágono, regidores y prefectos aprovechaban el principio de las vacaciones escolares para desmantelar los campamentos de gitanos rumanos y búlgaros (se calcula que hay 15.000 en total) que no habían podido clausurar antes porque algunos niños estaban escolarizados y la ley se lo impedía.
La deriva ha coincidido con una nueva amonestación del Consejo de Europa a París por el tratamiento dado a los gitanos, especialmente en la “fracasada escolarización” de los menores, y con la publicación del desolador informe anual de la ONG Romeurope, que afirma que la comunidad romaní se topa en Francia con “dificultades múltiples y sistemáticas”. Entre otras, “desalojos repetidos, expulsiones, y [restricción del] acceso a los derechos fundamentales [vivienda, sanidad, trabajo, escuela y derechos sociales]”.
Las asociaciones alertan además de que la violencia contra los gitanos no deja de aumentar. En el primer trimestre de 2013, más de 4.000 personas fueron desahuciadas de sus precarias viviendas, y una cuarta parte tuvo que hacerlo a toda prisa porque sus campamentos fueron atacados o incendiados, según la Asociación Europea por los Derechos Humanos. Como pasó en Nápoles en 2008, la tarea se reparte entre los ciudadanos de a pie (1.007 desplazados por ataques de vecinos), la policía (2.873) y las órdenes de repatriación (272).
Ante el regreso del ruido y la furia, los especialistas vuelven a analizar las causas de esta atmósfera digna de los años treinta y recuerdan que las intimidaciones políticas, el hostigamiento policial, las leyes especiales, los desalojos forzosos y las expulsiones de masa que sufre —desde hace cinco siglos— la minoría gitana son una socorrida pero arriesgada forma de desviar la atención de las crisis reales, una manera de estigmatizar a la comunidad más desprotegida de la escala social para poner el (falso) foco de la política en el orden, la seguridad y la identidad.
Según ha explicado el antropólogo Michel Agier en una entrevista con el periódico digital Mediapart, “la responsabilidad de las élites políticas en la segregación de los gitanos traduce la voluntad de designar a una comunidad para colocarla definitivamente al margen de la sociedad y los derechos. Al señalar a los gitanos, el Estado los sitúa en cierta forma fuera del Estado para descargarse de su responsabilidad de integrarlos”.
Esa tentación aqueja tanto a la derecha como al centroizquierda. La diferencia está sobre todo en el tono y el matiz del discurso. El ministro del Interior, Manuel Valls, que desde que llegó al cargo ha calcado e incluso superado la política de desalojos y expulsiones de su antecesor de derechas, Claude Guéant, ha censurado las brutales palabras de Estrosi y le ha exigido más sensibilidad republicana, criticando su confusión entre los gitanos rumanos y las gens de voyage, que “en su gran mayoría”, ha recordado, “son franceses”.
Curiosamente, la respuesta del Estado francés ante el radical sentimiento de libertad del pueblo gitano consiste en una invención lingüística y jurídica: llamarlos de otra forma para evitar su marginación. Desde 1969, a los gitanos nacionales se les incluye en el estatuto administrativo gentes de viaje. En teoría, la fórmula no designa a una cultura o una población que comparte valores comunes, sino a todos aquellos que viven en caravanas. Pero los viajeros estaban obligados a usar unos permisos especiales de circulación que especificaban su etnia, origen y rasgos físicos. El Consejo Constitucional decidió que esos carnés eran inconstitucionales en octubre pasado.
De visita en Nîmes, una de las ciudades más gitanas de Francia, el ministro Valls declaró ayer en el diario Midilibre: “Amo la cultura taurina y gipsy (gitana, en inglés)”. Además, anunció que este miércoles enviará al Parlamento una ley que acelerará los procedimientos de expulsión de los viajeros que ocupen terrenos ilegales, y “quizá” castigará con más dureza a las alcaldías que no habiliten áreas legales de aparcamiento. Desde 1990, la ley obliga a los ayuntamientos a construir pequeñas áreas de acogida y otras más grandes de paso para los viajeros. Aunque la norma se reforzó en 2000, solo el 40% de los municipios franceses la aplican. El pastor evangelista gitano Didier Keguelin ha dicho que si “la ley actual se respetara al 95%, no habría el menor problema”.