Una ola de denuncias de agresiones se ha extendido por las redes para señalar a los responsables, para gritar el hartazgo y para generar un cambio social
CARLOS BAJO ERRO. EL PAÍS.- “Escucha a una superviviente sursudanesa”, ha sido el mensaje recurrente en los círculos de las comunidades del país más joven de África y su diáspora en los últimos días. Lo que seguía eran los escalofriantes testimonios de todo tipo de episodios de violencia sexual sufrida por mujeres, explicados en primera persona por las… ¿víctimas? No, por las supervivientes. La ola de confesiones y denuncias se originó en la diáspora y fue impulsada por mujeres sursudanesas por todo el mundo, cuando las jóvenes residentes en el país se unieron a esta corriente, se convirtió en un tsunami dispuesto a levantarse sobre una sociedad en la que las mujeres intentan hacer oír su voz por todos los medios.
La experiencia que ha querido compartir la activista Ayak Chol Deng Alak representa de manera gráfica lo que supone un clima de violencia contra las mujeres muy enraizado. La joven sursudanesa, conocida como activista cultural y fundadora del movimiento Anataban ha explicado en tres tuits un repertorio de episodios de agresiones y abusos sexuales que empezaron cuando solo tenían ocho años y se fueron sucediendo durante su adolescencia y juventud, todo tipo de violencias y cometidos por todo tipo de hombres. Sin embargo, el cuarto mensaje sucesivo es igualmente representativo del espíritu de esta corriente de denuncias. “Ser una superviviente de la violencia sexual y la violación significa que viviré para siempre con lo que me pasó”, advertía la activista que concluía el tuit de manera contundente: “Me niego a ser una víctima”.
El detonante de todo este movimiento fue un hecho casi imperceptible. Guye Furula es una joven de origen sursudanés de 26 años que reside en Estados Unidos. Participó en un podcast Views from the Uninspired que conducen unos amigos suyos y que se compartió el 15 de junio. “Empecé a recibir mensajes que me felicitaban por mi valentía”, explica Furula. “También recibí mensajes de mujeres que habían sido agredidas sexualmente”, continúa contando la joven, “las mujeres siguieron tendiéndose la mano y compartiendo sus historias sobre sus propias experiencias de violencia y así es como empezó”. En ese podcast, Guye Furula explicaba que ocho años antes había sido agredida sexualmente en una fiesta, después de quedarse inconsciente. Explicaba que no lo había denunciado por miedo, por vergüenza y por una especie de sentimiento de culpa. Explicaba cómo se había comportado la gente a su alrededor en Nebraska, donde residía, y cómo esa experiencia había marcado su vida. Algo en ese relato tocó una tecla y en ese momento se desencadenó una ola de apoyo y empatía que encontró en las redes sociales un camino para extenderse.
A Guye Furula, sin embargo, no deja de sorprenderle la reacción y todo el movimiento que se ha desatado. No era la primera vez que explicaba su experiencia. En 2015, se lanzó a hablar sobre el tema, cuando ni siquiera se lo había contado a su familia. Lo hizo en su canal de YouTube porque consideraba que su experiencia podía ayudar a otras mujeres en la misma situación. “Me chocó mucho la reacción de la comunidad y de mis compañeros”, se lamenta al recordar el momento en el que rompió el silencio. “Tuve una mala reacción porque en ese momento nadie hablaba sobre la violencia sexual y yo no me quedé callada. Ha estado sucediendo durante muchos años y ahora la gente está cansada de llevar esa carga, por eso esta vez ha sido diferente”.
En un primer momento, fueron muchas las mujeres que se decidieron a compartir sus experiencias de violencia sexual, a través de las redes sociales, derribaron las fronteras y eliminaron las distancias que separan a las diásporas repartidas por todo el mundo y a las mujeres que viven dentro de las fronteras de Sudán del Sur, desde los entornos rurales hasta las ciudades, aparecieron las historias de tíos, de primos, de amigos, de novios, de pretendientes o de desconocidos; las confidencias hablaban de violaciones, de acoso, de matrimonios forzados, de agresiones, de proposiciones intimidatorias y de todo tipo de violencias sexuales. “Mi objetivo cuando compartí mi historia”, comenta Furula, “era ayudar a otras a reunir la fuerza necesaria para hablar y compartir sus verdades. Nunca pensé que llegaría a este punto. Creo que ha sido algo hermoso ver a nuestras mujeres de Sudán del Sur hablar porque esto normalmente se esconde y no se habla en nuestra cultura”. Los mensajes de las experiencias en primera persona se mezclaban con los de otras mujeres que no se sentían con fuerzas para denunciar públicamente y compartían sus historias para que otras las publicasen.
Apoyo mutuo y sororidad eran los mensajes que se transmitían. Algunas de las participantes en la acción se ocupaban de compartir recursos e intentar hacer pedagogía, para evitar los tropiezos del lenguaje que no disminuyen la gravedad de los hechos. La insistencia de que la supervivientes no estaban solas se reforzaba con la sensación de comunidad que genera una acción colectiva en las redes. Mujeres con rasgos comunes, en este caso su origen sursudanés; y preocupaciones compartidas, la violencia sexual; que actúan al mismo tiempo y en el mismo espacio, aunque sea virtual; se sienten arropadas y contribuyentes de una misma corriente. Y nada mejor que un hashtag, una etiqueta que diese unidad a las publicaciones y terminase de poner los cimientos de esa comunidad. La rapera Khat Diew propuso #SouthSudaneseSurvivor y esta ha sido la divisa que ha aglutinado una buena parte de los mensajes de esta ola de denuncias. “Me alegro de haber podido reunirnos”, comenta Diew, “para saber que no estamos solas y de haber compartido mi historia. Nuestras mujeres son fuertes y feroces; este movimiento estaba destinado a suceder”.
Como ha ocurrido en acciones similares en otros países, las supervivientes utilizaron las redes para exponer a sus agresores, ante la impotencia de unos sistemas y de unas sociedades que no les ofrecen las garantías para utilizar las vías de denuncia institucionales. Y también en esta corriente de ruptura del tabú de la violencia sexual entre las comunidades sursudanesas empezaron a aparecer, en Twitter y en Facebook, las listas de los hombres señalados como responsables impunes de esas violencias.
Sin embargo, la euforia por esta corriente de liberación ha tenido que enfrentarse a algunos problemas, también. Pronto, los mensajes de apoyo, de ánimo y de solidaridad no fueron los únicos que circularon por las redes. Replicas y desmentidos, reacciones de algunos de los señalados, advertencias, amenazas o acoso, en público o en privado, volvían a poner de manifiesto que la barrera que las supervivientes intentaban saltar era realmente alta. Unas participantes en la acción reafirmaban sus posiciones; otras, intentaban alejarse; y algunas llamaban a cerrar filas y recordaban la tozudez de algunas prácticas culturales con raíces profundas.
La cultura y las normas sociales se han puesto, durante esta campaña en el centro de la crítica. “El problema de las agresiones sexuales y la violencia de género es apremiante y las mujeres de Sudán del Sur se enfrentan a una violencia sexual «innombrable» tanto en las diásporas como en el país”, advertía Khat Diew. Muchas activistas han aprovechado para recordar la normalidad con la que viven los agresores, la necesidad de que la comunidad se oponga a cualquier forma de violencia sexual y de que las familias apoyen a las supervivientes. Y en esa línea intervinieron también algunos hombres sursudaneses, en la necesidad de combatir la educación que reciben los jóvenes y de que los hombres se conciencien de la discriminación y tomen responsabilidades. “Tenemos que cambiar esta cultura que tolera la violencia”, sentenciaba Diew.
Guye Furula se lamentaba del silencio que la sociedad sursudanesa impone sobre esta violencia. “Hay niñas convertidas en novias, matrimonios arreglados y forzados que también acaban generando violaciones y agresiones sexuales. No hay ningún sistema establecido para ayudar a proteger a las mujeres”, advertía la joven. Por su parte, Khat Diew recordaba: “Es imperativo que la comunidad tome medidas para apoyar a estas supervivientes, proporcionar recursos a las mujeres en situaciones de crisis, especialmente en relación con las agresiones sexuales y la violencia de género. Las consecuencias de esta acción aparecerán en forma de educación comunitaria, de divulgación y de apoyo a las supervivientes de la violencia sexual y sus familias para poner fin a los abusos”.
Por su parte, Furual reconocía que los efectos de una acción colectiva como la que se había desarrollado eran difíciles de prever: “No sé qué saldrá de esto. He visto cambios de mentalidad. He visto consecuencias negativas. Los abusadores ya están amenazando a sus víctimas en los medios sociales. Pero también espero que ayude a una especie de curación, que los padres y las familias crean más en sus hijas. Sé que este movimiento ya ha cambiado nuestra comunidad y que nunca volverá a ser igual, pero también sé que será un largo camino para ver qué más ocurre”.