Estaba en el coche con mi novio cuando un joven se nos acercó gritando «¡maricones de mierda!». Acabó cortándonos el paso en la carretera, golpeando las ventanillas. «Ya está», pienso, «sabía que algún día pasaría y nos ha tocado hoy». Miro a mi novio y doy gracias por tenerlo entero, por no haber acabado en el hospital. A las personas LGTBIQ+ se nos seguirá juzgando y agrediendo. Pero no cambia nada. Seguiremos abrazándonos, besándonos y queriéndonos donde y cuando queramos
FELIX GARCÍA. ELDIARIO.ES.- Me llamo Félix, tengo 27 años y soy gay. El pasado domingo mi novio y yo decidimos ir a una zona tranquila de Port Saplaya, en Valencia, a la cual llegamos en coche por un camino pedregoso. Nada más aparcar, decidimos entrar en la parte trasera del coche para disfrutar de nuestra intimidad al amparo de la oscuridad. Sí, en un coche, como dos adolescentes que no tienen un mejor sitio donde quererse y darse amor.
Todo transcurría sin incidentes hasta que oímos a lo lejos a un joven gritar «¡maricón!», «¡maricón de mierda!», «¡sal ahora, maricón!». Al principio pensábamos que la cosa no iba con nosotros pero, ante la insistencia de los gritos, nos reincorporamos. La cosa no pintaba bien y, con la V-21 enfrente y la playa a nuestras espaldas, no había nadie a quien pudiéramos pedir ayuda. Es ahí cuando llegamos a la conclusión de que era mejor irnos.
Mi pareja pasa al asiento del conductor cuando el joven, que continúa gritando, se acerca linterna en mano a nuestro coche y trata de iluminar el interior. En ese momento, cuando mi pareja decide arrancar y alejarnos del lugar, el tipo que se nos había acercado golpea la ventanilla del conductor con fuerza al grito de «¡sal, maricón!».
Logramos alejarnos con bastante dificultad por la oscuridad del lugar. Cuando nos reincorporamos a l’Avinguda de l’Horta, pienso: «Por fin a salvo». Mientras mi novio conduce, miro hacia atrás y veo a lo lejos un coche que va demasiado deprisa para ser una carretera repleta de rotondas y badenes. «¿Puedes ir más deprisa?» –le pregunto a mi novio–. «Creo que nos están siguiendo». Vamos todo lo deprisa que una carretera de un carril por sentido nos permite, pero el coche que se acercaba nos alcanza y nos hace señas con las luces largas. Vale, deben ser ellos, de a salvo nada.
Como un milagro, vemos un coche de la policía local circulando en sentido contrario. En apenas dos segundos se me pasó de todo por la cabeza. «¿Pitamos a la policía?», «¿bajamos a pedir ayuda?», «pero, ¿y si bajamos del coche y la policía no nos ve?». Llego a la conclusión de que abandonar el coche es demasiado peligroso y que tenemos que salir de ahí cuanto antes, y mi novio parece pensar lo mismo porque actúa de la misma manera.
En cuanto la mediana desaparece, el coche que nos seguía, un Peugeot 206 plateado, se pone en paralelo a nosotros. Lo ocupan dos personas, un joven que lo conduce y una chica que va en el asiento del copiloto. Justo antes de alcanzar la última rotonda, nos adelantan y nos cortan el paso. El conductor baja del coche sin camiseta. Un joven que apenas alcanzará la veintena, de piel morena, complexión pequeña pero tonificado, se nos acerca gritando de nuevo «¡maricones de mierda!» mientras golpea las ventanillas con sus puños. Cada vez golpea con más fuerza, pero la ventanilla resiste. No dejo de pensar repetidamente «que no tenga un bate». Ese cristal es lo único que nos separa de sus puños.
Mi novio trata de maniobrar para salir de allí y el joven no cesa ni en sus insultos ni en sus golpes. Entre puñetazos y patadas intercala varios intentos de abrir la puerta del conductor, algo que afortunadamente no consigue porque vamos con los seguros puestos. Sin otra alternativa que invadir el carril contrario tratamos de salir de allí. Nos encontramos de bruces con una furgoneta que, por suerte, se percata de lo que ocurre y frena a tiempo para dejarnos salir. Al aproximarnos al Peugeot veo que la chica que se había quedado en el interior, una joven de pelo negro con un par de piercings, ha pasado a ocupar el asiento del conductor. A nuestro paso, baja la ventanilla, nos grita «¡maricones!» y nos escupe en el coche. Ahora sí, por fin podemos salir de allí.
Vigilando constantemente los retrovisores, huimos a toda velocidad por la V-21 y paramos en el primer parking que encontramos. Nos bajamos del coche y empezamos a asimilar lo que nos acaba de pasar. «Ya está», pienso. «Sabía que algún día pasaría y nos ha tocado hoy». Miro a mi novio y doy gracias por tenerlo entero, por no haber acabado en el hospital. No dejamos de pensar en qué habría pasado si llegamos a quedarnos en Port Saplaya con la rueda pinchada, o si no hubiéramos puesto los seguros del coche, o si hubiéramos tenido un accidente al huir por el carril contrario, o si hubieran logrado romper las ventanillas.
Pasadas las horas y el shock inicial decidimos contar lo que nos ha pasado. Logramos viralizar en redes sociales lo ocurrido, divulgar los hechos por radio y televisión y ponernos en contacto con varias asociaciones por los derechos LGTBIQ+ y observatorios contra los delitos de odio para acabar poniendo en conocimiento de la Policía los hechos.
Por desgracia, dudo que sea la última vez que nos pase y esta vez todas las variables jugaron a nuestro favor para salir ilesos de allí. Pero a las personas LGTBIQ+ se nos seguirá juzgando y agrediendo por amar a quien amamos y follar con quien follamos. Pero esto no cambia nada. Nadie decide por nosotros. Seguiremos abrazándonos, besándonos y queriéndonos donde y cuando queramos.