Los expertos de las ONG que atienden a los extranjeros a su llegada afirman que el trabajo de estos residentes es «una necesidad» en una ciudad con una media de edad de 47 años
RUBEN V. JUSTO. EL NORTE DE CASTILLA.- Decía Elena Pineño, técnica del Centro de Atención al Inmigrante del Ayuntamiento de Valladolid, que últimamente «es raro ver un telediario que no comience o acabe con un problema de inmigración». Es un tema amplio y socialmente controvertido sobre el que existen varios mitos y que no se escapa del ámbito local, porque en Valladolid hay 13.000 inmigrantes y la mitad de ellos está en riesgo de exclusión social y económica. Con el objetivo de mitigar las falsas creencias y aclarar cuál es la verdadera situación que viven en la ciudad, la Universidad de Valladolid ha dado voz a varios trabajadores sociales vallisoletanos en las Jornadas de Inmigración, Asilo y Refugio, donde se han manejado datos y expuesto problemas reales.
El 4,38% de la población de Valladolid es inmigrante. Muchos de ellos, la mitad, carecen de hogar o están en riesgo de exclusión social. La sociedad «cambia y hay que convivir mediante la base del respeto», expresó Pineño. Puede parecer una obviedad, pero según admitió es una forma de pensar que tardó en evolucionar trece años, durante los cuales el Centro de Atención al Inmigrante –y otros colectivos como Cruz Roja, Procomar o Accem–desarrolló planes de integración. Para la especialista la palabra ‘tolerar’ no tiene sentido porque implica afirmar algo similar a «como que mi condición es mejor que la suya».
¿Cómo piensa una persona inmigrante? Esa es una pregunta a la que trató de responder Eduardo Menchaca, responsable de la Red Íncola (organización creada en los años noventa con la llegada masiva de inmigrantes a Valladolid e integrada por distintas entidades para ofrecer a los inmigrantes acogida, orientación y atención digna). Menchaca sostiene que muchos de ellos sufren crisis emocionales al ver mermadas sus posibilidades de integrarse en el país en el que se tratan de adaptar. Se quedan sin hogar, sin apoyo emocional y sin algo a lo que agarrarse. La frontera entre esa situación y otra más estable «está en las redes sociales» que los inmigrantes tejen con otras personas. En su situación –muchas veces con poco dominio de la lengua española y recién llegados– «apenas tienen contactos». Pero según propuso Menchaca, «hay que favorecer que los hagan».
¿Y esas personas inmigrantes de dónde vienen? La mayor parte de otros países europeos (40,34%), sobre todo de Bulgaria y Rumanía. El 30,67% proviene de América, el 20,24% de África (sobre todo de Marruecos) y el 8,57% de Asia.
La mayoría se dedican a trabajos de escasa cualificación como la agricultura o trabajo asistencial en hogares. Concretamente, a las afueras de la ciudad pueden verse varios invernaderos regentados por empresas de mediano tamaño que cultivan y distribuyen las hortalizas a otras empresas mayores. Estas últimas distribuyen a la mayor parte de supermercados de la ciudad.
Según aclararon los trabajadores de una de estas firmas trabajan hasta diez horas. Lo hacen bajo los plásticos de los invernaderos donde se cultivan patatas, calabacines y otros alimentos que después consumirán muchos vallisoletanos. Trabajan por una compensación monetaria de seis euros la hora, mientras soportan temperaturas que, en los meses más cálidos, superan los cuarenta grados bajo el plástico.
Uno de los mitos que tratan de mitigar los distintos expertos que acudieron a la jornada de la UVA es que los inmigrantes destruyen el trabajo de los españoles. Los datos parecen no acompañar esta afirmación generalizada en la sociedad. De hecho, el Instituto Nacional de Estadística (INE) publicó en agosto de este año un estudio que revela que el ‘boom migratorio’ que se produjo en España entre el 2002 y el 2007 apenas tuvo consecuencias en el mercado laboral, ni positivas ni negativas.
Los expertos puntualizan que la estructura social de los vallisoletanos presenta una media de edad de 47 años, mientras que la de los inmigrantes es de 34. En un futuro no muy lejano, según sostuvo Menchaca, reforzar la base trabajadora de las ciudades más envejecidas, como Valladolid, será una necesidad.
Poder subsistir
La inmigración no puede entenderse sin tres claves: el inmigrante, la sociedad de la que escapa y la sociedad que le acoge. Menchaca indujo a que los participantes hicieran un ejercicio de empatía y se plantearan por qué las personas migran de sus países para instalarse en otros. «Normalmente lo hacen porque buscan una situación mejor que la que tienen en los lugares donde viven». Según recordó, en España sucedieron situaciones similares con los republicanos exiliados a Francia durante la guerra civil española o con el éxodo a Alemania por motivos laborales en la década de los años sesenta.
El problema de los inmigrantes, según Menchaca, en muchos casos, se traduce «en conseguir dinero para poder subsistir». Esa situación implica tiempo y supone «dejar apartados a sus niños para poder trabajar». Una tesitura que el experto define como «el problema de las segundas generaciones». Los adolescentes –de edades comprendidas entre los 14 y 18 años– se encuentran solos y tienen que escoger entre dos realidades opuestas: acatar la cultura con la que crecieron u optar por la realidad que aprenden en la calle y en los colegios. Una situación que Menchaca interpreta como «una clara ruptura en la adolescencia».
Este experto plantea un doble análisis que se puede hacer sobre la inmigración. Desde fuera surgen ideas como el eslogan que promovió el gobierno norteamericano, ‘American First’. Desde dentro, «cuando ponemos nombre y apellidos, cuando conocemos a la gente, se deja de hablar de migrantes, se rompe la perspectiva de la geolocalización y la gente se preocupa por la gente».
Emigrar a Valladolid para vivir mejor
Estefanía Flores, educadora social ecuatoriana, vino a España con su madre y hermana cuando iba a cumplir nueve años. «Aquí hay más salidas de futuro y más trabajo; en Ecuador vivíamos el día a día y consumíamos lo que ganábamos». Su padre era un taxista autónomo que en los meses buenos lograba ganar cien dólares. Su madre confeccionaba costuras para grandes empresas por unos 50 dólares mensuales. Con ese dinero pagaban alojamiento y comida.
Su padre voló a España sin nada asegurado y logró hacerse con un puesto como mecánico. Con el tiempo, su familia también se instaló en Valladolid. Flores expresa que en los primeros meses le chocó la forma de vivir de los españoles; concretamente la seguridad con la que pueden vestir las mujeres. «En Ecuador se suele ser muy recatada porque si te ven con una prenda de vestir como una minifalda hasta te insultan».
Es la realidad de muchos inmigrantes que llegan a la ciudad con sus familias: los cabezas de familia no tienen tiempo para cuidar a sus hijos. Su padre trabajaba desde las ocho de la mañana hasta las once de la noche y su madre, al poco tiempo de llegar a Valladolid, encontró un puesto para limpiar un hotel. Según recuerda, su hermana y ella tuvieron que aprender a integrarse sin ayuda paterna.
Recién egresada en el grado de Magisterio Infantil de la UVA, destaca que los sueldos son mucho mejores que en Ecuador: «Allí un maestro puede ganar unos 400 dólares al mes». Actualmente trabaja como educadora social en Red Íncola, una organización que ayuda a la integración de los inmigrantes. Es su primer trabajo con contrato laboral aunque, cuando estudiaba en la Universidad, compaginaba la asistencia a clase con trabajos menores como asistenta en hogares de la ciudad.
Asegura que quienes «viajan a España y no saben castellano lo tienen más difícil», y considera importante que los inmigrantes centren prioridades y objetivos y que, sobre todo, tengan mucha paciencia: «Mucha gente de Ecuador piensa que en España dan todo regalado, piensan que este es otro mundo, y no es así».
La joven no se plantea volver a su país de origen porque eso supondría dar un paso atrás en su nivel de vida.
Otro caso es el Ghizlane Darkaqui, empleada social maroquí. Ghizlane es la mayor de seis hermanos. Se instaló en España hace 17 años con su madre y cuatro de sus hermanos, cuando tenía 16. Antes de ello, su padre viajó con un contrato apalabrado como albañil. «La razón de que nuestra llegada fue económica», sostiene. Su padre trabajaba como autónomo por un sueldo aproximado de cinco euros diarios. «Tenía que trabajar y ahorrar un poquito para poder comer cuando no había obras. Trabajaba todos los días de la semana desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde», recuerda.
Ghizlane narra que cuando su padre voló a Valladolid, su familia tuvo que arrendar la mitad de su casa. Todo el dinero que percibían procedía de la renta y un trabajo que consiguió su madre como limpiadora por dos euros diarios. «El primer mes que se fue nuestro padre lo pasamos mal, pasábamos hambre. Muchos días no desayunábamos ni cenábamos», rememora.
«Cuando vienes a España dejas a un lado tu infancia, tu familia. Ni la religión ni la forma de vivir son iguales. Es otro mundo», explica. Ghizlane relata la historia de su vida con la voz rota y en bajito: «El primer mes nos tirábamos mañana, tarde y noche llorando».
«Me sentía rechazada y la gente nos tenía miedo porque mi madre llevaba el pañuelo puesto. La gente amable que nos respondía nos preguntaba qué era eso que llevábamos puesto», explica. «Hace 17 años en Valladolid no estaban acostumbrados a ver a gente con pañuelo y si entrábamos en algún lugar la gente te empezaba a mirar o salía. Pensarían que somos terroristas y no, somos humanos y estamos totalmente en contra de eso», revela.
Después de desempeñar cargos como asistenta y electricista, trabaja como trabajadora social en Red Íncola. Sostiene que adaptarse a un país conlleva «tener paciencia y saber mantenerse calmado, porque por muy larga que sea la noche seguramente salga el sol».
No se plantea volver a Marruecos para residir allí, pero sí de vacaciones «porque la tierra tira», y remarca la importancia que tiene el idioma: «Cuando llegué no sabía ni decir hola y, al comienzo, claro que fue una situación muy difícil», admite.