JOAN FAUS. EL PAÍS.- Hay sucesos que resultan tan chocantes que limitan la capacidad de hablar. En las calles del centro de Charleston (Carolina del Sur), a muchos residentes les cuesta valorar la matanza la noche del miércoles en una histórica iglesia afroamericana. No saben muy bien qué decir acerca de que un blanco de 21 años acabara con la vida de nueve personas. Piensan mucho antes de responder, como si aún estuvieran digeriendo el suceso o confiaran en que es una pesadilla y que de golpe volviera la normalidad a la calle Calhoun: la Iglesia Episcopal Metodista Africana Emanuel no estuviera cerrada, ni rodeada por cintas amarillas policiales, flores y dedicatorias, y un ejército de periodistas y camarógrafos.
A las nueve de la noche del jueves, no suenan las campanas de la histórica iglesia Emanuel, una de las más antiguas de la comunidad negra en Estados Unidos. A las 24 horas del asalto armado de Dylann Roof, el silencio es imponente frente a la iglesia. Solo queda interrumpido por el flujo de automóviles y algunas conversaciones.
Hay velas prendidas y decenas de ramos de flores, osos de peluche y dedicatorias colocadas en el suelo frente a una puerta de la iglesia. En una verja, junto al aparcamiento en que Roof estacionó el coche con el que huyó tras el tiroteo, hay colocados nueve lazos blancos con el nombre de cada uno de los fallecidos, que tenían entre 26 y 87 años.
Las escenas son similares desde el inicio a media tarde de una procesión de varios centenares de personas que acuden a rendir homenaje a las víctimas. Muchas personas blancas y negras de todas las edades están absortas con la mirada perdida en el horizonte durante varios minutos, algunas derraman lágrimas, otras mantienen con esfuerzo la compostura o se funden en abrazos entre ellas. El dolor, la incredulidad y la emoción son palpables.
“Nunca lo imaginé. Es un sin sentido”, dice David Nelson, blanco de 36 años, que ha acudido frente al templo junto a un grupo de amigos. Tras depositar unas flores, se abrazan alrededor de un círculo. “Sentimos que teníamos que estar aquí, para dar apoyo”, agrega Nelson, que no conoce a nadie de la iglesia Emanuel.
A un par de metros, Peggy Blake, afroamericana de 49 años, dice sentir pena por Roof, que fue detenido la mañana del jueves y la policía considera que cometió un “crimen de odio” por motivos raciales. “Creo que no se da cuenta de lo que ha hecho. Deberían arrestar a sus padres”, afirma, mientras muestra una pancarta con imágenes de personas sonriendo bajo el lema We Shall Overcome, el himno del movimiento de los derechos civiles que logró hace medio siglo el fin oficial de la segregación racial.
Jahn Richardon, negro de 39 años, parece menos sorprendido. Esgrime que hay pocos lugares con mayor tensión racial que Charleston. Sostiene, sin entrar en detalles, que el hecho de que esta ciudad al sureste de EE UU fuera uno de los principales puertos de desembarco de esclavos negros hace que todavía hoy “la energía y la atmósfera sean diferentes”. No le parece nada casual que el objetivo del asalto del joven fuera una iglesia fundada por abolicionistas afroamericanos.
Entre los congregados, varias personas con camisetas de “Las vidas negras importan” reparten papeles para informar de una manifestación prevista para el sábado para denunciar las muertes de negros desarmados a manos de la policía. En abril, Walter Scott, negro de 50 años, murió en la zona norte de Charleston tras recibir ocho disparos en la espalda de un policía blanco. Su fallecimiento desencadenó una ola de protestas de la comunidad afroamericana, que denunció un patrón discriminación racial de la policía. Fueron quejas similares a las escuchadas, tras episodios parecidos, en otras zonas de EE UU en el último año.