Desde el 11-S, los ataques de radicales y extremistas superan largamente a los cometidos por yihadistas en Estados Unidos
GISELLA LÓPEZ LENCI. EL COMERCIO MÉJICO.- El 5 de agosto del 2012 un supremacista blanco irrumpió en un templo sij en Oak Creek, Wisconsin. Seis personas murieron, todos de origen indio. El tirador murió en el lugar tras ser herido por un policía. El 14 de abril del 2014, un sujeto disparó contra dos centros judíos en Kansas City y mató a tres personas. El sospechoso, un sujeto de 70 años, gritaba “Heil Hitler” mientras disparaba. El 10 de febrero del 2015, Craig Stephen Hicks mató a tres musulmanes –un hombre y dos mujeres universitarias– que eran sus vecinos en Chapel Hill, Carolina del Norte.
Ninguno de los tres casos ocurridos en Estados Unidos fue tipificado como crimen de odio, pese a que fueron crímenes perpetrados contra una comunidad específica y con el objetivo de dejar un mensaje: acá no los queremos.
Pero tampoco fueron considerados actos terroristas, pese a que fueron atentados premeditados, sobre todo en los casos del templo sij y los centros judíos. El concepto de ‘lobo solitario’ es el que predomina, de ese ‘desequilibrado’ que no pertenece a ninguna organización y actúa por su cuenta para dejar sentada su ideología racista o xenófoba.
La tragedia de Charleston del pasado 17 de junio remeció a la sociedad estadounidense. Esta vez las víctimas no eran de religiones extranjeras, no usaban turbantes o velos, o recitaban los versículos delante de una pared. Lo que hizo Dylann Roof, al matar a nueve afroamericanos en una iglesia, atacó al corazón del país y puso al descubierto una historia no resuelta, de reconciliaciones hechas a medias.
Las redes sociales no dejaron de criticar a las autoridades y la cobertura de los medios tradicionales. “¿Por qué no se dicen las cosas por su nombre?”, “Si hubiese sido un musulmán, esto hubiera sido un acto terrorista”, “Si un negro mata a otros, es pelea de pandillas”, “Si fueran latinos, no era noticia”. Las frases que Twitter albergó durante las horas que siguieron al ataque subían de calibre.
Cuestión de conceptos
Lo cierto es que el FBI distingue entre terrorismo y crímenes de odio. El terrorismo doméstico “involucra a los actos peligrosos para la vida humana que violan la ley federal o estatal; actos hechos para intimidar o coaccionar a una población civil, para influir en la política de un gobierno mediante la intimidación o coerción, o para afectar la conducta de un gobierno con armas de destrucción masiva, asesinato o secuestro. Se cometen dentro del territorio estadounidense”.
Un crimen de odio es el “delito contra una persona o propiedad motivado, en su totalidad, o en parte, por el sesgo de un delincuente contra una raza, religión, discapacidad, origen étnico u orientación sexual”.
Pese que los separa una delgada línea, para las autoridades hay diferencias. Hasta el momento, el FBI ha considerado el ataque de Dylann Roof como un crimen de odio, pues no le han encontrado vinculación o pertenencia con alguna organización terrorista, ni la utilización de armas de destrucción masiva. En Estados Unidos, la libertad de expresión –sean cuales sean las ideas– está protegida por la Primera Enmienda de la Constitución y una organización supremacista como el Ku Klux Klan, por ejemplo, no se considera terrorista a menos que cometa un atentado premeditado.
“Ambas definiciones son muy similares. El crimen de odio suele ser más espontáneo, y por lo general lo cometen personas jóvenes con problemas de alcohol o drogas, y que buscan adrenalina”, señala el profesor Pete Simi, de la Universidad de Nebraska y autor de “La esvástica americana”.
Solo para recordar, Timothy McVeigh –quien perpetró el atentado de Oklahoma en 1995 donde murieron 168 personas– fue calificado de terrorista, pues preparó una bomba, una acción considerada más premeditada que adquirir un arma, algo que además sigue siendo de libre acceso en la mayoría de estados.
Blancos vs. Islamistas
Al margen de las opiniones y consideraciones, las estadísticas muestran una cara más cruda del problema.
Datos de la fundación New America, consignados esta semana por “The New York Times”, señalan que, desde el 11 de setiembre del 2001, el día de los atentados a las Torres Gemelas, 48 personas han sido asesinadas en Estados Unidos a manos de supremacistas blancos, fanáticos antigubernamentales y otros radicales no musulmanes, quienes cometieron 19 ataques. Mientras que los proclamados yihadistas perpetraron siete ataques en los que murieron 26 personas. Es decir, casi la mitad del número de muertos.
“Muchos de los incidentes no yihadistas son atribuidos a un individuo solitario y trastornado, sin considerar el enorme contexto de ideologías extremistas y movimientos supremacistas blancos. Parece que no sufrimos la misma miopía cuando el atacante es musulmán”, opina Simi.
Los continuos tiroteos masivos que ocurren en Estados Unidos advierten desde hace años que el enemigo está en casa, en el propio corazón del país, y las víctimas no son solo de las minorías. Solo basta recordar la matanza de niños en una escuela primaria de Connecticut o la masacre en un cine de Aurora en Colorado.
Como apunta el profesor John Horgan, experto en terrorismo de la Universidad de Massachusetts-Lowell: “La amenaza de los movimientos de extrema derecha y la violencia contra todo lo que representa el gobierno ha sido subestimada”.
Cada matanza invita a una nueva reflexión a los estadounidenses, una mirada a sí mismos, pero la violencia se sigue repitiendo. Esta vez, tiene que ser una mirada auténtica sobre las heridas de la historia que no se han sanado.