ALBERTO PRIEGO. EL MUNDO.- Si bien el siglo XX quedó marcado por la terrible persecución a la que fueron sometidos los judíos, el siglo XXI parece que será la era de la islamofobia y de la persecución de los musulmanes. Si bien es cierto que no se trata de un fenómeno nuevo, en las últimas décadas el odio a los musulmanes se ha no solo incrementado sino también se ha recrudecido. Los hechos acaecidos en Christchurch parecen poner de manifiesto esta nueva realidad en la que la islamofobia se ha convertido en un hecho que ya es global y que no duda en utilizar el terrorismo como forma de acción.
El origen moderno de la islamofobia tenemos que fijarlo a mediados de los años 70 con el proceso que Edward Said calificó como la «cuestión musulmana». El embargo del petróleo impuesto por la OPEP, la Revolución Islámica de Irán y los secuestros que sufrieron occidentales en el Líbano minaron la imagen de las comunidades musulmanas que vivían en Europa quienes, además, tras el agotamiento de los años de bonanza económico de las denominadas «Décadas Doradas», empezaron a ser vistos como comunidades que «robaban el trabajo» y que nunca aceptaban una integración plena en las sociedades de destino. Aquellos individuos que llegaron a Europa para trabajar en las fábricas a un precio menor que los nacionales se convirtieron en el chivo expiatorio de las clases menos formadas.
Los años de terrorismo de Al Qaeda y, sobre todo, los atentados del Estado Islámico que han golpeado fuertemente en el corazón de Occidente han acentuado esta tendencia racista y xenófoba. El discurso de la guerra contra el terror ha convertido a musulmanes que no aceptan renunciar a su identidad en radicales e incluso terroristas dispuestos a atentar en cualquier momento. Estas comunidades musulmanas, que son mucho más pequeñas de lo que algunos nos quieren hacer percibir, se convierten automáticamente en un constructo sobre el que articular el discurso de partidos radicales neofascistas y postfascistas como Amanecer Dorado, Alternativa por Alemania o el Frente Nacional jaleados por ciudadanos que han sufrido los excesos de la globalización.
Los colectivos más vulnerables al fenómeno de la islamofobia son, sin lugar a duda, los jóvenes y las mujeres. Sobre los primeros recae la anteriormente mencionada sombra de la sospecha de la radicalización y por ello se les aplica unas políticas de prevención que violan abiertamente derechos fundamentales como la presunción de inocencia. El segundo colectivo, las mujeres musulmanas que se identifican fácilmente por el hiyab cuando lo llevan, sufren una doble discriminación: la de ser musulmana y la de ser mujeres. Casos como los de Samira Achbita, Asma Bougnaoui o Lucía Dahlab han hecho temblar los cimientos de la Europa de los Derechos Humanos ya que su apuesta por el velo islámico ha acabado en los Tribunales Europeos de Estrasburgo y Luxemburgo sin encontrar una protección suficientemente garantista.
La islamofobia -ya sea latente o expresa- es el principal caldo de cultivo de la radicalización y del terrorismo islámico ya que, si las comunidades musulmanas no encuentran suficiente protección en el sistema para poder expresar su religiosidad con garantías, éstas perderán la lealtad y la confianza en nuestro sistema políticos y por lo tanto, buscarán «nuevos protectores».
El caso de Christchurch apunta a lo que podríamos tener que afrontar en el futuro cercano: una ola de terrorismo de extrema derecha que tendría por principal objetivo a las comunidades musulmanas en Occidente. Para evitarlo, debemos ser consciente de la existencia de lo que algunos autores han denominado la «islamofobia implícita» o incluso «inconsciente» que no es otra cosa que actos cotidianos que marginan a aquellos que profesan la religión musulmana. Por ello, debemos hacer un esfuerzo para evitar repetir lugares comunes que diluyen intencionadamente las diferencias entre los miembros de la ummah (comunidad de creyentes) para presentarlos como un grupo homogéneo compuesto por individuos atrasados, intolerantes, violentos y profundamente incapaces de adaptarse a las sociedades secularizadas.
Alberto Priego es profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Pontificia de Comillas.