La inaudita carta de Léon Degrelle al Papa Pablo II en 1979 negando el Holocausto nazi

, | 18 marzo, 2020

El fascista del que Hitler dijo que le gustaría que fuera su «hijo» le escribió al Pontífice ocho folios llenos de reproches en los que desmentía el genocidio cometido por el Tercer Reich, con su colaboración, durante la Segunda Guerra Mundial. «Si en la actualidad hay tantos judíos, resulta difícil creer que hayan salido tan vivos de los hornos crematorios»

ISRAEL VIANA. ABC.- «Soy Léon Degrelle, jefe del rexismo belga, antes y durante la Segunda Guerra Mundial […]. Y soy católico como usted, por eso me creo autorizado a escribiros, como a un hermano en la fe». Así comenzaba la carta que el «hijo adoptivo de Hitler» le escribió a Juan Pablo II, en 1979, con motivo de la visita que el Papa iba a realizar al campo de concentración de Auschwitz. Ocho folios llenos de reproches en los que el líder nazi desmentía el genocidio cometido por el Tercer Reich, con su colaboración, durante la Segunda Guerra Mundial.

El belga, que firmaba desde su «exilio» español, no se andaba con rodeos en la misiva. Hablamos del hombre que gobernó Bélgica en nombre de Hitler, durante cuatro años, en los que se dedicó a imponer el terror mediante el pillaje, la delación, los linchamientos, los asesinatos y la difusión del antisemitismo. En el segundo párrafo ya le preguntaba al Sumo Pontífice: «¿La guerra fue verdaderamente como se ha dicho? ¿Cuáles fueron las faltas, e incluso los crímenes de unos y de otros? ¿No se ha desvirtuado a la ligera, o con mala fe, la doctrina del adversario [Alemania], atribuyéndole unos proyectos y endosándole unos actos cuya realidad puede estar sujeta a numerosas dudas?».

El líder nazi se refería, efectivamente, al Holocausto y la Solución Final promovida por el «Führer» para exterminar, principalmente, a la raza judía. Algo que Degrelle negaba con rotundidad a Juan Pablo II en esta carta fechada el 20 de mayo de 1979, 18 días antes de que el Papa visitara Auschwitz. La explicación es larga: «Temo que vuestra simple presencia en esos lugares sean inmediatamente desvirtuados de su sentido profundo y sean utilizados por propagandistas sin escrúpulos, que los harán servir para sus campañas de odio, a base de falsedades, que emponzoñan todo el asunto de Auschwitz desde hace más de un cuarto de siglo. Sí, falsedades. Después de 1945, la leyenda de las exterminaciones masivas en Auschwitz ha alcanzado al mundo entero. Se han repetido en millares de libros incontables mentiras, con una rabia cada vez más obstinada. Se los ha reeditado en colores, en películas apocalípticas que flagelan furiosamente no sólo la verdad y la verosimilitud, también el buen sentido, la aritmética más elemental y hasta los mismos hechos».

La figura de Degrelle

Léon Degrelle (Bouillon, Bélgica, 1906) no había sido un líder cualquier. Cuatro décadas antes había sido un oficial de la Legión Valonia, una unidad extranjera adscrita a las SS alemanas, en la que destacó como uno de sus mandos durante la Segunda Guerra Mundial. También fundó el rexismo, una rama del fascismo en Bélgica que alcanzó gran notoriedad en Europa y que, al firmarse la paz, fue convencido por el ministro de Exteriores del Tercer Reich, Joachim von Ribbentrop, para que huyese. Lo hizo desde Oslo con el avión del ministro de Armamento nazi, Albert Speer, con el que emprendió el vuelo en plena noche hasta estrellarse en la playa de La Concha en San Sebastián el 8 de mayo de 1945.

«El avión llegó a nuestra ciudad falto de gasolina, efectuando un aterrizaje forzoso. De él fueron extraídas seis personas con uniformes militares alemanes. Una de ellas ostentaba alta graduación con distintivo de coronel y lucía en su pecho la Cruz de Hierro. Se trata del conocido rexista, jefe del partido belga, Léon Degrelle», podía leerse en ABC al día siguiente. La cruz de la que hablaba este diario se la había impuesto nada menos que Hitler, en febrero de 1944. En agosto de ese año, este mismo le otorgó también la Cruz de Caballero con Hojas de Roble, una distinción concedida solo a 883 militares en toda la guerra. En la ceremonia de entrega, llegó a decirle: «Si tuviese un hijo, me gustaría que fuese como usted». Aquellas palabras eran un reconocimiento aún mayor que la distinción militar, que reflejaban la gran confianza y complicidad que tuvo con el «Führer».

Según sus memorias de 1982, permaneció un tiempo en el Hospital Mola de San Sebastián hasta que Franco quiere devolverlo a Alemania. Una pretensión frenada con un órdago que, escribió Degrelle, tocó el orgullo del dictador: «¡Qué poco vale la vida de un cristiano!». A raíz de aquella frase, se cree que le dio cobijo en Madrid durante un año y, después, se mudó a Constantina, un pequeño pueblo de Sevilla en el que se encontraba cuando escribió su carta al Papa en 1979. «Ciertamente, se sufrió en Auschwitz. En otras partes también. Todas las guerras son crueles. Los centenares de miles de mujeres y niños atrozmente carbonizados por orden de los aliados en Dresde, Hamburgo, Hiroshima y Nagasaki tuvieron padecimientos más horribles que los sufridos por los deportados políticos o los resistentes (25% de la población total de los campos) y por objetores de conciencia, anormales sexuales o criminales (75%), que padecían, y a veces morían, en dichos campos», se justificaba Degrelle.

Los datos de Degrelle

El belga aseguraba en la misiva que las dos terceras partes de los deportados a los campos de concentración no murieron a causa de la cámaras de gas, que para él no habían existido, sino a causa del tifus, la disentería, el hambre y las esperas interminables en las estaciones de tren, una vez terminada la guerra, debido a que los aliados habían bombardeado y destrozado las vías en las últimas semanas de conflicto. «Cabe pensar que en algún campo hubiese algún chiflado que procediera con experiencias de muerte inéditas o fantasías monstruosas en torturas o asesinatos», subrayaba después, por si acaso.

Para Léon Degrelle, el balance más desolador de genocidio hecho público en 2017 por el Holocausto Memorial Museum de Washington estaría lejos de la realidad. Este contabilizó 42.500 campos de concentración, guetos y factorías de trabajos forzados en los que se provocaron entre 15 y 20 millones de muertos o internados. En su mayoría, judíos, pero también integrantes de otros grupos perseguidos por el nazismo, como gitanos y homosexuales. «Las cifras son más altas de lo que originalmente pensamos», explicó también el director del German Historical Institute de Washington, Hartmut Berghoff. Tampoco creía Degrelle en el cómputo de la mayoría de los estudios hechos desde 1945, que hablaban de seis millones. Ese mismo año del fin de la guerra, el Instituto de Asuntos Judíos de Nueva York ya situó los asesinados entre 5.659.600 y 5.673.100. Una cifra similar a la que fue revelada antes por William Höttl, antiguo miembro de las SS, que declaró que esa misma cantidad fue usada por Adolf Eichmann, el arquitecto de la solución final, en 1944.

Pero Degrelle se defendía ante el Papa con varios ejemplos: «En lo que concierne a la pretendida cremación en Auschwitz de millones de judíos en fantasmales cámaras de gas de Zyklon B, las afirmaciones repetidas desde hace tantos años, en una fabulosa campaña, no resisten un examen científico serio. Es descabellado imaginar que se hubieran podido gasear en Auschwitz a 24.000 personas por día en grupos de 3.000, en una sala de 400 metros cuadrados. Menos aún, a 700 u 800 en locales de 25 metros cuadrados de 1,90 metros de altura, como se ha pretendido a propósito del campo de concentración Belzec. En decir, la superficie de un dormitorio. Usted, Santo Padre, ¿lograría meter 700 u 800 personas en vuestro dormitorio?».

El negacionismo de Degrelle

Aquella fue la primera que trascendió, pero hasta su muerte en Málaga, en 1994, a los 87 años de edad, Degrelle hizo varias manifestaciones públicas similares. En 1985, por ejemplo, en sendas entrevistas concedidas a la revista «Tiempo» y a Televisión Española, negó el genocidio nazi e ironizó sobre los campos de exterminios. «Si en la actualidad hay tantos judíos, resulta difícil creer que hayan salido tan vivos de los hornos crematorios», fueron algunas de sus vergonzantes palabras. A las que añadió después otras como que «los judíos quieren siempre ser la víctimas, los eternos perseguidos, y si no tienen enemigos, se los inventan», además de manifestar su deseo de que «surja un nuevo Hitler, con lo que eso significa eso para el pueblo judío a la luz de la experiencia histórica».

Tanto indignaron aquellas palabras que una superviviente de Auschwitz, Violeta Friedman, emprendió acciones judiciales contra antiguo líder nazi. Llevaba 39 años de silencio sobre aquellos terribles días en el campo de exterminio, a donde fue deportada por el ejército alemán, junto a toda su familia, con 14 años. Llegó tras tres largos días hacinada en un tren y, la misma noche de su llegada, sus padres, sus abuelos y su bisabuela fueron enviados a la cámara de gas. Ella y su hermana fueron liberadas en enero de 1945. La sentencia del juicio tardó seis años en llegar, pero ganó. Aquello fue la antesala para que, cuatro años después, se modificara el Código Penal y manifestaciones como las de Degrelle no quedaran impunes. En 2007, sin embargo, el mismo Tribunal suprimió en 2007 la negación del Holocausto como delito.

«¡Es una locura! ¡Todo esto es de locos!», insistía el viejo fascista en su carta de 1979. «Estas operaciones de gaseamiento, de corte de pelo, de extracción de dientes y limpieza de órganos realizados sobre seis o siete millones de judíos, o sobre quince, según el padre Riquet; o sobre veinte millones, ¡más que los judíos existentes entonces en el mundo entero!, según el diccionario Larousse, seguirían todavía si se admitieran las afirmaciones oficiales de los manipuladores de la historia de Auschwitz. ¡Entonces sí que tendría usted, Santo Padre, que taparse la nariz cerca de las cámaras de gas y transpirar al calor de los hornos de Auschwitz en el transcurso de su misa!», advertía.

La visita

Después, sin embargo, decía un poco en su obstusa posición y, al menos, reconocía que «a través de toda la historia se han cometido atrocidades. Auschwitz no habrá sido ni el primer ni el último caso. Nosotros lo vemos de sobra en la hora actual, cuando son masacrados tantas mujeres y niños sin defensa, aplastados en los campos palestinos por la aviación de Israel, en memoria de los cuales no se cantará nunca una misa concelebrada. Numerosas potencias han abusado de su poder. Numerosos pueblos han perdido la cabeza. Alemania, como todo el mundo, tuvo su lote de seres detestables, culpables de violencias inadmisibles. ¿Pero qué país no ha tenido los suyos? ¿No inventó la Francia de la Revolución Francesa el terror, la guillotina y los ahogamientos en el Loira?».

Degrelle finalizaba su misiva, por sorprendente que parezca, con un intento algo retorcido de tender la mano a Juan Pablo II: «Nosotros somos todos hermanos: el deportado que sufre detrás de las alambradas y el soldado intrépido crispado sobre su ametralladora. Todos los que hemos sobrevivido a 1945 debemos perdonar, debemos amar. Desde usted, el polaco perseguido convertido en Papa; yo, el guerrero convertido en perseguido, y los millones de seres humanos que hemos vivido de una manera u otra la inmensa tragedia de la Segunda Guerra Mundial con nuestros ideales, nuestros anhelos, nuestras debilidades y nuestras faltas. La vida no tiene otro sentido. Dios no tiene otro sentido».

A pesar de la carta, obviamente, Juan Pablo II visitó Auschwitz, el 8 de junio de 1979, para convertirse en el primer Papa católico en acudir al mayor campo de concentración de la historia. El mismo en el que murieron atrozmente más de cuatro millones de personas. Al llegar, rechazó el coche y quiso entrar y recorrer todo el recinto a pie. En el interior rezó casi en voz baja con los presentes cinco Ave Marías y, a continuación, se dirigió al otro campo de concentración, Brzezinka, a tres kilómetros. Allí le esperaban más de medio millón de personas desde las primeras horas de la mañana, para oír la primera misa de un Pontífice en un campo de exterminio: «En el lugar donde ha sido pisoteada de modo tan horrendo la dignidad humana, se ha conseguido la victoria mediante la fe y el amor», declaró ante la multitud.

Benedicto XVI hizo lo propio en su viaje apostólico de 2006 a Polonia. «El Papa Juan Pablo II estaba aquí como hijo del pueblo polaco. Yo estoy hoy aquí como hijo del pueblo alemán, hijo del pueblo sobre el cual un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas, en nombre de perspectivas de grandeza, de recuperación del honor de la nación y de su importancia, con previsiones de bienestar y también con la fuerza del terror». Y, diez años después, le siguió el Papa Francisco, que paseó horrorizado, igualmente, por Auschwitz.

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