Las amenazas neonazis obligaron a dimitir a un alcalde que defendió a los refugiados. Cuatro años después, el conflicto ha mutado en fractura social y política
ANA CARBAJOSA. EL PAÍS.- A Markus Nierth le hubiera gustado acabar sus días con su familia en su casa, en Tröglitz, una pequeña y tranquila localidad del este de Alemania. Pero después de cuatro años de amenazas neonazis y de verse sometido a un ostracismo social que nunca imaginó, se plantea hacer las maletas.
“Mira, el amigo de los refugiados”, le increpan por la calle. “¿Qué, Merkel te paga el carrito de la compra?”, le dicen en el supermercado. Han pasado casi cuatro años desde que el nombre de este antiguo alcalde que quiso integrar a 40 refugiados en su pueblo ocupara los titulares de la prensa mundial. Aquel conflicto, que partió a Tröglitz en dos, lejos de remitir, ha mutado. Aquí y en buena parte del país.
Porque poco importa que la emergencia humanitaria a la que hizo frente Alemania en 2015, con la llegada de casi un millón de refugiados, sea historia. Ni que las cifras hayan vuelto a reflejar en enero una caída continuada de solicitudes de asilo. La fractura social y sobre todo la pérdida de confianza en los políticos y las instituciones se propaga, azuzada por las fuerzas populistas, sobre todo en el Este de Alemania, bastión de la ultraderecha. En las últimas elecciones generales, hace año y medio, cerca de un cuarto de los votantes eligió a Alternativa por Alemania (AfD), la ultraderecha xenófoba, en el distrito electoral de Tröglitz. “La división está ahora en un nivel más profundo”, advierte Nierth, en el salón de su casa rural, que ha restaurado con mimo durante los últimos 20 años. “Se ha acabado. Mi enamoramiento por este lugar se ha terminado. He perdido mi Heimat [hogar]. Queremos vender la casa en un futuro próximo”.
Fue en marzo de 2015, cuando Nierth renunció a la alcaldía. Neonazis que protestaban por la llegada de refugiados planearon una marcha que pasaría por delante de su casa, con el beneplácito de las autoridades. Los rumores que aseguraban que llegaría un número mucho mayor de demandantes de asilo, todos hombres solos, todos africanos, muchos peligrosos, corrieron como la pólvora, según recuerdan ahora algunos habitantes. Poco después, un incendio intencionado destrozó el edificio que debía albergar a los refugiados y cuyo tejado aún se puede ver sin reparar en la avenida principal. El caso de Tröglitz conmocionó a toda Alemania.
La realidad sin embargo ha sido mucho más benigna que los pronósticos agoreros que desataron la ansiedad colectiva. La quincena de refugiados que quedan en Tröglitz –dos familias afganas y una india- están bien integrados. La situación sobre el terreno se ha calmado, pero la digestión política y social de aquellos estallidos de 2015 no ha terminado y hoy Tröglitz constituye una buena ilustración de la crispación latente en algunos rincones del país.
En el caso de Nierth, que se gana la vida pronunciando sermones en funerales, el conflicto social se traduce en cifras. Asegura que le contratan un 30% menos y que la academia de baile que regenta su mujer ha perdido una cantidad parecida de clientes, debido al mobbing que ejercen algunos extremistas. En el pasado recibió cartas impregnadas de excrementos en las que decían “Mentirosos, iros de Tröglitz”. Nierth, de 50 años, explica que los que boicotean a su familia “no son solo nazis, hay también doctores, de todo; gente que rechaza a los extranjeros”, explica. Esa gente es la que convive en Alemania con un Ejército de millones de voluntarios que todavía dedican su tiempo libre a ayudar a la integración de refugiados.
Nierth nació y creció en la antigua República Democrática Alemana (RDA), trabajó con jóvenes de familias desfavorecidas y conoce a la perfección su pueblo de 2.500 habitantes, en el Estado de Sajonia-Anhalt y del que fue un popular regidor independiente desde 2009. Él cree que lo que pasa aquí es un síntoma de lo que sucede en muchas otras partes de Alemania, sobre todo en el Este. A él le duele sobre todo la complicidad de los que callaron y consintieron marchas neonazis, que él considera atropellos a la democracia. Le duele la mayoría silenciosa. “La gente calla porque quiere evitar el castigo social. Es una cultura del silencio heredada de los tiempos de la RDA. Tienen poca formación política y han aprendido que es mejor callarse”, piensa.
Las miradas de no pocos políticos alemanes están puestas ahora en el este del país, donde este año se celebran tres elecciones regionales con potencial de trasladar altas dosis de nerviosismo al tablero político nacional. Es además, el lugar en el que muchas de las frustraciones acumuladas durante los años de la dictadura y una reunificación que mermó la autoestima colectiva se traducen ahora en adhesiones a un partido protesta, que apunta a los refugiados como la causa de todos sus males. “AfD viene y les dice que tienen valor y que el elemento principal de su identidad es ser alemán”, interpreta Nierth.
En las calles de Tröglitz el termómetro roza los cero grados y en general los vecinos no tienen excesivas ganas de conversación. Sí habla sin demasiados complejos Michael Zöppel, un joven trabajador de una acería, que cree que el problema es que han llegado demasiados refugiados. “A mí no me ayuda nadie y ellos se lo llevan todo”, sostiene a la puerta del colegio, donde espera a que salga su hijo. A este joven le preocupa justo lo contrario que a Nierth. “Merkel y los demás prometen, pero no hacen nada. La gente debería salir más a la calle a protestar. Hay movilización, sí, pero no suficiente”, cree Zöppel, que se declara votante de AfD “porque al menos son consecuentes”. Un poco más allá, Henry Konrad, un fabricante de pianos de 50 años, explica que él no, pero que “aquí muchos están en contra de los refugiados porque Merkel dejó entrar a demasiados y porque compiten por los servicios sociales”. Y concluye: “Antes estábamos más unidos”.
Penny es el supermercado local y el lugar que concentra más vida en Tröglitz. Por lo demás, no hay mucho que hacer en este pueblo, levantado en 1937 para los trabajadores de la industria química cercana. Allí trabajaba Marike Tiel, que hoy ha venido con su hijo Ronnie al súper. “Aquí todo cambió en 2015, pero cuatro años después, muchos sentimientos permanecen”, explica la madre, ya jubilada y que trabajó desde los años setenta en la cantina de una fábrica vecina. Dice que no le pareció bien lo que pasó con Nierth, pero sostiene que muchos de los que organizaron las marchas nazis de los domingos era gente que vino de otras regiones. Cuenta también cómo el anuncio de la llegada de refugiados despertó todo tipo de temores en una población “acostumbrada a la seguridad. En la RDA no había criminalidad y de repente te dicen que viene gente que pueden ser criminales, que no respetan a las mujeres policías porque vienen de otras culturas…”. Tiel ha dejado de votar a su partido, la conservadora CDU de Angela Merkel, pero asegura que nunca votaría a AfD “porque hay demasiados extremistas dentro”. Se siente huérfana política.
René Hayner, un fornido propietario de un centro deportivo de la zona, ofrece más claves. “Aquí la gente está dividida en torno a la familia Nierth. Los medios hablan mucho de inmigración ilegal y a la gente le da miedo lo que viene de fuera, lo desconocido. Además, aquí hay mucha gente mayor, que tiene miedo a los cambios y a la técnica”, explica Hayner, quien dice no sentirse representado por ningún partido. El único político que le convence, asegura, es Donald Trump.
En la plaza del pueblo, levantada por unas obras, hay poca vida. Apenas tres jóvenes charlan entre ellos junto a la caja de ahorros. “Los políticos son todos una mierda que solo engañan”, arranca un reparador de tejados, de 30 años que dice llamarse Hans. Sus amigos asienten entre risas. “Pero AfD les enseña el camino y les da esperanza. Prometen soluciones”, termina.
El desapego político de estos vecinos lo ratifica Thomas Körner, actual alcalde de Tröglitz y coordinador de reparaciones técnicas en el parque industrial de la zona. “La gente está cansada de los políticos. Han perdido la confianza. Sienten que no les escuchan ni se preocupan por ellos”, dice Körner, que se declara independiente. Esa pérdida de confianza la reflejan las encuestas en toda Alemania y sobre todo, la pérdida hemorrágica de apoyos de los dos grandes partidos tradicionales, los conservadores y los socialdemócratas. De celebrarse hoy las elecciones, no sumarían la mayoría suficiente como para formar el actual Ejecutivo de gran coalición.
Körner reconoce que aquí la situación es mucho mejor que hace 15 años. Que el paro ha dejado de ser un problema tras la llegada de industrias extranjeras y que no han perdido población. El problema más bien es la falta de mano de obra. Tienen una escuela infantil, un colegio, farmacia y médico, pero Körner asegura que hace falta más inversión pública. Las casas de la avenida principal, desconchadas, necesitan un repaso y los indicadores socioeconómicos, ni aquí ni en el resto del Este, siguen sin ser comparables a los del Oeste. Ese agravio, como el que establecen con los beneficios de los refugiados, es el que escuece a muchos. “Es que Alemania es un país rico y no es posible que haya jubilados en tan mala situación y tengan que cofinanciar los medicamentos. La gente aquí viene de un tiempo en el que todos los servicios públicos eran gratis. En Francia salen con los chalecos amarillos; aquí votan a AfD”.
Estos son algunos de los temas que, según los vecinos, se ventilan en el club deportivo, el bar del pueblo, que abre a partir de las cinco. Algunos Gutmenscheno Bahnhofsklatscher, como llaman con sorna en Alemania a los buenistas que corrieron a las estaciones a recibir con flores a los refugiados, ya no son bienvenidos a las tertulias o les han rayado el coche, asegura Nierth. Porque en las ciudades es otra cosa, pero aquí en los pueblos el roce traslada el conflicto al día a día. A Nierth, su aislamiento le ha transformado. Dice que ya no cree que abriendo su corazón pueda cambiar a los xenófobos y que ya no les saluda por la calle. Se lamenta de que muchos prefieren hacer como si no pasara nada. “Boicoteo a los xenófobos, el problema es que la mayoría no lo hace”.