PABLO DUER. EFE / LA VANGUARDIA.- Los seis millones de judíos asesinados en el Holocausto viven aún en la memoria colectiva de Israel, donde unos 200.000 supervivientes se aferran a la vida para seguir contando su historia, que muchos creen se está desvaneciendo, dando lugar a un creciente antisemitismo.
EL HORROR EN PRIMERA PERSONA
«Para mí Auschwitz no se liberó. Lo veo todos los días, día y noche. No sé cuántos años me quedan de vida pero, solo cuando llegue al final, entonces me libraré de Auschwitz», dice a Efe Menajem Haberman, con los ojos humedecidos mientras señala con la mano derecha el número 10111 tatuado en su brazo izquierdo.
Su número es una de las tantas marcas imborrables que le dejaron los diez meses que pasó en el campo de exterminio más sanguinario del Holocausto, en el que murieron más de un millón de personas, entre ellas su madre y sus siete hermanos.
Nacido en 1927 en la entonces Checoslovaquia, Haberman no escatima en detalles en su relato, que durante hora y media traslada al tren de carga que lo depositó en el frío invierno polaco, a meses de trabajo esclavo en los que vivió a base de sopa y migajas de pan y a las interminables jornadas en las que, sin saber lo que hacía, tiraba las cenizas provenientes de un crematorio en el arroyo que se llevó también a su familia en forma de polvo.
Entre las fotos familiares posadas junto al sofá desde el que repasa su historia, en una residencia de mayores en Jerusalén, destaca una de él al mes de su liberación: medía un metro setenta y pesaba 34 kilos.
«Escuché a uno de los médicos que me revisaba decir que me quedaban pocos días de vida. Entonces me levanté y le dije que él se iba a caer muerto y yo sobreviviría», recuerda hoy, a sus 92 años, de los cuales casi 70 ha vivido en Israel, donde se casó con una superviviente holandesa y tuvo tres hijos y cinco nietos.
«No sé por qué tengo el privilegio de estar hoy aquí, cuando seis millones de judíos fueron asesinados. Ni en el mejor de mis sueños soñaba seguir vivo a los 75 años» confiesa, y señala lo importante que es para él tener hoy un Estado judío: «No tenemos otro lugar, debemos protegerlo».
En 1948, cuando se estableció el Estado en la hasta entonces Palestina bajo mandato británico, uno de cada cuatro israelíes había sobrevivido el Holocausto y muchos otros habían perdido a sus familias en Europa.
Uno de aquellos supervivientes, que participó en la fundación del anhelado Estado y en la denominada «Guerra de Independencia», fue Moshe Haelion.
Desde el sillón en su casa en Bat Yam, al sur de Tel Aviv, tiene una vista privilegiada del mar Mediterráneo, que lo separa de su Grecia natal, a la que nunca regresó y desde donde fue trasladado a Auschwitz junto a su familia el 7 de abril de 1943.
«Cuando bajamos del tren nos separaron en cuatro grupos, por edad. Yo fui al de los jóvenes que podían trabajar y decidimos que mi hermana de 16 años fuera con mi madre, tía y abuela, para no separarse. En ese momento la condenamos a muerte», relata Haelion, que a sus 95 años recuerda cada instante de los 21 meses que pasó en Auschwitz como si fuese ayer.
A diferencia de Haberman, no muestra tristeza cuando relata su historia, que repasa como un tramo más del camino que lo convirtió en el hombre que es hoy.
Por momentos, hasta se ríe, como cuando recuerda los problemas de comunicación con otros prisioneros judíos, que dudaban de su judaísmo porque no hablaba Yidish, o cuando asegura que de todos los campos por los que pasó, «Auschwitz fue el mejor de todos» porque «los domingos no se trabajaba para que los soldados descansaran».
Una semana antes de la liberación, Haelion, que conserva el número 114923 intacto en su brazo izquierdo, fue enviado con otros miles de prisioneros a la trágica «Marcha de la Muerte» hacia Mauthausen, en Austria, donde pasó por varios campos.
«A los que no podían seguir o paraban de caminar, les disparaban», describe y agrega que, ya en Austria, tenía tanta hambre que comía el carbón de los trenes.
Su liberación definitiva fue el 6 de mayo de 1945 cuando las tropas estadounidenses llegaron al campo en el que estaba. De ahí fue a Italia y viajó en barco a la entonces Palestina, donde se quedó, vivió el nacimiento de Israel, sirvió 40 años en el Ejército y tuvo dos hijos, seis nietos y nueve bisnietos.
APRENDER DE LOS ERRORES DEL PASADO
«El Holocausto fue mucho más que Auschwitz, fueron seis campos de exterminio y cientos de trabajo forzado, fue el intento de borrar una cultura, un idioma, una nación, fue la destrucción de sinagogas y la quema de libros», explica a Efe Dina Porat, historiadora jefa de Yad Vashem, el Centro para la Memoria del Holocausto en Jerusalén, que esta semana recibirá a más de 40 líderes mundiales que participan en el Foro Mundial del Holocausto.
Porat, que dirige el Centro Kantor para el Estudio del Judaísmo en Europa, alerta sobre un creciente antisemitismo en el mundo y señala entre sus causas lo que denomina una «crisis de las democracias» y el fortalecimiento de la derecha en Europa que dice «tiene capas de antisemitismo tradicional».
Algo que la preocupa especialmente es un proceso que llama «fatiga del Holocausto» y que identifica en jóvenes pertenecientes a la tercera generación posterior a la guerra, que cuestionan la historia del Holocausto como parte de un proceso de fortalecimiento de sus identidades nacionales, alejadas de sentimientos de culpa y responsabilidad.
Además, esta tercera generación evidencia una ignorancia notable sobre la Segunda Guerra Mundial, advierte, y lo vincula al desvanecimiento del sentimiento de obligación de Europa para con los judíos que permite la aparición de sentimientos antisemitas.
«Hay mucho más odio en el mundo de hoy», apunta la historiadora, que pone como ejemplo a los supremacistas blancos estadounidenses y a los neonazis europeos, y sigue: «Creo que el Holocausto puede ser un punto de partida para enseñar en base a lo que nos pasó a nosotros como minoría y educar a los jóvenes sobre igualdad, sobre la aceptación del otro y el estar abiertos a otras ideas».