Desde 2013 el Partido del Progreso forma parte del gobierno, en coalición con los conservadores. Sus restrictivas propuestas sobre inmigración han logrado ocupar el centro del tablero político desde los noventa
El 11 de septiembre de 2017, los ciudadanos noruegos acudirán de nuevo a las urnas para decidir si la actual coalición de gobierno entre el Partido Conservador y el Partido del Progreso, en el poder desde octubre de 2013, continuará o será sustituida por una coalición en la que el socialdemócrata Partido Laborista desempeñará de nuevo un papel protagonista. El caso noruego ofrece algunos elementos que permiten comprender mejor cómo pensar y cómo no pensar acerca del reto que representa el populismo de derechas para las democracias liberales y seculares de Occidente.
SINDRE BANGSTAD. CTXT.- Como consecuencia del resurgir de la extrema derecha (que incluye a la derecha populista) en gran parte del continente europeo y de las elecciones presidenciales estadounidenses de noviembre de 2016, que otorgaron el poder a Donald Trump, el populismo se ha establecido como una microempresa editorial menor que convoca a un gran número de académicos de diferentes disciplinas para que ofrezcan su opinión sobre el fenómeno, según el punto de vista de su disciplina. En la mayoría de los casos, lo que está ausente del relato de muchos de estos científicos políticos que abarrotan actualmente este campo académico es la explicación de las “políticas de afecto” que se encuentran en el origen del ascenso de estas formaciones. Los fluctuantes patrones de voto y sondeos de opinión tienen límites en cuanto a la información que pueden ofrecer sobre las emociones políticas que están detrás de este fenómeno. Pero antes, desviémonos un instante para buscar los antecedentes y el origen de la formación populista de derechas más importante de Noruega: el Partido del Progreso.
Del libertarismo al populismo de derechas
El Partido del Progreso noruego se creó en 1973 como un invento del famoso libertario de derechas y político heterodoxo noruego Anders Lange. Como muchos otros noruegos de derechas, Lange flirteó brevemente con el naciente fascismo noruego durante la década de 1930 mediante su participación en la Fedrelandslaget –una asociación en la cual el otrora legendario héroe polar y Premio Nobel de la Paz, Fridtjof Nansen, representaba una figura central– pero optó por oponerse a la ocupación nazi de Noruega (1940-1945) durante la II Guerra Mundial. Lange editó un periódico libertario titulado El noticiero del perro, que, a pesar de su carácter bastante idiosincrático, albergaba claras ideas de derechas y racistas (era un ferviente defensor del apartheid en Sudáfrica. Su legado sobrevivió en la defensa de este régimen racista que sus sucesores en el Partido del Progreso realizaban habitualmente en los debates parlamentarios hasta su abolición definitiva en 1990). No obstante, sería razonable suponer que Lange, conocido por su característica pipa de fumar y su licor de huevo, difícilmente reconocería a la actual cosecha de políticos del Partido del Progreso en el poder como los herederos de la formación fundada por él en 1973 en el céntrico cine Eldorado de Oslo. Porque ese partido, conocido entre 1973 y 1977 como el partido de Anders Lange, se fundó en una época, que el fallecido historiador noruego Francis Sejersted diagnosticó acertadamente como la “época socialdemócrata” noruega, y en unos principios libertarios de oposición enfervorizada a los impuestos y a la burocracia estatal. Fue el legendario sucesor de Lange –fallecido en 1974–, Carl Ivar Hagen, quien convirtió realmente al partido en la máquina política bien engrasada y eficaz que conocemos hoy en día.
Y Hagen lo consiguió superando tácticamente a muchos de los políticos aficionados y chiflados de los que Lange se había rodeado, renombrando la formación como Partido del Progreso en 1977, en referencia a la organización populista de derechas danesa que fundó Mogens Glistrup, y adoptando la oposición a la inmigración, en particular a la musulmana, como pilar central de su política a mediados de la década de los ochenta. Esto último coincidió con un aumento en el número de solicitantes de asilo en Noruega, y resultó ser muy eficaz para que el Partido del Progreso calara entre los votantes noruegos.
Hagen, que no abandonó la presidencia del partido hasta 2006, tras haber ocupado el puesto casi sin oposición desde 1977, actúa hoy en día como el más ferviente seguidor de un tal Donald Trump.
Con respecto a sus políticas económicas, el Partido del Progreso pasó, a mediados de los ochenta, de ser una formación antiimpuestos y libertaria a defensora del Estado del bienestar: ningún otro partido político ofrecía una promesa de mayor gasto social si resultaba elegido. Sin embargo, había trampa: solo lo haría con la condición de que el gasto social del Estado se limitara a aquellos que considerasen “merecedores”, e inevitablemente estos eran definidos en términos etnonacionalistas. De ahí el término académico “bienestar nacionalista” que desde hace tiempo representa al partido.
El Partido del Progreso en el poder
A lo largo de los ochenta, los principales partidos políticos noruegos, fueran de derecha, centro o izquierda, mantuvieron una política de cordón sanitario que evitaba cualquier cooperación con el Partido del Progreso.
Esta formación tampoco se preocupaba mucho por enmendarse: todavía en 1995, por ejemplo, algunas figuras centrales de la organización se asociaron con activistas neonazis noruegos durante una campaña electoral parlamentaria. Una exposición mediática que no hizo mella en su popularidad.
El partido además se oponía abiertamente a los medios de comunicación dominantes. En un ensayo de lo que en la época de Trump se ha convertido en una invocación constante de la derecha populista que califica como “noticias falsas” las “noticias que les disgustan”, el Partido del Progreso atribuyó a la emisora estatal noruega NKR el nombre de ARK, un acrónimo que juega con las supuestas simpatías de la emisora hacia el socialdemócrata Partido Laborista. Obviamente, esto no era más que parte de la parcela de “antielitismo” y “antiintelectualismo” característica de todos los partidos populistas de derechas del mundo.
Lo que hizo que el cordón sanitario fuese cayendo de forma paulatina fue la constatación generalizada por parte de las principales formaciones de que el Partido del Progreso había conseguido imponer de forma hegemónica su posición con respecto a la inmigración y a las políticas de integración, y que además esta había atraído a un gran número de sus antiguos votantes. Los politólogos noruegos han demostrado la forma tan drástica en que cambió no solo el tono y el sentido de los debates sobre inmigración e integración en los noventa, sino también cómo los principales partidos políticos de izquierda y derecha modificaron cada vez más sus opiniones sobre estos asuntos en sus programas. En este sentido, sería difícil no ver una reacción a la defensiva de los demás partidos frente a la intimidación del Partido del Progreso por su supuesta “debilidad” con respecto a estos asuntos. En las elecciones parlamentarias de septiembre de 2009, durante las que la estrategia del Partido del Progreso fue atacar incesantemente a los inmigrantes y a los musulmanes mediante la amenaza de una inminente “islamización encubierta” de Noruega, esta formación superó al Partido Conservador como el segundo más importante en el Parlamento. Fue entonces cuando los estrategas conservadores, que hasta entonces habían sido fieles en sus acuerdos con los centristas democráta-cristianos, comenzaron a realizar acercamientos hacia los populistas al darse cuenta de que la única forma de conseguir volver a gobernar sería confiando su futuro electoral a una alianza con el Partido del Progreso.
Si se observa en profundidad, esto dio lugar a un matrimonio político de conveniencia entre dos socios extremadamente desiguales, ya que el Partido Conservador cuenta con los votantes con mayor nivel educativo y mayores ingresos del país, mientras que los que eligen al Partido del Progreso son aquellos con menor nivel educativo, que ocupan puestos precarios en el sector servicios y que más dependen de las asistencias sociales. No obstante, el trato que alcanzaron funcionó bastante bien para ambas partes: el Partido Conservador ha sido el que ha marcado la pauta del gobierno en cuanto a política económica, fundamentalmente en relación con la privatización y los impuestos, mientras que el Partido del Progreso ha concentrado sus esfuerzos en controlar con mano férrea la inmigración y las políticas de integración.
Desde que alcanzara el poder en octubre de 2013, el partido ha cumplido su promesa de favores políticos: la presidenta del Partido del Progreso y ministra de Economía, Siv Jensen, sin ninguna formación económica y que admite de buen grado no leer libros de ningún tipo, ha recurrido más que ninguno de sus predecesores al Fondo Petrolero de Noruega, el instrumento establecido por el gobierno socialdemócrata del ex primer ministro Jens Stoltenberg para asegurar la viabilidad económica futura de las próximas generaciones. La burocracia del Estado y los empleos del sector público se han multiplicado como resultado, sobre todo, de los faraónicos proyectos en infraestructuras viarias y ferroviarias. Y, además, el gobierno ha concedido rebajas y recortes de impuestos sin precedentes al 1% más rico de Noruega. Por supuesto, no es ninguna coincidencia que algunos de los empresarios noruegos más ricos estuvieran entre los principales artífices de la coalición gubernamental entre el Partido Conservador y el Partido del Progreso: el gobierno no ha hecho sino devolver el favor en metálico. Mientras tanto, el desempleo, aunque es relativamente bajo en términos comparativos, ha crecido hasta alcanzar niveles no vistos desde los noventa, como consecuencia de los bajos precios internacionales del petróleo y de la reducción del sector petrolero, que supone aproximadamente un 40% de la recaudación pública. Las desigualdades socioeconómicas han aumentado y son además cada vez más raciales, puesto que los hijos de los noruegos de origen inmigrante representan un número desproporcionadamente mayor entre los niños que viven en la pobreza, rodeados por la abundancia de Noruega. Los programas de asistencia social para los pobres, los parados, los enfermos o los discapacitados también han sufrido recortes.
¿Qué conclusiones se pueden sacar sobre la naturaleza del populismo de derechas a partir del caso noruego?
Resulta de alguna manera paradójico que algunos de los partidos populistas más poderosos actualmente en las democracias liberales de occidente –ya sean los Verdaderos Finlandeses, de Finlandia, el Partido Popular Danés, de Dinamarca, los Demócratas de Suecia o el Partido del Progreso de Noruega– se hallen en los países nórdicos, puesto que al fin y al cabo estos se caracterizan por unas desigualdades socioeconómicas comparativamente bajas (aunque cada vez mayores), unos altos niveles de educación entre la población y por haber sido capaces de capear razonablemente bien las todavía presentes y recurrentes crisis financieras y económicas mundiales.
Si el resentimiento de la clase trabajadora masculina blanca, como consecuencia de la desigualdad socioeconómica, de la falta de representación política y social, de la precariedad y de la globalización, fuese todo lo que había en el auge del populismo de derechas, el actual escenario nórdico no tendría mucho sentido. Esto no quiere decir que los condicionantes socioeconómicos no sean importantes: es un hecho demostrable que los votantes del Partido del Progreso suelen tener niveles bajos de educación y cualificación y que son blancos en su mayoría. Pero el caso noruego nos habla de la profunda atracción que provocan las narrativas culturales centradas en la marginación sentida (no necesariamente real) por una cierta concepción de la blanquitud masculina en condiciones de neoliberalismo y globalización. Resulta característico de una gran parte de la teoría politológica actual que la política identitaria que, por lo general, nadie nombra en estos contextos sea la política identitaria blanca; una política que los populistas de derechas han sabido alimentar en una época de terror y crisis continuada de la legitimidad política. El populismo de derechas (al contrario de lo que quieren que pensemos algunos sectores de la extrema izquierda) no es fascismo, aunque la obra cumbre de Robert O. Paxton sobre la historia del fascismo moderno nos recuerde que este llegó al poder gracias a las alianzas políticas estratégicas que estableció con los conservadores durante el período de entreguerras en Europa. De casi igual manera, el caso nórdico y noruego nos demuestra que hasta ahora los populistas de derechas no han llegado solos al poder, sino que son los conservadores quienes les han recibido con los brazos abiertos. Por mucho que les moleste a los conservadores noruegos, la realidad política muestra, por regla general, un tipo de pacto faustiano, según el que los populistas de derechas en el poder ignoran los principios conservadores relacionados con los derechos humanos, la ley internacional y los compromisos humanitarios, que en realidad nunca les importaron un comino. De forma sorprendente y en contra de la lógica más básica, los políticos del Partido Conservador de Noruega han comenzado, a imitación de Trump, a hablar del populismo como una amenaza existencial, mientras fingen no darse cuenta del hecho de que gobiernan junto a un partido populista de derechas, y han llegado hasta el extremo de calificar tanto a los centristas como a los socialdemócratas noruegos como populistas. Queda por ver si el electorado noruego seguirá los pasos de los votantes holandeses, franceses y británicos y rechazará este pacto faustiano en las elecciones de septiembre.
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Sindre Bangstad es investigador asociado del KIFO (Instituto de Investigación sobre Iglesia, Religión y Cosmovisión), Oslo, Noruega. sindre.bangstad@kifo.no
Traducción de Álvaro San José.