La nación asiática, uno de los países más homogéneos y cerrados a la mano de obra foránea, acepta la llegada de 345.000 extranjeros obligada por el envejecimiento de su población y su baja tasa de natalidad
JAVIER ESPINSOA. EL MUNDO.- La iconografía o los sabores que dominan en el restaurante de Joao Toshie Masuko distan mucho de los habituales en cualquier establecimiento japonés del ramo.
Las fotos no sólo recogen al empresario rodeado de garotas bailando samba con los diminutos bikinis que suelen mostrar sus equivalentes en Brasil sino que exhiben a Joao apoyando a un líder político que no es el primer ministro de este país, Shinzo Abe, sino el presidente de la nación latinoamericana: Jair Bolsonaro.
«Brasileños en Japón trabajando por un Brasil mejor», se lee en una de las instantáneas colgadas de los muros del negocio.
La mayoría de los carteles están escritos en portugués –aluga-se para aniversario o reunioes (se alquila para aniversarios o reuniones), proclama uno de ellos- y los comensales no acuden buscando sushi o ramen sino pao de queijo (pan de queso) o la tradicional feijoada (el equivalente al cocido español).
Joao pertenece a la primera oleada de inmigrantes extranjeros que se asentó en Hamamatsu atraídos por las oportunidades laborales que presentaba esta ciudad nipona, sede de grandes factorías de marcas como Suzuki y Honda, necesitadas de mano de obra que no podían encontrar en el mercado local.
«Ésta es la ciudad japonesa con más porcentaje de población extranjera. Sin inmigrantes Japón está destinado a la desaparición«, indica el empresario.Los brasileños que comenzaron a llegar en los 80 y 90 tenían un vínculo histórico con el país asiático, que había enviado a su propio capital humano al territorio latinoamericano a principios del siglo XX, donde llegaron a establecer una floreciente comunidad con 1,3 millones de personas que podían reivindicar raíces japonesas. Los apodaban los nikkei.
La transferencia de los brasileños a Japón -donde se convirtieron en los dekasegi– no estuvo exenta de problemas. Masuko asegura que durante algunos años imperó «el caos».
«El principal problema fue la falta de comunicación a causa del idioma. Algunos brasileños cometieron crímenes y trajeron drogas, y eso generó muchos problemas con los japoneses. Sufrimos una gran discriminación», rememora.
Los residentes locales se solían movilizar los fines de semana y marchaban por las calles de Hamamatsu con carteles que decían «¡Volver a Brasil!» o «¡Iros de aquí!», aclara. Algunos restaurantes llegaron a colgar avisos donde se leía: «no se permite la entrada de brasileños».
Los 127 millones de japoneses serán menos de 100 millones en el año 2049
Masuko había comenzado en 1988 siendo un obrero de una factoría, pero ese boicot fue a la postre lo que benefició su impulso empresarial. En en 1991 decidió el local de comida tradicional del país latinoamericano que todavía regenta.
«Intenté ser un puente entre los dos sectores. Si hay un criminal entre 1 millar no puedes considerar que todos los brasileños son unos delincuentes», apunta.
Servitu, el restaurante de Joao, se ha convertido en un emblema de los brasileños residentes en Hamamatsu, una ciudad ubicada a 250 kilómetros al oeste de Tokio, que a su vez es el principal exponente de cómo uno de los países más reticentes a aceptar inmigrantes extranjeros ha tenido que modificar su política a causa del envejecimiento de su población y la baja tasa de natalidad.
La vejez acelerada de la sociedad nipona está generando una profunda transformación del país, y un aluvión de problemas y fenómenos inéditos hasta hace años: desde un incremento de estos veteranos entre la población penitenciaria local –se han multiplicado los casos de ancianos que delinquen para ser encarcelados y así poder asegurarse un entorno donde recibirán una atención obligada-, al aumento imparable de urnas de cremaciones que son abandonadas, la desaparición de miles de ancianos aquejados de demencia -en 2016, la ciudad de Iruma comenzó a colocar códigos de barras en las uñas de estas personas para poder identificarlos- o la anunciada «extinción» de 896 ciudades y pueblos para 2040.
Las estadísticas oficiales no admiten duda alguna. Los japones están muy lejos de tener la cifra que hijos que les permitiría cubrir el número de fallecimientos. La tasa de fertilidad por cada mujer se ha reducido hasta 1,4 hijos cuando necesitan tener 2,1, lo que supone que los 127 millones de japoneses serán menos de 100 millones en 2049, según el Instituto Nacional de Investigaciones de Población y Seguridad Social (NIPSSR).
Los mayores de 65 años ya representan un 28 por ciento de todos los japoneses y el mismo Instituto advierte que la masa laboral del país está decreciendo en medio millón de personas por año.
Por ello, sectores como el de la construcción han tenido que multiplicar su recurso a los extranjeros ante la carestía de la mano de obra. Un tercio de los obreros de ese ramo tienen ya 55 o más años y sólo un 11 por ciento se encuentran por debajo de los 29.
Algo nada inusual. De hecho, los obreros de la construcción podrían ser considerados como unos jovenzuelos si se observa que la media de edad de los empleados en granjas agrícolas es de 67 años.
«El problema fundamental que tiene que enfrentar la economía (nipona) es el rápido envejecimiento de la sociedad y el declive de la población», reconoció el ex responsable del Banco de Japón, Masaaki Shirakawa, en una conferencia que ofreció en octubre de 2018 en el Club Nacional de la Prensa de Tokio.
La realidad ha obligado al primer ministro, Shinzo Abe, que siempre se ha mostrado contrario a promover una «política de inmigración», a permitir la aprobación en diciembre de una nueva legislación que facilitará la entrada al país de 345.000 trabajadores foráneos con visas de 5 años renovables por otro quinquenio.
El Gobierno permitirá la entrada al país de 345.000 trabajadores foráneos con visas de 5 años renovables
Confirmando el giro que está adoptando la élite que rodea al gobierno local, el ministro de Asuntos Exteriores nipón, Taro Kono, defendió en público el pasado mes de septiembre las bonanzas de «la diversidad» y «una política abierta» respecto a la inmigración, citando el ejemplo de una de las nuevas heroínas del país, la tenista Naomi Osaka, hija de una japonesa y un haitiano.
Aunque el número total de residentes foráneos en Japón -en su mayoría chinos, vietnamitas, filipinos y los consabidos brasileños- creció un 20 por ciento en los últimos años, alcanzando los 2,5 millones en enero de 2018, todavía representa un mero 2 por ciento de su población total, muy lejos de los cerca de 4,7 millones que se contabilizaban en España en diciembre de 2018 y que representaban casi un 10 por ciento de todos sus habitantes.
«Japón es un nuevo destino migratorio y se necesitan más (extranjeros) para impulsar las perspectivas económicas futuras», explicó Jeff Kingston, un profesor de la Universidad Temple de Tokio, citado por la publicación local Nikkei Asian Review.
Sin embargo, el nuevo plan de la Administración Abe se ha visto rodeado de la polémica desde un principio, encontrando opositores a la derecha y la izquierda del primer ministro.
Una encuesta publicada por el diario Asahi Shimbun en diciembre indicaba que un 86 por ciento de los consultados piensa que Japón no está preparado para tal influjo de recién llegados y una mayoría consideró que la presencia de extranjeros tendrá «efectos negativos» en su localidad.
Esta opinión es un reflejo del acervo cultural nipón, un territorio donde la aproximación hacia los foráneos ha navegado a través de la historia entre periodos de apertura y otros de aislamiento radical como el que rigió bajo la política de Sakoku, que inauguró en el siglo XVII una era de aislacionismo que sólo consiguió quebrar Estados Unidos en el siglo XIX bajo la amenaza de su marina. En aquellos años, los europeos que entraban de forma «ilegal» en el territorio eran ejecutados, lo mismo que los japoneses que intentaban viajar más allá de esas islas.
El progreso sólo ha mitigado en parte esta actitud como han certificado numerosos estudios. Uno de hace dos años realizado por el propio Ministerio de Justicia reconocía que un 40 por ciento de los foráneos que pretendían alquilar un piso habían sido rechazados y a casi una cuarta parte se les negó un puesto de trabajo cuando se conoció su origen.
Defensores de los derechos laborales han alertado sobre los «agujeros» que presenta la propuesta, recordando los excesos que permitió el llamado Programa de Entrenamiento Técnico Interino (TITP), aprobado en 1993, que permitió la llegada de cerca de 274.000 trabajadores extranjeros, muchos de los cuales terminaron siendo víctimas de redes de explotación laboral.
«Hubo aprendices que se vieron obligados a trabajar largas horas por salarios inferiores a los mínimos legales o incluso sufrieron violencia física. Algunas aprendices embarazadas se vieron obligadas a elegir entre abortar para seguir trabajando o abandonar su puesto», escribió el citado Asahi Shimbun, que denunció los múltiples «abusos a los derechos humanos» que sufrió este colectivo.
«El sistema no se ha establecido para aceptar a los extranjeros como seres humanos. ¿Cómo protegemos los derechos de los trabajadores? ¿Qué ocurre con su seguridad social? ¿Con su vivienda? ¿Con la educación para que aprendan japonés?. No hemos abordado ninguno de esos problemas», opinó Akira Nagatsuma, del opositor Partido Democrático Constitucional en una columna de opinión que publicó en un diario local.
Masami Matsumoto debería contarse entre los que acogen sin reparos la llegada de nuevas remesas de extranjeros, pero hasta la directora y fundadora de la escuela Mundo Alegría -una institución privada que educa a inmigrantes brasileños y peruanos en Hamamatsu- admite que el plan de Abe la dejó «conmocionada».
«No estamos preparados. Yo trabajo en la primera línea del frente cuando hablamos de inmigración. Nadie ha pensado en cuestiones tan básicas como la educación de los hijos de estos inmigrantes. Si no consiguen un nivel aceptable de japonés no obtendrán un buen trabajo y eso les convertirá en una comunidad marginada, enfadada con la sociedad y proclive a la delincuencia. Eso fue lo que pasó con los inmigrantes de los 90», asegura la japonesa.