En las últimas siete décadas, el gigante asiático no ha puesto barreras a la hora de dar asilo pero el gobierno actual ha dado un vuelco a su histórico discurso
El Gobierno del BJP ha manifestado en repetidas ocasiones que quiere deportar a los rohingyas que viven en lugares como Cachemira o Delhi porque son «inmigrantes ilegales»
«No queremos que la India se convierta en la capital mundial de los refugiados. Personas de todos los demás países inundarían el nuestro»
VÍCTOR M. OLAZABAL. EL DIARIO.ES.- En 1959, un joven llamado Tenzin Gyatso atravesó a pie las montañas del Himalaya hasta llegar a la frontera de la India, donde fue recibido por un grupo de guardias de ese país. A sus espaldas, y acompañado de una veintena de compatriotas, dejaba la ciudad tibetana de Lhasa, tomada por el Ejército chino, que había conseguido sepultar una insurrección popular.
Gyatso, el decimocuarto Dalái Lama, empezaba así su vida en el exilio, acogido por la India de Nehru. Hoy día la comunidad tibetana en suelo indio llega a las 100.000 personas.
India tiene un notable historial de acogida. En las últimas siete décadas, el gigante asiático no ha puesto barreras a la hora de dar asilo a ciudadanos que huyen de conflictos o persecuciones aludiendo cuestiones de seguridad o falta de recursos. Ni siquiera por el hecho de engordar unas listas demográficas desmesuradas en un país con 1.300 millones de habitantes.
No las ha puesto hasta ahora, cuando el Gobierno ha optado por rechazar públicamente a los refugiados rohingyas que han huido de Myanmar.
Una tradición de acogida histórica
Paquistaníes y bangladesíes huyendo de atrocidades en sus procesos de independencia, tamiles dejando atrás una devastadora guerra civil en Sri Lanka, butaneses escapando de una limpieza étnica a manos de su rey o afganos y somalíes alejándose de dos países sumergidos en una perpetua violencia. Todas estas comunidades –algunas se cuentan en millones, otras en decenas de miles– han encontrado en India un refugio donde construir una nueva vida con más esperanzas y, sobre todo, con más seguridad, si bien es cierto que algunas de ellas sufren racismo y discriminaciones cotidianos por parte de la población autóctona.
Según datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), en India hay 198.000 personas con el estatus de refugiado y otras 9.000 que solicitan asilo, pero las cifras reales de personas que no cuentan con esos documentos, aunque también huyeron de violencias en sus países, son mucho mayores.
La tradición de abrirles las puertas se ha mantenido a pesar de que el país no es firmante de la Convención sobre los refugiados de 1951 ni del Protocolo de 1967, aunque sí lo es, en cambio, de otras declaraciones internacionales más recientes que reconocen el derecho al asilo.
«No queremos ser la capital mundial de los refugiados»
El Gobierno actual, en manos del partido nacionalista hindú BJP, ha dado un vuelco de 180 grados a todo un histórico discurso. El Ejecutivo dejó clara su postura a principios de este año ante el Tribunal Supremo: «No queremos que la India se convierta en la capital mundial de los refugiados. Personas de todos los demás países inundarían el nuestro».
Los primeros pasos en este giro vinieron antes, con la reforma de la ley de ciudadanía, que está camino de aprobarse y tiene el fin de diferenciar qué migrantes y refugiados pueden llegar a ser ciudadanos indios y cuáles no según la religión que profesen. En palabras del secretario general del BJP, Kailash Vijayvargiya: «El objetivo es hacer que los refugiados de Afganistán, Bangladesh y Pakistán que sean hindúes, sijs, budistas, jainistas, parsis y cristianos puedan obtener la ciudadanía india». Es decir, aceptar a las minorías no musulmanas que sean perseguidas en sus países de mayoría musulmana.
Esta visión de la política de acogida «parece estar influenciada por la paranoia y la xenofobia», afirma Arijit Sen, investigador de Amnistía Internacional, en una conversación con eldiario.es. «Los refugiados y solicitantes de asilo son cada vez más categorizados como ‘inmigrantes ilegales’ sin que el Gobierno tenga en cuenta las obligaciones nacionales e internacionales que tiene con aquellos que huyen de ser perseguidos».
En el último año el cambio de discurso se ha vuelto indiscutible a raíz del descomunal éxodo de los rohingya que han huido de una limpieza étnica en Myanmar y se han asentado en campos de refugiados en Bangladesh.
En India viven unos 40.000 rohingyas, de los cuales más de 16.000 tienen el estatus de refugiado de Naciones Unidas. La mayoría de ellos lleva en territorio indio desde 2012 y ha ido llegando tras escapar de distintas oleadas de represión.
El Gobierno del BJP ha manifestado en repetidas ocasiones que quiere deportar a los rohingyas que viven en lugares como Cachemira o Delhi porque son «inmigrantes ilegales» que suponen una «seria amenaza para la seguridad nacional», una conclusión a la que las autoridades han llegado tras encontrar supuestos vínculos entre esta población de mayoría musulmana y grupos terroristas de origen paquistaní.
Su expulsión está siendo estudiada por el Tribunal Supremo que, de momento, ha paralizado la operación, a pesar de que el Ejecutivo sostiene que los jueces no deberían intervenir. Mientras tanto, la Policía fronteriza de la India, que comparte lindes con Bangladesh y Birmania, ha fortalecido la vigilancia para evitar que los rohingyas lleguen a su orilla.
«India ha tratado a cada refugiado según sus intereses»
Los expertos consultados coinciden en que, con la crisis rohingya, el Gobierno indio ha sustituido su tradicional política de acogida por otras preocupaciones. «India quiere proteger sus intereses estratégicos y económicos. Delhi busca mejorar los lazos con sus vecinos del este y Myanmar sirve como puerta de entrada hacia el sudeste asiático», apunta Nehginpao Kipgen, director del Centro de Estudios del Sudeste Asiático de la universidad O.P. Jindal Global.
Kipgen subraya la importancia de las inversiones y proyectos indios en suelo birmano. «Para India también es vital mantenerse en buenos términos con Myanmar porque necesita su apoyo para hacer frente a los grupos insurgentes que operan en los estados del noreste», una zona fronteriza con el país de mayoría budista.
El experto considera que India ha respondido al desastre humanitario pero, dice, «es cierto que con su historia de acogida y bienvenida de refugiados podría haber desempeñado un papel más destacado en el tratamiento de la crisis rohingya».
Para Syed Munir Khasru, analista bengalí, India ha demostrado históricamente sus «valores de hospitalidad e inclusión» con los vecinos en apuros, pero su política de acogida nunca se ha basado en la misericordia mundial. «Cada país es diferente y cada refugiado ha sido tratado según quién era y qué intereses tenía India con esa nación», sostiene.
«La acogida de refugiados tibetanos es una respuesta a las relaciones con China, igual que la aceptación de paquistaníes y bangladesíes fue una medida contra Pakistán, mientras que en Afganistán, India lo que quiere es ampliar sus influencias porque ese país es vecino de Pakistán. No es tan sencillo como decir que India apoya a todos los refugiados sean de donde sean», ejemplifica.
En ese sentido, continúa el presidente del Instituto de Política, Defensa y Gobernanza (IPAG), «los rohingya no suponen ningún provecho político para la India y siendo amable con ellos te alejas de Myanmar, algo que el Gobierno indio no quiere porque eso es más importante para ellos que los rohingyas».
En los círculos académicos y mediáticos de India, numerosas voces han señalado que los pasos que está dando el gobierno del BJP con los rohingyas –tanto la repentina criminalización de los que viven en India, como el olvido de los que sobreviven en los campamentos de Bangladesh– responden a una estrategia doméstica: contentar a sus seguidores más fieles al nacionalismo hindú.
Hay quienes temen que este camino acabe realmente con la expulsión de los refugiados y quienes opinan que solo se está agitando a las masas de cara a las elecciones generales del año que viene. Kipgen no cree que la política actual con los rohingyas «signifique necesariamente que vaya a haber un enfoque similar con otros refugiados».
El Ejecutivo indio ha vivido también varios encontronazos con la comunidad tibetana, afincada desde hace 60 años en la zona de Dharamsala, al norte de la India. Allí, en McLeod Ganj, reside su gobierno en el exilio. El detonante de la última discordia fue la decisión del BJP de distanciarse de los eventos que los tibetanos han organizado para conmemorar sus seis décadas debido a la «sensible» situación actual entre India y China. Delhi intenta suavizar posturas con Pekín después de un año marcado por la tensión en el paso fronterizo de Doklam. Tampoco pierde de vista su dependencia económica y su desventaja militar respecto a la otra gran potencia.
Con el ambiente un poco cargado, la comunidad tibetana exiliada se dispuso a celebrar en Dharamsala la ayuda prestada por India todos estos años en una ceremonia llamada «Gracias, India».
Habló el Dalái Lama, hablaron autoridades indias y habló el líder político del exilio tibetano, Lobsang Sangay, que, entre un sinfín de pertinentes agradecimientos al país que les ha acogido, coló un mensaje a su líder espiritual: es hora de «reforzar nuestros esfuerzos» para hacer realidad el sueño de «reunir» a la población exiliada con sus compatriotas al otro lado del Himalaya. Es hora de volver a casa. Muchos, sobre todo los jóvenes, ya están optando por salir de India camino de Occidente, en busca de un futuro mejor, o están regresando al Tíbet del que huyeron sus padres.