El bandazo autoritario del país provoca una dura reprimenda del Europarlamento
La extrema derecha agita el antisemitismo y el racismo
SILVIA BLANCO. EL PAÍS.- Hace unos meses, Eszter S. se descubrió haciendo un gesto nuevo. Estiró la manga de la chaqueta para ocultar las letras hebreas inscritas en su reloj. Estaba en un lugar público. Es un detalle mínimo —igual que no decir que es judía cuando conoce a gente nueva si no es necesario— del que solo fue consciente después. “Escondes más tu identidad”, explica en la terraza de uno de los muchos bares de copas que han brotado en el antiguo gueto de Budapest. Música, risas y jóvenes ocupan ahora los espaciosos edificios medio en ruinas, con partes al aire libre, decorados con murales y mesas de colores.
En esta parte de la ciudad se puede probar la cocina judía del país y no es difícil cruzarse con alguien con kipá. Eszter tiene 33 años y habla de la vitalidad de la comunidad, de entre 80.000 y 100.000 personas, el 10% de la población. Ella no es practicante, “igual que la mayoría”, explica, y forma parte de Marom, una asociación juvenil que organiza festivales de música y talleres. “Reinterpretamos la cultura judía de una forma nueva y atractiva, poniendo énfasis en los aspectos positivos de la identidad judía. Hasta hace poco era suficiente centrarse en el arte y en la cultura, pero en este contexto político sentimos que es más necesario abordar el Holocausto y el antisemitismo desde el punto de vista de la educación”, explica después de tomarse un té. “Ahora los prejuicios se han hecho más visibles. En las dos últimas semanas, dos amigos me han contado que han escuchado en el trabajo comentarios abiertamente contra los judíos. El novio de una amiga judía no le presenta a sus padres porque ellos son de derechas y antisemitas. Esto no es una paranoia: la política está legitimando esto, últimamente se dicen frases contra los judíos como si fuera normal. Y lo mismo pasa con los gitanos”.
La extrema derecha ha ido inoculando con eficacia sus dosis de odio en el debate público. Jobbik es la tercera fuerza política de Hungría, y solo compite en generar escándalos fuera del país, aunque por muy distintas razones, con Fidesz, el partido del Gobierno del populista de derechas Viktor Orbán, que controla dos tercios de la Cámara desde las elecciones de 2010. Envuelto en esa gigantesca mayoría como si fuera una capa mágica acorazada, el primer ministro se ha embarcado en la misión de remodelar el país de arriba abajo, acaparando poder a costa de socavar el Estado de derecho. Bruselas vigila las reformas como señales de la deriva autoritaria que ha tomado la democracia húngara y las critica con dureza, sospechando que Hungría puede convertirse en la oveja negra de la Unión.
Un tupido andamiaje rodea ahora los arcos neogóticos del esbelto edificio del Parlamento húngaro junto al Danubio. Las obras durarán hasta el año que viene. Zsuzsa Sándor tiene 65 años, y las leyes, que se han vuelto elásticas y mutantes hasta el mareo desde que Orbán llegó al poder, formaban parte de su vida cotidiana hasta junio de 2012. Entonces, el Gobierno decidió jubilarla a la fuerza —tenía que retirarse a los 70—, igual que a otros 200 jueces mayores de 62 años. Muchos vieron en esa decisión una especie de purga. Aquello abrió el enésimo desencuentro entre Bruselas y Budapest, y el Tribunal Europeo de Justicia ha obligado a Hungría a readmitirlos o indemnizarlos con un año de salario al considerar que hubo discriminación por motivo de edad. Sándor no ha querido volver. “Fue una forma de actuar muy vergonzosa para alguien que trabajó bien, que no tuvo problemas con los fallos que dictó, y después te echan”, explica. “Muchos de los jueces de mi generación eran jefes de los tribunales, y creo que querían reemplazarlos. Este Gobierno quiere controlar la justicia. Solo hay que ver que la jefa de todos los jueces, una sola persona, está muy próxima a Fidesz y depende del Ejecutivo”, agrega.
En solo año y medio, Fidesz ha enmendado cuatro veces la polémica Constitución que ellos mismos escribieron. El último paquete de cambios, aprobado en marzo, es el que más problemas está generando al Gobierno de Orbán. Ignoró las advertencias internacionales —de la Comisión Europea, del Consejo, de EE UU, de la ONU y de varias ONG— e incluyó, entre otras medidas controvertidas, varias leyes en la Carta Magna que había tumbado el Tribunal Constitucional. Ese órgano de control democrático no podrá pronunciarse, más que en términos formales, sobre posteriores enmiendas a la Constitución ni podrá referirse a su propia jurisprudencia de los últimos 20 años para argumentar nuevos casos. “Es absurdo”, comenta Sándor. “En la última semana, en un día, el Gobierno, con su mayoría de dos tercios, aprobó 10 leyes. Incluso los jueces o los abogados no pueden seguir ese ritmo de cambios. Se les ocurre una cosa y al día siguiente crean una ley. Sin debate social o profesional, esto está lejos de ser una democracia”, afirma esta antigua juez, dedicada ahora a escribir un libro y artículos en un semanario. En tres años se han aprobado cientos de leyes, 50 de ellas orgánicas, que exigen una enorme mayoría para ser modificadas.
El Parlamento Europeo ya ha enviado un duro mensaje político a Orbán esta semana. Ha respaldado un informe que critica la situación de los derechos fundamentales en Hungría y que carga sobre todo contra el recorte de poderes al Tribunal Constitucional y contra la modificación constante de las leyes y de la Carta Magna. Para defenderse, Orbán no dudó en comparar la UE con la Unión Soviética —“sé lo que significa ser un ciudadano de segunda clase. Estuve en contra del comunismo y no quiero volver a experimentarlo”, dijo—, denunció el supuesto ataque que el documento supone a la soberanía húngara y avisó de que no permitirá que se emplee una doble vara de medir con su país.
Mientras Europa mueve su pesada maquinaria de análisis y crecen las voces de alarma sobre las reformas, la extrema derecha sigue contaminando el debate público en Hungría. El Gobierno también siente el aliento de Jobbik, y Orbán emplea con todos su arma retórica favorita: la confusión. El año que viene hay elecciones, y del mismo modo que el primer ministro cede ante Bruselas o le declara la guerra según le convenga —acaba de anunciar que retira dos leyes objetadas por la Comisión, con lo que tendrá que hacer una quinta enmienda—, mantiene una relación ambivalente con los excesos de la extrema derecha, a la que condena sin paliativos y hace algunos guiños al mismo tiempo.
Acoso a los gitanos
El discurso antisemita de Jobbik generó en noviembre un enorme estupor. Márton Gyöngyösi, uno de sus diputados, pidió que se “preparen listas de los judíos que viven aquí, sobre todo [los que están]en el Gobierno y en el Parlamento, que suponen un riesgo para la seguridad de Hungría”. La oleada de indignación que suscitaron esas palabras dentro y fuera de Hungría no ha evitado que a finales de mayo otro diputado de Jobbik relativizara el Holocausto. O que en enero, después de una pelea en la que hubo heridos y se suponía que uno de los atacantes era gitano, Zsolt Bayer, un miembro fundador de Fidesz y amigo personal de Orbán, escribiera en un periódico: “Esos gitanos son animales y se comportan como animales. No debería permitirse que existieran estos animales. Esto tiene que ser resuelto inmediatamente y por cualquier método”. Los dos diputados siguen en su escaño y el diario que publicó el artículo ha sido multado, cuatro meses después, con 850 euros.
No son solo palabras. O no son solo las palabras de un puñado de extremistas. A 70 kilómetros de Budapest, Cegléd es una pequeña ciudad con edificios bajos y plácidas plazas llenas de árboles. La carretera discurre entre casas unifamiliares con jardín hasta que disminuye el número de farolas. Termina el asfalto. Empieza un barrio gitano. Aquí vive Tünde Horváth, de 33 años, con su marido y sus cinco hijos. La caseta de madera que se ve en el patio es el váter. No hay ducha. La cocina es un hornillo y la pila no tiene grifo. “Traemos el agua de un pozo”, explica Horváth.
En el minúsculo salón hay un pequeño sofá, dos sillas y una mesa. La hija mayor, de 16 años, escucha apoyada en el marco de una puerta. “Llevaban varias noches amenazándonos”, cuenta muy bajito Horváth mientras recorre con las manos su larguísima coleta. Fue en agosto, y se refiere a los sucesores de la prohibida Guardia Húngara, una organización de civiles uniformados de la extrema derecha que presidía el fundador de Jobbik, Gábor Vona. “Daban vueltas por la calle y gritaban cosas como ‘apestosos gitanos’, ‘no sois húngaros, volved a la India’ o ‘vais a morir’. Algunos llevaban látigos. Muchos iban vestidos con pantalones de camuflaje y otros con camisa blanca y chaleco negro con el antiguo escudo de Hungría”, describe. “Estábamos viendo Titanic. Entonces una vecina me avisó: ¡Que viene la Guardia Húngara! Me asomé y vi que entraban por mi calle. Eran unos 60 hombres. Iban en filas de cuatro marchando e insultándonos. Un coche de policía llegó por el otro lado y se quedó parado. No hicieron nada. Se oyeron dos tiros. Al ver que la policía no actuaba, cogí una viga de madera del patio y grité: ‘¡Vamos a defendernos, gitanos!’. Los de la Guardia Húngara se fueron”. Al día siguiente se presentaron 400 ultras en el barrio. Esta vez la policía regional, alertada por lo que había ocurrido la noche anterior —Horváth les llamó—, bloqueó la entrada al barrio.
Después de semejante incidente —que se da con cierta frecuencia en el campo, donde viven la mayoría de los gitanos—, hay cinco personas acusadas: todos son gitanos y una de ellas es Tünde Horváth, por “alteración del orden público con armas”. La condena a la que se enfrenta es una multa. La organización de defensa legal para las minorías Neki, que representa a Horváth, denunció a la policía por su omisión. La denuncia de Horváth a la policía no consta en ninguna parte.
El despacho de Ágnes Osztolykán está junto al Danubio. Es diputada del partido verde y gitana, como el 8% de los diez millones de húngaros. Es la única de su familia con un título universitario y viene del campo, del noreste, donde Jobbik fue más votado. Los gitanos son los principales objetivos de la extrema derecha y los más claramente amenazados. Una semana antes de que los ultras llamaran a elaborar listas de judíos, se celebraba una jornada parlamentaria sobre la integración romaní. Un diputado de la extrema derecha gritó: “Sois todos unos gitanos criminales”. Empleó una palabra húngara que denomina un tipo de delito atribuido exclusivamente a esta minoría, con una fuerte carga racista. No sucedió nada. “No puedo ser desapasionada con esta cuestión. Estoy algo asustada de vivir en este país con mi hijo. Me decepcionó que después de las palabras del diputado sobre las listas de judíos todo el mundo saliera a la calle, mientras que no hubo ninguna manifestación cuando esos nazis mataron a varios gitanos en 2009”, agrega dolida.
Ferenc Orosz fue a un partido de fútbol con sus hijos a finales de abril. En la segunda parte, empezó a oír detrás de él una canción fascista y luego el saludo nazi una y otra vez: “¡Sieg heil!”. Se giró y les dijo que pararan, a lo que ellos contestaron con un “¡comunista judío!”. Al salir del estadio, le rompieron la nariz. La pequeña desviación todavía se nota ahora que habla en la biblioteca del instituto científico donde trabaja. Él es presidente de la Asociación Raoul Wallenberg, el diplomático sueco que salvó la vida de miles de judíos húngaros. Cree que los agresores no lo sabían, igual que tampoco sabían que él no es judío ni que es miembro de Fidesz. “El antisemitismo y el racismo hacia los gitanos tienen más presencia en el discurso público. Sin embargo, ha habido muy pocos casos de agresiones físicas a judíos, a diferencia de lo que ocurre con los gitanos”, comenta.
En esto coincide con el representante de Emih, una asociación judía húngara, y con el sentir de otras. “Es obvio que el antisemitismo está empeorando radicalmente, y que Jobbik ha logrado que cosas que antes serían intolerables empiecen a ser normales”, afirma Daniel Bodnár. Sin embargo, considera que “el tema de los judíos no debe formar parte de los juegos políticos”, y asegura que él puede “tener más problemas” al andar con kipá y barba “en París, por ejemplo, que en Budapest”, en referencia a amenazas físicas.
En el último año, calles, bustos y plazas dedicadas al dictador de entreguerras Miklós Horthy han proliferado en varios pueblos, en homenaje a quien fue el primero en introducir leyes de segregación y responsable último de la deportación a Auschwitz de más de medio millón de judíos húngaros. Se ha incluido en el currículo escolar a dos escritores abiertamente antisemitas. El Gobierno ha concedido este año el Premio Nacional de Periodismo a un tipo que, además de atacar a los judíos, ha comparado a los gitanos con los monos —algo por lo que fue multado—, para después retirárselo alegando el ministro que no tenía ni idea de todo esto. Cuando en mayo se reunió en Budapest el Congreso Mundial Judío para llamar la atención sobre el antisemitismo, Orbán lo condenó con contundencia —como siempre, recalcando su discurso de “tolerancia cero”—, pero no mencionó a Jobbik, que ese mismo día reunió a los suyos en la calle para denunciar la “colonización sionista”.
Al mismo tiempo, el Ejecutivo húngaro ha incluido en la Constitución una ley para defender “la dignidad” de cualquier miembro de una comunidad “racial o religiosa”, además de la de “la nación húngara”. Impulsó en 2011 la estrategia europea para la integración de los gitanos y dedicó el año pasado a conmemorar el centenario de Raoul Wallenberg con numerosas actividades, y el año que viene organizará el 70º aniversario de las deportaciones masivas.
Orosz cree que esa actitud ambigua es más acentuada cuando el ataque se dirige a los gitanos. “El Gobierno actúa de un modo borroso. Después de que Bayer escribiera el artículo [sobre los gitanos y los animales], lo denuncié ante la comisión ética del partido. Al final no lo sancionaron porque dijeron que era un tema de libertad de expresión”, explica. En opinión de Krisztian Szabados, director del think tank Political Capital de Budapest, “Fidesz quiere atraer a los votantes de extrema derecha porque no sabe qué pasará en 2014”. Orbán encabeza las encuestas con holgura, pero hay una parte significativa de indecisos (un 47%, según Ipsos, en junio). Entretanto, Jobbik está experimentando un ligero declive en intención de voto, algo que Szabados atribuye a que “Fidesz ha incorporado la retórica de los extremistas”. El sol de la tarde ilumina el salón de María B., desde cuya ventana, a su espalda, se ven los tejados de pizarra y las cúpulas de Budapest. Ella se salvó del Holocausto cuando era casi una adolescente, gracias a la protección que le otorgó la Embajada de Suiza. Durante un tiempo quiso olvidarse de la matanza. Después de la guerra, dice, le impresionó la “absoluta indiferencia hacia lo que había pasado con medio millón de judíos. Nadie me preguntó qué me ocurrió a mí o a mi familia”. Los años del comunismo sepultaron esa parte de la historia. Desde su butaca, y con los pies apoyados en un taburete, reflexiona con su voz de 82 años sobre lo que está ocurriendo en Hungría. “El espíritu del pasado nos acecha”, afirma. “Nunca pensé que me tocaría ver a estos uniformados de la Guardia Húngara. Siento desesperanza. Me indigna este culto a Horthy, este diputado que pide que se hagan listas de judíos, un primer ministro que no se separa lo suficiente de Jobbik y que habla de “judíos” y “húngaros”. ¿Por qué hace esa diferencia?, se pregunta enérgica, y añade: “Me indigna que atemoricen a los gitanos y los intimiden. La pregunta es: ¿cómo es posible?”.