MANUEL MENOR.MUNDIARIO.- La ONU decidió, el 1 de noviembre de 2005, designar la fecha del 27 de enero “Día Internacional de conmemoración anual en memoria de las víctimas del Holocausto”. El interés de la misma radica en las enseñanzas que se derivan de que hubiera sucedido una “atrocidad sin igual que –según explicaba Kofi Annan, su Secretario General entonces- no podemos simplemente relegar al pasado”. La Organización había nacido en 1945, al término de la II GM, como reacción de mala conciencia por tanta mortandad como se había producido, acompañada, además, de horrores incontables. En 1948, los poco más de 50 países firmantes de la Carta fundacional habían acordado la Declaración Universal de Derechos Humanos que ya se habían comprometido a respetar y promover, un conjunto de referencias institucionales de conducta que diera esperanza a la humanidad.
El 27 de enero tiene que ver con el día –de 1945- en que las tropas soviéticas liberaron el mayor campo de concentración: Auschwitz-Birkenau (Polonia). El 5 de mayo del mismo año, EEUU libertaría otro no menos famoso por el desastre humano que allí encontraron: Mauthausen-Gusen (Austria), a sumar a la amplia red de devastación sistemática creada por los nazis para el genocidio judío y el exterminio de muchas otros grupos: gitanos, homosexuales, disminuidos físicos y mentales y, también, prisioneros de distintos países. Entre estos últimos, muchos españoles republicanos que habían cruzado a Francia en 1939. Para salir de la miseria de campos como el de Argelès-sur-mer, se habían enrolado en la Resistencia francesa: alrededor de 35.000 tomaron parte junto a los aliados en esta otra guerra que vieron como continuación de la de España. Algunos fueron los primeros en entrar en París, con la 2ª división blindada del general Leclerc, y tienen hoy reconocimiento público de la ciudad. Y unos 10.000 fueron a parar a los campos de concentración y exterminio alemanes, distinción incapaz de ocultar el desprecio a la vida humana que en ellos se practicaba hacia quienes el régimen hitleriano consideraba indeseables. Los primeros estaban organizados para el trabajo esclavo -en condiciones que casi siempre terminaban en la muerte-, y la eficiencia de los segundos se basaba en la industrialización rápida de ésta. Su triste historia había empezado en octubre de 1939, poco después de la invasión de Polonia, con un programa eugenésico –“Aktion Reinhard”- patrocinado por Himmler para deshacerse, mediante muerte o esterilización, de cuantos no entraban en sus planes de pureza racial, y para activar programas genéticos de germanización y experimentación médico-farmacéutica. Cuando el 20 de enero de 1942 tuvo lugar la Conferencia de Wansee, presidida por Reinhard Heydrich para planificar la aceleración del Holocausto, ya judíos, gitanos y negros habían empezado a ser exterminados en nombre de una presunta superioridad aria.
Al lado de los cerca de 7 millones de judíos exterminados –unos dos tercios de los que residían en Europa-, murieron en similares circunstancias otros 4 millones de personas. Los varios miles de españoles muertos representan una cantidad muy inferior a la de los judíos, pero no por ello menos digna de recuerdo en esta conmemoración del Holocausto. En Mauthausen, la llegada de los americanos fue acogida con una enorme pancarta en español: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas libertadoras”. Por entonces, en España ni se había firmado la Carta de la ONU ni eran bien vistos estos supervivientes de la guerra europea. El régimen había sido aliado del Eje y se quedaron mayoritariamente en Francia.
Hoy, sin embargo, pese a habernos adherido a la Carta fundacional de la ONU y aunque hayan pasado 70 años, todavía existen muchas reticencias oficiales a darles el debido reconocimiento. Es verdad que, el 9 de mayo de 2010, la entonces vicepresidenta del Gobierno, Mª Teresa de la Vega, acudió a Mauthausen a homenajear a los compatriotas que habían sufrido o perecido en aquel lugar, destacó que las víctimas del fascismo y del franquismo no serían víctimas del olvido, y hasta celebró la memoria de aquellos republicanos muertos como precursores de la Europa de los derechos que hoy tenemos. Pero no se compadece bien aquel recuerdo honroso con otras actuaciones demasiado frecuentes. Por ejemplo, con lo sucedido en la conmemoración del Holocausto hace dos años en el Senado -con asistencia de personalidades del mundo judío-, como rememoró Elsa Osaba el pasado 10 de diciembre, en el Ateneo madrileño -con motivo del aniversario de la Declaración de los Derechos Humanos-. Descendiente de una familia española que pasó por todo aquel calvario, estaba irritada por cómo a los republicanos españoles que habían sufrido las mismas calamidades que los judíos, les habían llamado “disidentes ideológicos”: habían sido víctimas del fascismo europeo y español, y las instituciones del Estado les olvidaban. (http://disopress.com/gallery.php?mode=all&id=MjEwMTEzMWU2ZjI5Nzc=&page=1) Algo similar viene sucediendo en diversas intervenciones públicas de nuestros más altos dignatarios. Cuando hablan de “víctimas del terrorismo”, es muy excepcional que mencionen en el mismo plano a las víctimas del franquismo; con el agravio comparativo consiguiente para quienes viven este problema sometidos a un ominoso silencio selectivo.
Se olvida sistemáticamente, además, lo que Paul Preston llamó El holocausto español (Debate, 2011). Y es que, entre otros muchas formas de mortalidad de nuestra guerra civil y su postguerra dentro de España, la de nuestros campos de concentración fue importante. Probablemente quepa el honor de su invento al general Valeriano Weyler, quien, el 25 de octubre de 1896, había ordenado a la población cubana su “reconcentración” en los pueblos ocupados por las tropas, lo que arrastraría consigo una enorme mortandad al propiciar la rápida propagación de epidemias, también entre los soldados coloniales españoles. El primero que se abrió después del golpe de Estado, lo había creado Franco en Ceuta en julio de 1936 –fecha anterior a la de los campos alemanes-, y diez años después de iniciada la guerra civil todavía funcionaban 137 campos de trabajo y 3 campos de concentración, en los que estaban acogidos 30.000 prisioneros políticos: el último sería cerrado en Miranda de Ebro en 1947. A lo largo de esos once años, estuvieron funcionando 180, entre los que destacan los de Albatera –que ya era campo de trabajo penitenciario desde octubre de 1937-, Castuera, Los Almendros –al que Max Aub dedicaría una novela homónima- o el de la Cartuja de Porta Coeli. Sólo hasta 1942, sabemos que pasaron por ellos cerca de 500.000 españoles, de los que murió la mitad (Ver: Rodrigo, J. (2005). Cautivos: campos de concentración en la España franquista, 1936-1947, Barcelona, Crítica, 2005). No obstante, con otras denominaciones ligadas a una redención de penas peculiar, estos campos continuaron. La historia de construcción del Canal del Bajo Guadalquivir, iniciada en 1940 y terminada en 1962, con campos de trabajo para presos políticos en Los Merinales, La Corchuela y Dos Hermanas, testimonia el alargamiento en el tiempo de estas fórmulas de represión contra disidentes. El Valle de los Caídos, construido entre 1940 y 1958 con similar metodología, es otro de los flecos que los campos de concentración españoles propiamente tales dejaron todavía vigentes. Con sus víctimas, más acá de 1947, y sus beneficiarios; no sólo en contratas de carácter público sino también de provecho privado, entre terratenientes y empresas afectas al régimen.
La cuestión ahora mismo es, por tanto, que volvería a ser muy hipócrita que el día del Holocausto, este 27 de enero, tan sólo sirviera para acordarse de los judíos sacrificados por los nazis, y que siguiéramos desarrollando el alzheimer hacia los muertos españoles que fueron masacrados por las mismas razones que la Declaración de Derechos Humanos ha tratado de prescribir como norma básica de convivencia en todos los países miembros de la
Gran parte de lo relacionado con la llamada “Memoria histórica” es un tabú especial todavía en España a pesar de que hayan pasado 37 años desde que nos dimos una Constitución democrática. Y de contraria variabilidad afectiva según quien gobierne, como si de un motor intermitentemente gripado se tratara. De ahí, las trabas actuales para la creación de una Comisión de la verdad (http://amesde.org/category/comisionanteriores/) -como recomendó el “Grupo de Trabajo sobre desapariciones Forzadas de Naciones Unidas” (GTDFI) en julio de 2014- que reconcilie con la democracia a los descendientes de más de 150.000 desaparecidos forzosos en los malhadados años anteriores a 1975 y, simultáneamente, nos sirva a todos para una más consciente corresponsabilidad cívica de futuro. Es un asunto pendiente, y muy importante, de pedagogía social básica que no se puede resolver a base de ficciones jurídicas, equivalentes a un negacionismo práctico, similar al condenado el 20 de abril de 2007 por la UE. Lo demandan las múltiples asociaciones surgidas en estos años para desarrollar una convivencia más democrática (http://www.publico.es/politica/movimiento-memoria-historica-175-paginas.html). Y lo reclama, de origen, el compromiso internacional suscrito por España con la ONU para luchar contra el sufrimiento inútil de sus ciudadanos, que de eso va la Declaración Universal.
No es menos grave –como ya se comentó aquí hace algunos días- lo acaecido a una Comisión creada recientemente –por el propio Gobierno de Rajoy- para desarrollar un “II Plan de Derechos Humanos”. Al informar de las grandes zonas de penumbra de cumplimiento de los mismos en España –también, pero no sólo, en Educación (http://www.derechos.org/nizkor/espana/doc/ddhhesp2.html)-, no ha sido aceptado su informe . Con la LOMCE en la mano –una ley oportunista para lo retrógrado- poco podremos hacer por que la dinámica más rica de estos derechos humanos no quede en burocrático papel mojado. Algo especialmente preocupante cuando, en demasiados ambientes –como ha denunciado reiteradamente Esteban Ibarra y su Movimiento contra la Intolerancia- no logra erradicarse el odio racista. O cuando distintas asociaciones feministas siguen peleando por que la violencia contra las mujeres –por la creciente preponderancia de modelos sexistas que la educación actual no contrarresta- desaparezca de la escena social… Por otro lado, tampoco la Justicia parece querer contribuir a una labor educadora firme en este terreno. La doctrina que deja el conjunto de sus sentencias es como mínimo confusa sino contraria: no hace falta irse a lo sucedido con el juez Garzón y a la peripecia que atraviesa la querella planteada en Argentina por los damnificados en este asunto de la Memoria histórica. Las correcciones a la baja que ha tenido entre nosotros la justicia universal –que sirve de base a la Declaración de Derechos y a la imprescriptibilidad de los delitos contra ellos- permite actualmente una gran elasticidad interpretativa a nuestros jueces. Un ejemplo perfecto es el de la reciente resolución final de la Audiencia Nacional ante una querella planteada por presos españoles en campos nazis contra sus torturadores. De los 17 magistrados de la Sala, sólo cinco –a quienes califican como “progresistas” (¿)- se mostraron contrarios al archivo del caso. En sus votos particulares constan las razones que no fueron atendidas por los otros 15 jueces: el derecho internacional, el principio de igualdad con otros españoles, el agravio comparativo respecto a víctimas de otros delitos graves y la cláusula de impunidad porque el caso de exterminio de víctimas españolas no ha sido investigado hasta ahora en ningún país (http://www.publico.es/politica/audiencia-nacional-niega-justicia-victimas.html).
A demasiados profesionales del derecho, la ternura, la piedad o el in dubio pro reo no les entra en su código de conducta. Absortos en los tecnicismos y en la brillantez de su carrera, parece sucederles lo mismo que, paralelamente, incomoda a eximios dignatarios de la Iglesia, incapaces de fortalecer la línea que pueda querer el Papa Francisco. Tienen su propia pastoral salvadora de pecadores y descarriados, ajena a la misericordiosa solidaridad empática con los más débiles. Y les puede la imperiosa voluntad de una justiciera división previa entre dignos e indignos, dictada por secular inercia inquisitorial. Lo acaba de sentir Juan José Tamayo, teólogo y profesor de la Universidad Carlos III, vetado hace muy pocos días para dictar en espacios diocesanos de Barcelona una conferencia sobre Ignacio Ellacuría, uno de los sacerdotes españoles más prestigiados en América Latina, que fuera asesinado junto a otros compañeros de la UCA (El Salvador) el 16 de noviembre de 1989 (http://m.elperiodico.com/es/noticias/sociedad/sistach-veta-una-conferencia-del-teologo-tamayo-sobre-ellacuria-3852858).
Los frentes que, por tanto, tenemos abiertos en este terreno fundante de las libertades y derechos de un país democrático –en una de las zonas privilegiadas del mundo- son tan incongruentes que no debiera sonar raro decir qué necesitamos fortalecer en el sentir colectivo del país y, particularmente en el qué y cómo se enseña en nuestras escuelas y colegios. No sea que, por desatención –cuando no por convicciones contrarias a lo que como ciudadanos necesitamos-, todo sea un sinsentido digno del mejor Valle-Inclán. Si no queremos que el imaginario colectivo se descafeíne en exceso, es preciso ser consecuentes con los principios, resoluciones y acuerdos que la Declaración Universal impone, favorecedores de espacios de equidad. A medida que ha ido creciendo la desigualdad socioeconómica, no sólo crece la xenofobia, la islamofobia y el antisemitismo, crecen también formas de intolerancia, segregación y difusión de la violencia e imposición dominante sobre los más débiles, que no dejan de alimentarse de la vieja moral vengativa de triunfo y competencia, matriz de todas las guerras, y que afectan a la convivencia común. Por eso es contradictorio que, entre las exigencias de estudio planteadas en la “Ley Wert” respecto a valores, algunos alumnos puedan dedicar un tiempo a Religión, mientras otros lo dedican a una especie de educación cívica menor, “Valores éticos”: mundos simbólicos diferentes, obligaciones distintas y, por tanto, competencias sociales y cívicas no compartidas. Farisaica habrá sido la reacción solidaria contra lo acontecido con Charlie-Hebdo, y se quedará en superficialidad sentimentaloide, si no damos contenido responsable y coherente a los compromisos con que decimos estar acordes, la mejor clave interpretativa, por otra parte, de lo que dice el Título primero de la Constitución de 1978.
Olvidarlo es construir un país en falso: la táctica de sostener que el otro es el culpable, en una dicotomía inexorable de buenos y malos, no conduce sino a prolongar una poderosa razón de indignación y desafecto, todavía más profunda que la generada por los injustos recortes sociales porque, a veces, parece que todavía estuviéramos en 1964, con el mismo relato de “los XXV años de paz que nos había traído la guerra”. O que no quisiéramos comprender que la falaz parcialidad acerca de todo lo acontecido, además de insostenible científicamente, sólo contribuye a justificar múltiples formas de violencia, promover la discordia y minar la convivencia democrática. Urge rectificar: quienes murieron, dentro o fuera de España, por defender los principios democráticos merecen la digna reparación de su honor. Tienen derecho a la historia y a proyectos de futuro, si es que existe la esperanza: están en juego la verdad y justicia que podemos y debemos darles.