“No van a lograr que me venga abajo”, asegura un concejal acosado»
LUIS DONCEL. EL PAÍS.- Hans Erxleben oyó un ruido en la madrugada del pasado 6 de enero. Se levantó de la cama, corrió a la calle y vio su Toyota calcinado. Alguien lo había quemado. A los pocos días, encontró una octavilla en la que, mencionándolo con nombre y apellido, le deseaban que hubiera estado dentro del coche mientras ardía. No era la primera vez. Antes había visto cómo una piedra rompía el cristal de la ventana y aterrizaba en su salón. Pese a todo, este concejal del partido La Izquierda (Die Linke) de un distrito del sureste berlinés se siente afortunado.
“Aquí tengo el apoyo de la gente. Algunos vecinos se ofrecieron a concentrarse pacíficamente frente a mi casa. Tengo más suerte que el alcalde de Tröglitz. Yo no me siento solo”, asegura sentado en su sofá con la misma sonrisa que acompaña todas sus frases. Erxleben se refiere al caso que la semana pasada conmocionó a Alemania. Markus Nierth, un independiente, dejó su cargo en el Ayuntamiento al comprobar horrorizado que las autoridades no iban a hacer nada para impedir que un grupo de neonazis se manifestara frente a su residencia familiar. El pecado del alcalde de Tröglitz fue defender la llegada de 50 refugiados a su pueblo de 3.000 habitantes. Los dos políticos se enfrentan a los mismos enemigos —los ultraderechistas xenófobos— y por el mismo motivo —creer en Alemania como país de acogida—.
Se trata de dos casos extremos, pero no son los únicos. Petra Pau, vicepresidenta del Bundestag y diputada también de Die Linke, se ha enfrentado a decenas de amenazas de muerte y manifestaciones frente a su casa. Algunos alcaldes de pequeñas localidades, mucho más desprotegidos que los políticos de la Administración central o de los Estados federados, soportan insultos o pintadas ofensivas.
Cuando asiste a las juntas de distrito, Erxleben tiene que sentarse frente a los dos concejales del partido neonazi NPD, cercanos a sus agresores. “Conozco desde hace años a los neonazis que me acosan. Tratan de que me venga abajo. Pero no lo van a conseguir”, responde seguro de sí mismo el concejal del distrito berlinés de Treptow-Köpenick.
El acoso ultra también se extiende a periodistas de izquierdas, como comprobó hace unos días el freelance Marcus Arndt, que fue apedreado tras una manifestación neonazi en Dortmund. El año pasado, 150 refugios para solicitantes de asilo sufrieron ataques, que iban desde pintadas hasta incendios o ataques con explosivos. Es una cifra tres veces mayor a la del año anterior. “No es solo que las amenazas vayan a más. También observamos que los racistas se atreven a exponerse más que hace años. Se sienten más apoyados”, dice Fabian Virchow, director del Centro de Investigación del Extremismo de la Escuela Superior de Düsseldorf.
Pese a ser minoritario, el recurso a la violencia o a las amenazas es la expresión de un malestar por la oleada de refugiados que comparten capas más amplias de la sociedad. Más de 200.000 personas llegaron a Alemania en 2014 en busca de asilo político, el récord en dos décadas; y las autoridades ya prevén 300.000 para este año. Las protestas ante los nuevos centros de acogida se extienden por el país.
Una reciente encuesta de la Fundación Robert Bosch dibuja una sociedad muy dividida al respecto: dos tercios de los ciudadanos estarían dispuestos a ayudar a los asilados, pero uno de cada cuatro consultados firmaría contra la creación de un refugio en su vecindario. “Cuando viajo a mi circunscripción, los dos temas que realmente preocupan a la gente son el dinero que nos va a costar ayudar a los griegos y la llegada masiva de refugiados”, señalaba hace unos días un diputado democristiano que pedía quedar en el anonimato.
“Las autoridades distribuyen a los demandantes de asilo por todo el país sin consultar a los vecinos, que se sienten impotentes y reaccionan con indignación. Van a surgir más partidos y movimientos contra la inmigración y contra los políticos”, pronostica Werner Patzelt, politólogo de la Universidad Técnica de Dresde, la ciudad donde nació el movimiento xenófobo Pegida, que en su punto álgido llegó a congregar a 25.000 personas. Pese a sus problemas internos, los autodenominados patriotas europeos contra la islamización de Occidente vuelven a reunir simpatizantes habitualmente.
Frente a los recelos, el concejal Erxleben se empeña en deshacer los tópicos que rodean a los llegados de países remotos. “No es cierto que aumenten la criminalidad. Organizamos jornadas de puertas abiertas para que los vecinos los conozcan. Cuando ven cómo viven, reconocen que ningún alemán querría estar en su lugar”, concluye.