Genocidio y expolio, la herida sangrante de los indígenas en Canadá

| 12 junio, 2021

HUFFPOST.- La aparición de 250 cuerpos de niños muertos en un internado donde trataban de ser «asimilados» deja al aire la falta de justicia y reparación con los pueblos originarios.

Los indígenas de Canadá siguen siendo herida abierta. La aparición de al menos 250 cuerpos de niños en un viejo internado al que se llevaba a los críos de los pueblos originarios para “asimilarlos” ha supuesto un estremecimiento mundial pero allí, sobre el terreno, sólo es la dolorosa constatación de lo que ya se sabía: que durante décadas se ha intentado acometer la eliminación sistemática de una comunidad. Genocidio, lo llama el derecho internacional.

Británicos y franceses pelearon durante años por el control de este trozo de Norteamérica, hasta que vencieron los de las islas y, ya con mayor capacidad de control desde finales del siglo XIX, impusieron su visión de la raza blanca como superior y la necesidad de civilizar y evangelizar a los pobladores originarios, pertenecientes a 600 naciones que hablaban unos 70 idiomas diferentes. Desde entonces, la colonización forzó a la separación de comunidades, al olvido de sus tradiciones, al borrado de sus señas de identidad. Los niños, la nueva generación de indígenas, eran los brotes verdes que había que cortar.

Ha habido palabras de perdón por parte de la Administración central, es verdad, pero sin justicia ni reparación no son llegan a ser sanadoras. Duele cada día, como dicen las asociaciones memorialistas del país. 

Los 250 de Kamloops

El hallazgo que ha devuelto a primera plana la asignatura pendiente con los indígenas canadienses ha tenido lugar en la Escuela Residencial India Kamloops, en la Columbia Británica, con capacidad para 500 niños, activa desde 1890, cerrada a finales de los años 70 y parte de una red de 130 internados similares en los que se imponía la asimilación forzosa.

Desde 1920, cuando la escolarización se hizo obligatoria, los padres indígenas se enfrentaban a sanciones elevadas, a la pérdida de ayudas y hasta a la cárcel si se oponían al ingreso de sus chavales. A muchos no los volvían a ver. Se calcula que unos 150.000 niños, sobre todo de los inuit y los métis fueron separados de sus familias, y de ellos unos 6.000 perdieron la vida. 4.100 han sido identificados por ahora. 

En el caso de Kamloops, se han podido encontrar estos restos gracias a la investigación de la tribu Tk’emlups, que usando un georradar ha logrado dar con los cuerpos en una zona en la que se trabajaba desde 2000. En junio se conocerá el informe completo, pero ya se sabe que hay restos de niños de apenas tres años. Será complicado proceder a las identificaciones porque muchos niños fueron enterrados en fosas comunes, sin nombres ni registros, pero han informado de que tienen datos fiables de 50 de ellos. 

De momento, en el país se están multiplicado las ofrendas de flores, velas y tabaco -una tradición india- en honor a los chicos, se suceden las vigilias en su memoria, se acumulan los zapatos infantiles que recuerdan a los que faltan. Hasta el primer ministro, el liberal Justin Trudeau, se ha arrodillado ante uno de los memoriales en Ottawa.

Edmund Metatawabin, escritor y antiguo jefe de la Primera Nación de Fort Albany, fue uno de los niños que sufrió aquellas instituciones, la de Santa Ana, a la que entró con siete años. “Nos destrozaron porque querían nuestra tierra. ¿Qué hice yo, siendo un niño, para merecer aquello? Su intención era matar al indio en el niño, para siempre”, relata a El HuffPost. Explica que gracias a la llamada Indian Act o Ley Indígena, aprobada en 1876, se pretendía convertir a los amerindios en “ciudadanos de segunda clase”, separados de la población blanca a lo largo de reservas “controlables” (quedan 2.000 en Canadá), querían “sedentizarlos” pese a que no era esa su naturaleza ni modo de vida y, para “desintegrar a la comunidad desde la base”, se establecieron estos centros, llamados educativos, pero que más bien eran de “reeducación”. 

El resultado de esta política, aplicada durante décadas por el Gobierno en connivencia con la Iglesia Católica, que llegó a operar el 70% de estos centros, fue un “genocidio cultural” reconocido por las autoridades y por el que Ottawa ha pedido disculpas, no así el Vaticano, donde el papa Francisco que se ha limitado a pedir que se “esclarezca” lo pasado

“Varias generaciones de niños nativos hemos sufrido abusos de todo tipo y maltratos físicos, psicológicos y sexuales en internados que tenían como objeto despojarnos de nuestra identidad. Un niño entraba y rompía de pronto con su familia, su comunidad y su nación”, explica Metatawabin, quien recuerda nítidamente cómo le cortaron sus trenzas el primer día y cómo perdió de vista a su madre. Les quitaban sus peinados clásicos, sus ropas, sus pertenencias. “Nos veían como salvajes, paganos, inferiores”, se duele.

Parco, pero firme, relata noches sin dormir, encogido para no ser el elegido “para nada”, los flagelos de los religiosos después de las violaciones, la falta de humanidad en cada gesto. Logró salvarse de los abusos sexuales, pero no de las sesiones de electroshock, porque además de “deshacerse de todo cuando de indígena tuviera el niño”, aprovechaban para hacer experimentos médicos en estos edificios mal construidos, heladores, sin calefacción, en los que apenas había higiene ni alimentos, sin personal médico, todo para reducir costes. 

El escritor enfatiza que no es una denuncia “manipulada por la mala memoria de los supervivientes o por beneficio de la comunidad”, como hay quien aún alega. Desde 2015, es una verdad reconocida por el informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación creada justamente para saber qué pasó en estos centros. Los expertos redactaron 4.000 folios que no dejan lugar a dudas. Lo que Edmundo pasó, lo que los demás pasaron.

Los historiadores constataron que había niños que morían en circunstancias no explicadas, muchos por los abusos y las negligencias, enterrados sin identificar, mientras que otros escapaban a sus casas y eran retornados de nuevo o acababan desaparecidos, víctimas de las torturas o los abusos llegados al límite. La tasa de mortalidad de un niño de los primeros pueblos en 1945 era casi cinco veces mayor que la de un niño blanco, reporta el texto, que añade hasta testimonios aterradores de niñas violadas por curas a las que les quitaron sus bebés y los mataron delante de ellas y de esterilizaciones forzosas.

Metatawabin, con quien hay que ir cambiando constantemente las palabras, porque las reservas indias se convierten en “la tierra de mis abuelos”, los estudiantes pasan a ser “prisioneros” y los gestores de los centros son “esos pedófilos sin condena”, habla y llueven cuchillos. ”¿Que cómo salíamos de allí? Aniquilados. Si hasta te asignaban un número para que ni nos sonaran los nombres de nuestro pueblo. Si nadie guardaba ni una foto de su gente, si estaba prohibido cantar una canción en nuestra lengua. A algunos adolescentes los obligaban a casarse entre ellos, una pareja de asimilados, para poder salir de allí y garantizar el mínimo contacto con las comunidades de origen, con los autóctonos”, ahonda el activista.

Naciones Unidas ha recomendado en numerosas ocasiones -la última, esta semana- que se investigue lo ocurrido en estos centros. “Se han cometido violaciones de derechos humanos a gran escala, es inconcebible que se dejen estos atroces crímenes sin dar cuenta y sin reparación”, señala. 

Lo que queda por hacer

Los pueblos aborígenes, reconocidos en la constitución canadiense en 1982, suponen aproximadamente en 4,5% de la población y viven entre las reservas y los núcleos urbanos, donde sus miembros fueron en busca de oportunidades y donde sus lazos han ido debilitándose. 

Es una comunidad que arrastra un importante déficit en atención y recursos, de décadas, y que además tiene a flor de piel la persecución del pasado. Por eso entidades como la Comisión de la Verdad y la Reconciliación o la Asamblea de las Primeras Naciones hablen constantemente de “ciudadanos perdidos”, “comunidades desestructuradas” o “decepcionadas hasta la parálisis”. Tras el informe de 2015, Trudeau prometió ir abordando las 94 recomendaciones que le hacían los expertos. Según la cadena pública CBC, en este tiempo se han completado 10 de ellas, 64 están en curso y otras 20 no se han tocado. Actualmente se acomete el tercer y último año de un plan de ayuda de unos 19 millones de euros para la identificación y registro de víctimas. 

“Sufrimos los efectos retardados de la colonización, desde la enfermedad o el trauma de las residencias al olvido actual. Pobreza, abusos y discriminación siguen impidiendo que nuestros pueblos tengan una vida plena. Esto debe acabar”, reza uno de los comunicados de la Asamblea. 

Es de entender que al menos el 40% de los supervivientes de los centros supuestamente educativos -de concentración, más bien- arrastren problemas físicos o psicológicos graves.“Se les hizo sentir irrelevantes e inferiores”, como resumió Trudeau en un histórico discurso pronunciado en Terranova en 2016. Pero las comunidades indígenas no hablan en pasado. Insisten en que hoy también se sienten así.

Y se apoyan en datos oficiales para corroborarlo. A saber: el 19% de los presos nacionales son aborígenes, cifra que cuadruplica su peso en la población de Canadá; en el caso de las mujeres internas en prisiones, la proporción se eleva al 30%. Hasta el año 2000, la proporción de indígenas detenidos por homicidio o asesinato era diez veces superior a la media del país. La renta es entre un 30% y un 36% menor que la de los caucásicos y el índice de pobreza, iguales pero a la alta. Sólo el 4% de las mujeres de Canadá son aborígenes, pero suponen un 16% de las asesinadas y un 11% de las desaparecidas. El nivel de suicidios casi duplica la media nacional, lo mismo que los casos de alcoholismo. 

Se está invirtiendo en políticas sociales y culturales, en una mayor presencia de indígenas en la administración o los cuerpos policiales y en los protocolos que eviten una mirada sesgada a la hora de un arresto o un juicio, pero queda mucho para que la herida sane. Lo demuestran los casos de esterilizaciones forzosas recién conocidos -una denuncia de 60 mujeres, juntas-, los insultos racistas a pacientes conocidos en redes sociales -repetidos en un informe de la ONU titulado “Ignorados hasta la muerte: racismo sistémico en el sistema sanitario canadiense”- o los ataques diarios a pescadores de langosta -centro hasta de otro informe de Amnistía Internacional-.

Las nuevas generaciones se organizan para reivindicar sus derechos y clamar por la asunción de responsabilidades pasadas, en un movimiento de notable eco en las calles. Denuncian los casos de las stolen sisters o hermanas robadas, desaparecidas en agujeros negros como la Autopista 16 o de las lágrimas, donde se pierde la pista a las indígenas con un bajísimo índice de resolución de casos, o tiran estatuas de quienes instauraron el sistema de residencias y preparan recursos judiciales conjuntos.

También hay otros jóvenes que han perdido la esperanza y soportan el peso de aquellos internados y aquel ostracismo sin haber estado en ellos. Vagan por las calles de las grandes ciudades, sin ancla, con su familia lejos, sabiendo que no van a tener el futuro sin fantasmas que esperaban.

“Haberos fallado tanto es completamente inaceptable. Ya no más”, les sigue prometiendo Trudeau. 

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