El filósofo húngaro denuncia el Estado policial impuesto por Viktor Orbán, advierte de que la izquierda ha desaparecido del mapa y califica a los países europeos como posfascistas
CORINA TULBURE. PÚBLICO.- El filósofo Gaspar Miklós Tamás es un intelectual de referencia en Europa del Este, con varios libros traducidos a más de catorce lenguas. Importante figura de la actual disidencia política húngara, explica a Público qué sucede en el Estado policial de Viktor Orbán y en las sociedades europeas, a las que define como posfascistas.
Hace unas semanas, miles de personas permanecían retenidas por la policía en la estación de Keleti, en Budapest. Allí dormían con sus hijos en el suelo. A tan solo unos metros, decenas de turistas paseaban y tomaban su café tranquilamente en las terrazas. ¿Cree que a nivel global vivimos una especie de apartheid donde unos, los privilegiados, pueden circular y residir en otros países, mientras otros, forzados por las guerras o la pobreza a desplazarse, tienen vetada la movilidad y la residencia en otros lugares? ¿Constituyen las personas llamadas ilegales una nueva clase social?
No diría que son una nueva clase social, sino un nuevo pueblo. En mi ensayo sobre el posfascismo (Boston Review, 2000), explico que uno de los rasgos fundamentales del fascismo es limitar la condición de ciudadano a una raza o etnia, con independencia de si existe una democracia formal. Y esta cuestión no solo afecta a migrantes y refugiados. Los gitanos de Europa del Este están considerados como una etnia política, social y económica inferior. Prácticamente están excluidos de la vida normal, la vida de los blancos. Los refugiados de Oriente Próximo, África o Asia Central son los nuevos gitanos. Tratados por la policía y el ejército como si fueran materia inerte, y por la población blanca (legal, con pasaporte y DNI, con techo y trabajo) con indiferencia. Es un odio abstracto, incluso más abstracto que el odio contra los parados o los que cobran ayudas sociales. Se vuelven invisibles. Son una población considerada superflua e ilegítima a los ojos de las sociedades posfascistas, más brutales en el Este, pero muy parecidas en todos los lados.
El Gobierno de Viktor Orbán ha aprobado medidas contra las personas que no tienen permiso de residencia en Hungría: cárcel, deportación, delito penal para los que alojan o transportan a dichas personas. ¿Qué pasa ahora en Hungría?
Se ha limpiado el país de migrantes, pero los extranjeros con dinero, es decir, los turistas, son recibidos con alegría; se les ofrecen mujeres guapas y a bajo precio. La opinión pública húngara ya se ha olvidado de los migrantes, aunque la prensa de derechas y los todopoderosos medios estatales están llenos de propaganda racista y culturalista.
Los escasos partidos democráticos tejen alianzas con el Gobierno de Orbán y con los que se declaran fascistas. La intelectualidad liberal se tambalea. El objetivo de la prensa étnica y chovinista, que es la gran mayoría, consiste en manifestarse contra el cosmopolitismo liberal occidental y contra los países vecinos, algo menos racistas que la Hungría oficial, sobre todo en el caso de los Gobiernos socialdemócratas de Rumanía y Croacia.
Según los últimos sondeos, un 79% de la población húngara cree que los refugiados deben ser controlados duramente y rechazados de forma rápida. A pesar de la miserable situación socioeconómica que atraviesa Hungría, la popularidad del Gobierno es inmensa.
Por otro lado, también hay ciudadanos húngaros que se manifiestan contra las medidas implantadas por Orbán.
Estas protestas, así como la ayuda voluntaria y generosa de la gente –el Gobierno no ha puesto siquiera un euro–, ponen de manifiesto una indignación moral y, sobre todo, un sentimiento de compasión, pero no se traducen en un proyecto político. El contenido de las manifestaciones se reduce al humanitarismo apolítico. Las únicas pancartas políticas que se han visto son las de los izquierdistas austriacos y alemanes. Por supuesto, estaban en alemán (Kapitalismus tötet), pero eso no ha interesado a nadie de aquí. Nadie ha propuesto, con una sola excepción, que recibamos y demos alojamiento a algunos miles de sirios y afganos.
Orbán cuenta con el apoyo de partidos ultraderechistas como el Jobbik. ¿Cuál es su política para los ciudadanos húngaros?
Creo que todo el mundo tiene claro que el Estado húngaro actual es un estado autoritario
–“iliberal”, como lo llama con orgullo Orbán–, una semidictadura chovinista que tan solo tolera una minúscula oposición arrinconada, filtrada, calumniada por los grandes medios. El sistema educativo está impregnado de propaganda nacionalista; los profesores y maestros, así como los médicos, están obligados a ser miembros de unas corporaciones únicas de tipo fascista-franquista; no existe el subsidio para los parados y el derecho a la huelga prácticamente no existe. Por otro lado, no hay ninguna resistencia visible, excepto la de los artículos que circulan por las redes.
¿Qué pasa con los movimientos de izquierdas en este contexto?
En Hungría, a excepción de algunos grupos informales, no existe ninguna izquierda. Ni siquiera de modestas dimensiones, como en los países de la antigua Yugoslavia, Rumanía o Chequia. Además, el fracaso de Syriza en Grecia ha dañado enormemente el desarrollo de la nueva izquierda. En los países centroeuropeos y del Este los partidos liberales y socialdemócratas son cada vez más chovinistas y autoritarios. El conservadurismo se desvanece y da paso a tendencias fascistas, a un desprecio increíble hacia la gente pobre.
¿Cómo explica usted el racismo y la xenofobia en los países del Este, teniendo en cuenta que han sido Estados socialistas? No solo Hungría se ha negado a aceptar a los refugiados; también Eslovaquia y Rumanía.
Usted no debe olvidar que incluso los países del “socialismo realmente existente” –es decir, del capitalismo de Estado burocrático, autárquico y basado en la redistribución– han sido nacionalistas, empezando por el periodo del “socialismo en un solo país” de Stalin. Todo lo que ha quedado del régimen que se hacía llamar comunista, pero que en realidad era tan anticomunista como sus demócratas adversarios occidentales, es la antipatía hacia los países ricos de Occidente. Tal y como ha expresado un millonario húngaro, propietario de un periódico de extrema derecha afín al Gobierno, “las élites de izquierdas son pederastas”. Según su periódico, las democracias occidentales y estadounidenses están dominadas por un lobby gay y por los judíos.
Por otro lado, miles de ciudadanos de Europa del Este trabajan en Occidente. ¿Cómo se explica la xenofobia entonces? La derecha invoca la competencia por el trabajo…
A nivel económico existe esa competencia. Dentro de poco, los inmigrantes de Europa del Este dejarán de encontrar trabajo en el mercado occidental. La diáspora de nuestra región no ama demasiado a los Estados liberales occidentales. Muchos húngaros y polacos que viven en Reino Unido, sobre todo jóvenes trabajadores, muestran simpatía hacia la extrema derecha y una profunda antipatía hacia los negros, los paquistaníes, etc. Existen tiendas en las ciudades británicas con comida húngara, tocino y chorizos con paprika porque no les gusta la comida local. Pero justo esta misma gente, en Budapest, se va a comer a un MacDonald’s…
El nacionalismo no solo renace en Hungría sino en toda Europa. Me refiero también a un nacionalismo abrazado por muchas personas en nombre de la soberanía del pueblo. Sin embargo, en todos los países existe un elevado porcentaje de migrantes sin derechos políticos (el derecho a voto va ligado a la nacionalidad), sociales y laborales, como un estado de apartheid de la ciudadanía. Entonces, cuando hablamos de soberanía del pueblo, ¿quién forma parte hoy de este pueblo?
Hoy en día ya no existe un nacionalismo clásico, sino un etnicismo. En las actuales sociedades posfascistas, y casi todas lo son, la ciudadanía no se puede diferenciar de la etnia, que se llama de forma tímida cultura mayoritaria. No se trata de apartheid. Elapartheid fue una institución muy precisa y estricta, y la realidad europea actual es muy informal y vaga. De alguna manera sobrevive también el nacionalismo tradicional. Solo hay que ver lo que pasa en un partido de fútbol Rumanía-Hungría. Pero este es un nacionalismo vulgarizado, masificado, sin un proyecto político. Sin embargo, incluso en los partidos de fútbol, ¿qué reprochan los ultras húngaros a los rumanos? Que son gitanos.
El racismo es mucho más fuerte, tiene mayores efectos que el nacionalismo. A la vez, el racismo siempre ha sido un resultado de la competencia dentro de las clases subalternas, una competencia exacerbada ahora por el paro estructural, que es muy alto en todas partes.
Los proletarios que simpatizan con la extrema derecha –aunque la mayoría de posfascistas son de clase media, porque la extrema derecha siempre ha sido el movimiento de la pequeña burguesía y lo continúa siendo– piensan que sus miembros son rivales en servicios sociales, infraestructura, educación, etc. El racismo estructural institucionalizado reemplaza ahora el Estado del bienestar. En este sentido, el partido conservador británico, por ejemplo, se llama a sí mismo “el partido de los trabajadores”, y en este proceso se vuelve extremista, autoritario, xenófobo, chovinista. Es espeluznante, no bromeo. Así que tiene razón, el centro-derecha realiza un viraje hacia una derecha radical, hard right. Se acaban de celebrar elecciones locales en Viena. Heinz-Christian Strache, el candidato de la derecha, afirma: “Vamos a recuperar Viena después de setenta años”. ¿Quién gobernó Austria hace setenta años? Adolf Hitler.