Una investigación aclara el presunto homicidio de un joven de 20 años a manos de otro de 19 en Vallecas. La policía afirma que los vecinos lo sabían pero callaron
PATRICIA ORTEGA DOLZ. EL PAÍS.- La ciudad está llena de silencios. Lagunas que permanecen calmas en medio del tumulto diario. La vida sigue. Nadie vio nada. Nadie oyó nada. Debajo, en el fondo de esas aguas, en la intimidad del barrio, el fango adopta la forma de susurros y rumores. Palabras dichas en voz baja. En las cocinas de las casas de la calle del Angelillo, en las pequeñas estancias de ese vecindario de bloques de ladrillo visto en Vallecas. Todos se conocen, todos los sabían: “A Fabián le mataron, no murió de muerte natural”.
Sucedió el pasado 16 de noviembre, pero la policía no lo aclaró hasta el 7 de enero. Para entonces el fango había llegado a la superficie y las aguas ya eran turbias. Este es un relato de barrio madrileño construido con cementos de periferia, acostumbrado a eso de que “los trapos sucios se lavan en casa” —o no se lavan—. Una historia de muerte en los márgenes, siempre huidizos, de la urbe.
Aquel domingo Fabián Dario Cueva Valarezo, de 20 años, había estado cuidando de su hermano pequeño por la mañana y había comido en casa. Después se recostó en el sofá sobre las piernas de Margori, su madre, una mujer ecuatoriana de 43 años, licenciada como maestra en Ecuador y que, tras traer al mundo a su primer hijo, buscó fortuna en España. Hoy trabaja de ayudante en el comedor del colegio vallecano Nuestra Señora de Loreto, donde Fabián estudió hasta tercero de la ESO y donde lo hace ahora su segundo hijo, Aitor, de nueve años, fruto de un segundo matrimonio. Todo transcurría con normalidad y con los problemas propios de la vida: un divorcio en curso, una hipoteca que lleva meses sin pagarse… “Encontraremos el modo, no te preocupes”, le dijo Fabián a su madre mientras chateaba en el Whatsapp con su novia y con sus amigos. A eso de las 17.00 quedó con ellos y salió a dar una vuelta. “Quince o 20 minutos más tarde” —recuerda Margori— extrañamente estaba ya de vuelta.
—¿Has olvidado algo, hijo? —preguntó ella.
—No, mis amigos quieren ir a entrenar, pero yo estoy cansado. Me voy a acostar a dormir un rato —respondió el chaval, pasando de largo y metiéndose en su habitación.
Nunca volvió a despertarse.
A eso de las 20.30 Aitor fue a avisarle para la cena. Se encaramó a la litera, a pesar de que sabía que a su hermano mayor no le gustaba que lo hiciera y, al ver que no reaccionaba, le retiró el edredón. Pensó que le estaba gastando una broma, pero llamó a Margori. Ella pensó lo mismo, hasta que subió y giró el cuerpo de su hijo, muerto.
“Tenía los labios morados, pero estaba caliente, había llorado, su almohada estaba empapada en lágrimas, pero ni una gota de sangre, nada extraño”, cuenta inmersa en la conmoción.
La histeria se apoderó de esa madre desesperada, incapaz de asumir lo que veían sus ojos. Llamó a su vecina. Y ésta a su marido. Y éste al Samur. Llegaron los servicios de emergencias: “Lo siento señora, su hijo lleva aproximadamente una hora muerto”. Le preguntaron si había algún antecedente de cardiopatía en la familia. No lo había. Luego esperaron a que el médico forense autorizara el levantamiento del cadáver. Al día siguiente, una vez realizada la autopsia de oficio —porque el sanitario de emergencias no firmó una muerte natural—, Fabián fue incinerado. Todos, incluida su madre, le despidieron creyendo que había muerto “de un ataque al corazón”.
“Pero mi Fabi era deportista, se estaba preparando para ser entrenador personal, hacía Parkour —recorrido de saltos callejeros de riesgo—, estaba muy ágil…”. Pasaban los días, las semanas. Y el eco de esas palabras pronunciadas en voz baja en las cocinas del vecindario traspasaba los ladrillos.
Unos policías “de paisano” se presentaron en la casa y le hablaron del “golpe que llevaba el niño en la cabeza”. Días más tarde, Margori se plantó en el juzgado para pedir el informe de la autopsia de su hijo. Pensó que le darían un sobre y que ella lo abriría en casa, acompañada de su vecina. Sin embargo, el secretario judicial le preguntó por qué no se había presentado para declarar el día anterior. Ella no entendía nada: “¿Por qué debía hacerlo? Nadie me llamó”, respondió. Así fue como se enteró de que el caso de su hijo se estaba investigando como un homicidio.
El informe forense señalaba “una contusión occipital con sangrado” y la juez del Juzgado de Instrucción número 46 apelaba a las indagaciones policiales porque de la autopsia cabía “entender que la contusión había contribuido de forma directa a la muerte de Fabián”.
El 7 de enero dos agentes vallecanos se presentaron en la peluquería de la madre de Á. S. y se lo llevaron detenido: 1,90 de estatura y 19 años, el vecino del portal de enfrente, el que “le llamaba negro de mierda” —recuerdan amigos de Fabián—, el que “un día le apuntó con un puntero láser desde la ventana y le instó a subir a su casa” —según declaraciones de testigos—, con el que “en una ocasión Fabián se pegó unas tortas para defender el nombre de su madre” —recuerda Margori.
Las preguntas de los policías, puerta a puerta, removieron el fango: “Le dieron una paliza”, “dicen que alguien le pegó”. Hasta que llegaron a un testigo —“protegido”— de los hechos. Un chico que pasaba por allí con su moto y que en la actualidad “se encuentra en prisión por complicidad en otro delito”. Fue él quien vio la agresión: “Le pisoteó la cabeza en el suelo”, declaró. Fue él quien llevó a Fabián hasta su casa, a escasas manzanas. Quien le sugirió que fuese al médico. Quien lo dejó allí malherido, antes de que entrase por la puerta y se fuese directamente a su habitación.
Á. S, “nervioso” cuando acudió a comisaría, no quiso declarar. Su madre terminó por bajar a hablar con los vecinos del bloque: “Sería un accidente, un mal golpe, dicen que fue un ataque al corazón…”, cuentan que les dijo. Hoy Á. S. —“que reconoció ante el juez haber pegado a Fabián pero aseguró que le dieron convulsiones porque se dio con un bordillo”— sigue paseando por el vecindario, aunque —aseguran— “baja la mirada” en los encuentros fortuitos. Está a la espera de juicio por un presunto “homicidio imprudente” del que nadie habló “por miedo”, por la omertà del barrio.