El problema al que apelan los partidos de extrema derecha no es la inmigración, sino a la necesidad de enraizarnos de un modo distintivo y excluyente
JOAN LACOMBA. EL PAÍS.- No es nada nuevo. En 1882, el Congreso de los Estados Unidos aprobó la Ley de Exclusión China (vigente hasta 1943), que prohibía la llegada de inmigrantes de ese país y venía precedida, en un contexto de recesión económica, de una campaña de odio y persecución que acabó con la vida de un número indeterminado de los ya asentados. Como casi siempre, los inmigrantes —en esta ocasión, chinos— eran acusados de quitar el trabajo a los nacionales —la mayoría, llegada a los Estados Unidos no mucho antes desde otros países—, de no estar suficientemente civilizados y de no integrarse. La situación de crisis y descontento fue monopolizada por un nuevo partido, el Partido de los Trabajadores de California, creado en 1877, y que hizo suyo el lema “Chinese must go” (los chinos se deben ir).
Casi 150 años después, la inmigración —ahora latina y, especialmente, mexicana— se convertía en uno de los principales argumentos en la campaña electoral de Donald Trump y en el posterior desarrollo de su mandato. La promesa de frenar con un muro la llegada de unos inmigrantes que se presentan como una amenaza a la seguridad de los Estados Unidos, o como un factor de decadencia cultural, ha actuado como el hilo conductor de las políticas proteccionistas desplegadas por el presidente republicano.
En paralelo, al otro lado del Atlántico el rechazo de la inmigración se ha convertido en el elemento central de los partidos de extrema derecha para movilizar a su electorado, e incluso de otros partidos tradicionales con el fin de perseguir objetivos específicos, como la campaña del partido conservador británico por la salida de la Unión Europea en el caso del Brexit. En todos los parlamentos nacionales europeos las fuerzas políticas de extrema derecha (en el propio Parlamento Europeo ocupan un 20% de los escaños) han ganado una creciente presencia recurriendo en buena medida a la criminalización de la inmigración (muy particularmente la inmigración musulmana) y el miedo a la llegada de refugiados.
Primero fue Francia con el Frente Nacional, luego el Partido de la Libertad en Holanda o Austria, para extenderse al conjunto de los países del Este y los países nórdicos (el Partido del Progreso en Noruega, los Demócratas de Suecia y el Partido de los Finlandeses). En muchos de los casos, los partidos de extrema derecha se han convertido en decisivos para la formación de gobiernos (el Partido Popular en Suiza, que cuenta con el 26% de los votos, o el Partido de la Libertad en Austria, con un 13%) y, en otros, han ocupado los mismos gobiernos (la Liga Norte en Italia durante el período de Salvini, el Partido Ley y Justicia en Polonia o la Unión Cívica Húngara en Hungría). En el resto de los casos —los menos— los partidos de extrema derecha han ocupado una posición marginal (Amanecer Dorado en Grecia) o han llegado muy recientemente a la escena política (Chega en Portugal, aunque solo sea con un diputado, o Vox en España de forma mucho más visible). Todos ellos han encontrado en la inmigración el principal caballo de batalla político.
Por su proximidad, reciente y rápida irrupción, el caso de Vox es quizás el más interesante. El importante ascenso electoral de Vox y el abultado número de diputados obtenido en los pasados comicios generales de noviembre de 2019 (cincuenta y cuatro en su primera entrada al Parlamento) generó todo tipo de reacciones y análisis. Vox empleó explícitamente la inmigración a lo largo de la campaña electoral, haciendo referencia a los problemas de inseguridad ciudadana generados supuestamente por la misma o a una desleal competencia laboral y por los recursos sociales. De hecho, la inmigración se ha convertido en uno de los principales pilares del discurso de Vox, pero no queda tan claro hasta qué punto el fenómeno de la inmigración ha podido condicionar realmente el voto de sus seguidores.
En el diario El País se publicó en noviembre de 2019, tras las elecciones, una herramienta que permitía relacionar los resultados electorales en cada municipio español con la proporción de inmigrantes en los mismos, el nivel de estudios de su población o su renta. El análisis de algunos de los datos más relevantes levaba a sus autores a sostener que los graneros del voto a Vox se concentraban de manera significativa en los municipios con más inmigración (El Ejido en Almería, por ejemplo), aunque ellos mismos señalaban que esta relación no se daba por igual en todas las comunidades autónomas, y no parecía demasiado claro cuáles podían ser los factores explicativos, pues parece que ni la renta ni el nivel de estudios marquen diferencias realmente sustanciales.
Al mismo tiempo, en el mismo artículo se mostraba cómo la relación entre la inmigración y el voto de Vox era mucho más débil si atendíamos a la presencia de inmigrantes en los barrios, es decir, en los lugares donde realmente conviven inmigrantes y no inmigrantes, y se afirmaba que, paradójicamente, la convivencia podría reducir el rechazo de la inmigración.
En realidad, puede que esto último no sea tan paradójico, y que una buena parte del voto anti-inmigración se alimente de un fantasma construido, precisamente, sobre la base de la falta de contacto entre unos y otros. Esta posibilidad se halla respaldada por los resultados de los barómetros del CIS, que han venido mostrando, de un lado, un grado de preocupación por la inmigración que no aumentó sensiblemente durante la crisis (más bien al contrario) y que, sin embargo, ha experimentado un repunte de manera más reciente, quizás como un efecto en diferido de la misma, pero que no coincide con la valoración más personal de una relación problemática con los inmigrantes en el día a día: por ejemplo, si en el último barómetro del CIS (septiembre de 2019) para el 15,6% de la población española la inmigración era percibida como un problema, al preguntar hasta qué punto la inmigración constituye un problema personal la proporción se reducía hasta el 2,9% de los encuestados.
También en El País, el analista Kiko Llaneras publicó poco después (el 20 de noviembre) un interesante artículo en el que señalaba a los políticos, Cataluña y la inmigración como las tres principales preocupaciones que pudieron aupar a Vox. Llaneras concluía que la inmigración no es el principal motor del incremento del voto a Vox, pero sí uno de los factores causales, y probablemente no se sostendría sin en el concurso de los otros.
Algo similar estaría ocurriendo en el resto de países de Europa, donde la inmigración resulta fundamental en la estrategia política de los partidos de extrema derecha, pero sería insuficiente si no se articulase junto con otros elementos movilizadores como el miedo a la pérdida de soberanía de los Estados ante las instituciones europeas y la misma globalización, o el temor a una pérdida de estatus económico en un contexto de crisis prácticamente sistémica. Solo así se explica que los más altos porcentajes de voto a los partidos de extrema derecha se produzcan en aquellos países con una menor proporción de población inmigrante (el caso de Hungría, con un voto a la extrema de derecha que alcanzó el 47% en las últimas elecciones generales y que cuenta con un 7% de población inmigrante, o el de Polonia, donde la extrema derecha recibió el 41% de los votos y el porcentaje de población inmigrante se reduce al 5%), y que no siempre una elevada inmigración se traduzca en un voto importante a dichos partidos (en Irlanda, más bien una excepción, el porcentaje de población inmigrante es del 16%, pero no existe ningún partido de extrema derecha en su Parlamento).
En la campaña de Vox en España, y en la del resto de partidos de la extrema derecha europea, la inmigración ha servido para atraer la atención de un electorado que muestra su malestar en un amplio abanico de cuestiones. Pero, por encima de todas ellas, la inmigración resulta una de las más identificables y movilizadoras, en tanto que permite establecer una frontera nítida entre unos y otros, nacionales y extranjeros, y establecer determinadas responsabilidades sin que exista posibilidad de respuesta desde la otra parte. De hecho, en la campaña electoral de Vox en 2019, a imitación de otros partidos en Europa, se hizo uso del eslogan “o nosotros, o ellos”, una forma primaria de trazar una nítida frontera entre los que son de casa y los que no lo son, y el consecuente trato diferencial de unos y otros.
En realidad, el problema al que apelan los partidos de extrema derecha no es la inmigración en sí misma, sino a la necesidad de enraizarnos de un modo distintivo y, sobre todo y más preocupante, de un modo excluyente. La apelación de dichos partidos lo es al cuestionamiento de la convivencia sobre la que se asienta nuestro bienestar colectivo (el Estado del Bienestar europeo), sustituyéndolo por un bienestar limitado a quienes creen merecerlo de modo preminente (una perfecta expresión de este sentimiento es el texto de una pancarta exhibida en Tijuana, México, durante las manifestaciones de rechazo a las caravanas de migrantes hacia Estados Unidos, y que decía: “los derechos humanos son para los humanos derechos”).
El problema ya no es solo el rechazo a la inmigración, el problema es restar valor a principios consensuados hasta ahora como la diversidad, la igualdad, la solidaridad o la tolerancia como válidos para todos, cuestionando los mismos o haciendo pensar que éstos solo deben beneficiar a quienes llegaron antes a un determinado lugar, o a los que simplemente creen disponer per se de una mayor legitimidad para gozar de algunos derechos, atacando así al corazón de un sistema democrático crecientemente debilitado.
De momento los inmigrantes son las principales víctimas de ese tipo de lógicas, pero de ahí a su extensión a otros colectivos no hay una distancia insalvable (ya hemos podido oír planteamientos similares en Europa respecto de las personas LGTBI o, incluso, de mujeres y discapacitados). Todo lo susceptible de suceder puede acabar sucediendo, y el discurso ya ha empezado a calar.
Joan Lacomba es profesor de Trabajo Social de la Universidad de Valencia.