Urge condicionar el otorgamiento de nuevas subvenciones de los fondos estructurales europeos al respeto de los principios democráticos
XAVIER VIDAL-FOLCH. EL PAÍS.- Desde que Viktor Orbán volvió al poder en 2010, tras una cuarentena en el ostracismo, por corrupto, recuperó lo peor de la historia húngara. Reformó en 2011 la Constitución, para hacerla confesional y nacionalista; modificó la ley electoral en favor de su partido; edificó una “democracia iliberal”.Acentuó el viraje hacia la xenofobia (y el racismo antigitano), cuando apenas un 1,5% de la población proviene del exterior. E instauró el éxtasis populista cuando la marea de refugiados alcanzó su país en 2015: les endilgó calificativos como los de “aprovechados” o “terroristas potenciales”.
Lideró el incumplimiento de los planes de la Unión Europea para reasentar refugiados, alegando una presunta “invasión musulmana”; formuló una inane alternativa retórica al europeísmo, parloteando de “construir y defender nuestro hogar, Europa central, y mantenerlo como nacional y cristiano”; y se consagró como un Cifuentes del PP Europeo, ese forúnculo que a todos los conservadores asquea, pero que nadie se atreve a reventar, porque les ha sido útil para derrotar al adversario ideológico.
El húngaro no ha sido un caso de distorsión democrática y antieuropea solitaria entre los nuevos socios que la UE salvó de las garras pos-soviéticas. Sigue Polonia, y en menor medida, la República Checa. Y esos agujeros negros del Este mantienen parentescos con líderes del Oeste populistas ultras, como Marine Le Pen, Geert Wilders o Matteo Salvini. La maldad, como la estupidez, no tiene fronteras.
La Europa democrática acertó al acoger a los prófugos del Este, por dignidad y por imperativo histórico. Pero el modo de acogida podría haber sido más exigente: faltó prever que los años de avasallamiento soviético a sus naciones regurgitaría en ellas el sueño de soberanías imposibles.
Y pues, debería haber ultimado un fácil procedimiento de expulsión, al menos a efectos disuasorios. La amenaza, ya actuante en el caso de Polonia, de activar el artículo 7 del Tratado de Lisboa (sanciones políticas y reputacionales) no basta.
Urge condicionar el otorgamiento de nuevas subvenciones de los fondos estructurales europeos al respeto de los principios democráticos. Sencillamente, para no financiar con nuestro dinero a sus violadores, las democracias iliberales, la semidictaduras.