Engañó a los antifranquistas con el argumento de que luchaban contra el «régimen» y era contra España. La historia les pasó la cuenta y una gran torpeza, cometida por tres de sus pistoleros, precipitó su final
J.M. ZULOAGA. LA RAZÓN.- La gran mentira de ETA, que le permitió contar con cierto apoyo, tolerancia y comprensión de los grupos que se oponían al «Régimen», fue la de que era una organización antifranquista que había nacido para derribar a la dictadura. Una patraña que muchos se tragaron por conveniencia, o simple estulticia, y que permitió a los terroristas consolidar poco a poco sus infraestructuras para, una vez llegada la democracia a nuestro país, quitarse la careta y descubrir su real y siniestro rostro: ETA había nacido contra España, así de claro, punto. Con el objetivo de romper su unidad mediante la secesión de las tres provincias vascas y Navarra. Lo del antifranquismo de salón era sólo una argucia estratégica. Es algo que debe quedar claro a la hora de estudiar la historia de la banda criminal, porque, de lo contrario, se cae en la anécdota y, muchas veces sin quererlo, en la apología de los pistoleros.
Cuando se habla de la fundación de ETA, el 31 de julio de 1959, por un grupo de individuos que se habían desgajado de las juventudes del PNV con las que habían formado la organización Ekin, se cae en la anécdota y no parece lo más justo para los centenares de víctimas que causaron durante décadas.
Resulta que los fundadores de Euskadi Ta Askatasuna (ETA) la habían llamado así porque el nombre elegido, Aberri Ta Askatasuna (Patria y Libertad), tenían un acrónimo, ATA, que significa pato en euskera. Demasiado para aquellos que iban de «gudaris» (soldados) y que generaron la organización delictiva más peligrosa que ha conocido España: José Luis Álvarez Emparanza, «Txillardegi»; Benito del Valle; Julen Madariaga; e Iñaki Larramendi.
Volver a contar la historia de ETA, mil veces narrada, objeto de numerosas obras, algunas de ellas muy bien documentadas y en primera persona por los que la combatieron, se hace innecesario. Es lógico que los que fueron derrotados operativamente por las Fuerzas de Seguridad del Estado, en especial por la Guardia Civil en la última etapa, traten de blanquear su pasado; y, hay que reconocerlo, ahora que han logrado réditos políticos con los que nunca pudieron soñar, pretendan sacar pecho y dar lecciones a los demás. Por supuesto ocultan sus vilezas, los errores y las torpezas que, unidos a la efectividad y profesionalidad de las Fuerzas de Seguridad, acabaron con una organización que había logrado unas altas cotas de efectividad criminal y una clandestinidad difícil de penetrar.
El atentado que costó la vida al entonces presidente del Gobierno, almirante Luis Carrero Blanco, a su escolta y a su chófer, ha sido presentado siempre como su gran hazaña, pero les ha costado reconocer décadas que también fueron los autores de la salvaje acción criminal en la cafetería Rolando, en la calle de El Correo de Madrid, el 13 de septiembre de 1974, con el balance de 13 personas asesinadas y un centenar de heridos. Antes, su primera víctima había sido el guardia civil José Antonio Pardines, el 7 de junio de 1968, asesinado por el pistolero Txavi Echevarrieta, muy venerado desde entonces por los suyos. Ellos son así.
El comienzo del fin operativo de la banda se sitúa siempre en la operación de Bibart, el 29 de marzo de 1992, dirigida por el entonces teniente coronel de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo, pero ese final se había iniciado unos meses antes gracias a una infinita torpeza de los miembros del «comando Eibar», que no supieron guardar las formas que se le suponen a un «gudari» y mancillaron el honor de un «laguntzaile» (colaborador) que les escondía en su casa de Placencia de las Armas, hoy Soraluce.
Los etarras se aburrían, había mujeres en la casa, entre ellas la esposa del colaborador y…algo debió pasar. Lo que no esperaban los terroristas es que el «laguntzaile», que se sentía ultrajado por los que hasta ese momento eran sus «héroes», acudiera a ver a Galindo y le comunicara que le podía entregar a uno de los «comandos» que más dolores de cabeza estaba dando en esos momentos.
Se podía haber hecho una explotación rápida y definitiva, con la desarticulación de la célula, pero se obró con astucia e inteligencia; el «laguntzaile» huyó, más bien le dejaron huir, a Francia donde terminó de enlace, de los que llevaban los mensajes de un sitio a otro, hasta que dio la pista que condujo a Bidart y al comienzo del fin de la banda. Habrá que convenir que, a la vista de esta torpeza, que los fundadores debían haber puesto de nombre a su organización el de «pato», porque fue una auténtica metedura de pata la que les llevó a su derrota. Cuando la banda estaba operativa, estas cosas se «juzgaban» y se «castigaban». Se desconoce si los miembros de aquella célula, Jesús María Ciganda Sarratea, Juan Carlos Balerdi Iturralde y Fermín Urdiain Cirizar, tuvieron que dar alguna explicación, porque el daño que hicieron a la organización fue definitivo.
Viene este pasaje de la historia de ETA a cuento del objeto de este reportaje, la gran mentira de sus primeros años y el papel que jugaron durante la Transición. Quienes decían que luchaban para acabar con el franquismo y se beneficiaron de una generosísima amnistía, decretada el 15 de octubre de 1977, que afectaba a todos los presos etarras, en vez de volver en paz y gracia de Dios a sus casas, se dedicaron a secuestrar, destruir y matar como nunca los habían hecho. Actuaban hasta con tres grupos, el «militar», el «político militar» y los «comandos autónomos» y protagonizaron los llamados «años del plomo», 1979 y 1980, con un balance aterrador de 86 y 93 personas asesinadas, respectivamente. ETA quería acaban con la recién nacida democracia española, buscaba, y lo estaba logrando, desestabilizar al Estado. No era casualidad que algunos de los guardias que entraron en el Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981, comentaran a los periodistas que les habían dicho que la cámara estaba tomada por terrorista de la banda o que, simple y llanamente, justificaran su acción por los crímenes cometidos por ETA, que había elegido a la Benemérita como principal objetivo.
Una de las inexactitudes que se dicen de ETA es que ha desaparecido. Nada más lejos de la realidad. El 20 de octubre de 2011 anunció el «cese definitivo de su actividad armada» y después organizó el conocido paripé de la entrega de armas, algunas de las cuales se perdieron en el camino y cayeron en manos de disidentes. Pero ETA mantiene el sello, la marca. ¿Con qué objetivo? Se supone que con el fin de guardar para la historia unas siglas, que tanto dolor y destrucción causaron, pero de las que algunos se sientes todavía muy orgullosos.