RAFAEL J. ÁLVAREZ. EL MUNDO.- Emma nació con las cosas que tienen los niños por fuera y con su vida de niña verdadera por dentro. Ella era ella en un mundo que le llamaba él, una Emma como la sirena de la tele en un Jorge con pantalones. Con pantalones que ya no existen. Porque esta cría de 12 años, que quiere ser diseñadora y poeta, que aguanta más que nadie el tabasco, que sueña con delfines cuando está despierta y que juega a la goma en el asfalto de su historia, es uno de los siete menores transexuales que han logrado cambiar su nombre en el Registro Civil y obtener un DNI acorde a la identidad que sienten.
– Mira, mira, ¿te gusta mi estado de Whatsapp? Lo he escrito yo…
Y en eso uno ajusta la vista al móvil alegre de Emma y lo entiende todo: «Sé libre, nunca te sientas apresada».
Este es el cuento de Emma, el poemario de su vida al abrigo de papá y mamá, que miran a la hija que siempre tuvieron aunque la calle la viera uniformada en niño. Es la historia de ellos y dos hermanos, una familia andando por la vida porque en su casa empieza el mundo.
«La transexualidad no es un capricho, ni algo transitorio, ni una enfermedad. Sabemos nuestra identidad pronto. Si yo me amputo los genitales seguiré siendo un hombre. Y mi hija no tiene fobia a su género, sólo es una niña con pene, como hay niños que tienen vagina pero son niños porque así se ven a sí mismos. Emma siempre se sintió una niña, así que eso es lo que es: una niña». El padre de Emma es un bombero acostumbrado a días envueltos en bolsas negras. «Yo nunca había llorado, pero desde el tránsito de Emma me emociono con nada. Tener un hijo tetrapléjico es un problema, lo nuestro es una bendición. A mí esto me ha abierto el lagrimal», dice con ojos de agua.
Esto es Emma cuando, con dos años, le decía a mamá cosas que casi nadie dice. «Me preguntaba por qué tenía colilla si ella era una chica, que si yo se la podía cortar», cuenta, aunque el canijo está escalando la espalda de esta madre vertical y refugio, madre montaña.
Creciendo al reclamo de faldas y muñecas
La niña Jorge fue creciendo al reclamo de faldas y muñecas. «Pensábamos que era un niño sensible». Pero cuando al crío le preguntaban si quería salir a la calle con los vestidos que llevaba en casa y contestaba que sí o cuando le confundían en el pueblo con una niña y le gustaba, sus padres sabían que la vida de su primer hijo no era un disfraz de cumpleaños.
Emma escucha, pero de pronto desaparece y vuelve con dos hamsters suaves y grises, un macho y una hembra que no saben que lo son, tan ricamente vivos en esta casa nada binaria.
La madre recuerda que hablaron con psicólogos durante años de Emma, que cada vez iba siendo más Emma en el envoltorio de Jorge.
Como aquel día de flashes, regalos y Dios…
– Hice la comunión con traje. Me hubiera gustado ir con vestido. Pero no pasa nada.
«Emma es conformista y adaptativa. Y eso la ha ayudado a no pasarlo mal», vierte el padre ante un café con olor a tolerancia y hogar. Y la madre abre comillas: «Hemos ido despacio por prudencia. Pensábamos: ‘¿Y si nos equivocamos?’. Dar con buenos profesionales es clave».
Quizá todos hayan sufrido más de lo que cuentan, quizá el estruendo íntimo de lo distinto y quién sabe si crueldades explícitas de niños o el cotilleo sordo de los adultos.
– Yo les decía a los niños que me había hechizado una bruja, pero que el hechizo se iba a pasar porque en realidad era una niña. Le daba la vuelta a la pulsera con el nombre de Jorge y les decía que me llamaba Emma.
¿Por qué Emma? «A ella y su hermana les gustaba la serie H2O, que son Cleo, Emma y Rikki, tres chicas sirenas. Ella se identificaba con las sirenas porque no tienen genitales», argumenta la madre. Eso explica el cuadro de la sirena que Emma tiene en su cuarto, habitado por muñecas Monster High y bautizado con las letras de su nombre en la puerta.
«Con 10 años, nos aconsejaron cambiar todo: nombre, ropa, carnés, decirlo en el cole…». El tránsito.