El racismo contra los latinos de Texas viene desde hace tiempo: «Mi familia lo sufrió»

, | 18 agosto, 2019

El proyecto de ‘Voces’ recopila relatos orales para visibilizar la historia olvidada de los mexicanos-estadounidenses en Texas, que han sufrido décadas de racismo. El periodista José Fermoso relata cómo su tío abuelo y otros veteranos del Ejército fueron víctimas de agresiones racistas: «No se permiten ni perros ni mexicanos». El proyecto ayuda a contextualizar la masacre de El Paso, que se cobró 22 vidas 

JOSÉ FERMOSO. ELDIARIO.ES.- Frank Macías regresó a El Paso, Texas, en el otoño de 1945. Era un héroe de la Segunda Guerra Mundial, donde había luchado como soldado del Ejercito de Estados Unidos dentro del batallón de artillería antiaérea número 554. Había sobrevivido a la Batalla de las Ardenas y al avance aliado de la Operación Cobra, y había sufrido la gigantesca pena de ver morir a su amigo de la infancia por el impacto directo de un bombardeo aéreo.

En un momento de la guerra, el californiano Macías incluso había ayudado a derribar un avión nazi. Pero en algunos lugares, nada de eso importaba. Mi abuela Isabel, la hermana de Frank, todavía recuerda la inconsistencia de ese otoño, cuando caminaron frente a un restaurante con un letrero que decía ‘no se permiten perros ni mexicanos’. Fue como si les hubieran traicionado.

Muchos mexicano-estadounidenses creían que las cosas cambiarían en Texas. Habían arriesgado sus vidas como parte de la inversión a largo plazo que para ellos representaba el llamado sueño americano. Pero no hubo ningún cambio. Según Maggie Rivas-Rodríguez, profesora de periodismo a cargo del proyecto de historia oral ‘Voces’, en la Universidad de Texas en Austin, «por eso los años cincuenta fueron un asco [para ellos]. Habían regresado con la esperanza de que las cosas irían mucho mejor y de que su gente sería tratada con igualdad».

En los hechos, el racismo que experimentó la mayoría de los mexicano-estadounidenses durante la posguerra fue peor, también en las zonas más plurales del oeste y del sur de Texas, porque no había nada en su nivel de inglés, formación o patriotismo que los diferenciara del resto de la población. Pero casi todas las comunidades habían retrocedido hacia una estricta jerarquía basada en la raza, como se demuestra por la serie de actos de violencia ocurridos tras la Segunda Guerra y registrados en la base de datos ‘Voces’, el archivo de historia oral latina más grande de EE.UU. (iniciado en 1999, el archivo celebra este año su 20 aniversario).

El asesinato de 22 personas, incluyendo a niños, cometido este 3 de agosto por un supremacista blanco con los mexicanos en el punto de mira ha dejado en triste evidencia la ignorancia que reina en EE.UU. sobre la vida de los mexicano-estadounidenses. Por suerte, las historias recogidas en ‘Voces’ ayudan a contextualizar esta masacre, una más entre los muchos actos de odio que han sufrido los mexicano-estadounidenses.

Hubo que esperar más de 50 años después de la Segunda Guerra Mundial para comenzar una investigación académica sobre la historia oral de los mexicano-estadounidenses, un ejemplo perfecto de la invisibilización cultural que han sufrido en EE.UU. Por supuesto, esto es algo que forma parte de una antigua y repetida tradición.

Rivas-Rodríguez pensó por primera vez en el proyecto ‘Voces’ tras publicar el artículo ‘Hermanos de Armas’ en la revista Dallas Life Magazine. En él, hablaba de mexicano-estadounidenses que habían luchado en la Segunda Guerra y cuyas historias había leído en libros y entrevistas. Pero le frustraba no tener acceso a más fuentes de primera mano, así que pidió ayuda a David Montejano y Carlos Veléz-Ibañez, profesores y colegas en la Universidad de Texas, para diseñar un espacio en el que grabar entrevistas en vídeo de forma consistente y correcta, una herramienta para que sus estudiantes y los voluntarios del proyecto fueran capaces de producir un documento histórico periodístico con un nivel profesional.

En las instrucciones preparadas por Rivas-Rodríguez hay formularios de consentimiento, consejos para filmar, y un detallado cuestionario, para las ocasiones en que graban a veteranos de la Segunda Guerra Mundial, donde se incluye todo, desde la vida familiar, las parejas sentimentales y hasta el nivel de formación. Rivas-Rodríguez comenzó con sus propios padres. «Ya ninguno de los dos está y yo estaré eternamente agradecida por esas entrevistas», dice.

El proyecto ‘Voces’, también integrado por libros periodísticos, es un archivo donde se registran historias jamás contadas y se amplían otras que la mayoría de la comunidad mexicano-estadounidense sólo ha oído de pasada. Eso es especialmente significativo. Conocer esta historia es relevante para los estadounidenses blancos tanto como para los de origen mexicano, que han sido privados de su patrimonio cultural por no tener acceso previo a ellas.

Una de esas historias es la del joven soldado Benigno Aguirre, quien estuvo a punto de morir tras ser apaleado por 12 jóvenes blancos de Uvalde (Texas) a los que la la policía local había animado a «ir de caza». Los sospechosos eran hijos de rancheros y de acomodados abogados blancos. Aguirre pasó meses de convalecencia en el hospital mientras ellos salían en libertad condicional o pagando una multa.

Otra desesperante experiencia es la de Macario García, el primer descendiente de mexicanos en recibir la Medalla de Honor. Diez días después de que el Presidente Harry Truman lo elogiara personalmente, en un restaurante del sur de Texas se negaron a servirle y le golpearon. En las entrevistas recogidas en ‘Voces’, Frances Rodríguez Luna es una de las personas que mencionan la experiencia de García como el motivo que la llevó a luchar contra el racismo como activista local y líder en la defensa de los derechos civiles.

También hay una referencia al terrible caso del soldado Félix Longoria, cuyos restos mortales fueron rechazados por un cementerio de Three Rivers. La reacción fue una protesta multitudinaria en 1949 que terminó involucrando a Lyndon Johnson, por aquel entonces senador, y al reportero Walter Winchell, que en su columna de radio dijo «el gran estado de Texas parece muy pequeño esta noche». Longoria terminó por ser enterrado en el Cementerio Nacional de Arlington. Y como esas, muchas otras historias.

Es una tragedia cultural que miles de personas hayan muerto sin dejar un registro de lo que fueron sus vidas. En veinte años se han grabado más de 800 relatos orales, un logro enorme pero también una gota en el océano si se tiene en cuenta el casi millón de soldados mexicano-estadounidenses que luchó en la guerra, los millones que se quedaron en el país, y las consecuencias y penurias vividas por todos desde entonces. Con un promedio de 348 veteranos de la Segunda Guerra Mundial muriéndose por día, la mayoría de sus relatos se ha perdido para siempre. Tristemente, ese ha sido también el caso de otro tío abuelo mío, Freddy Macías, fallecido el año pasado. Veterano de la guerra de Corea, en la que se ganó la condecoración del Corazón Púrpura, era una persona que disfrutaba contando historias. 

Según el profesor de historia de Stanford Albert Caramillo, la invisibilización del aporte cultural de los mexicanos lleva ocurriendo desde el final de la guerra entre México y EE.UU., cuando Washington exigía registrarse como blancos a los mexicanos que querían naturalizarse estadounidenses. En opinión su opinión, debido a que los latinos aparecían como blancos en los documentos militares (ese fue el caso también para Frank Macías), es muy probable que su número haya sido subestimado. La mayoría de las cifras del gobierno de los EE.UU. hablan de unos 400.000 luchando en la Segunda Guerra Mundial, pero es probable que el número correcto esté más cerca de un millón.

El mayor desafío enfrentado por los mexicano-estadounidenses tras la guerra ha sido la falta de oportunidades para contar su historia, para educarse o para participar en el sistema político de EE.UU, según Rivas-Rodríguez. Un ejemplo es el de los legisladores racistas del sur de Texas, que les impidieron tener poder político durante años. Por ese motivo, se reducía el gasto en educación superior de zonas con mayoría mexicana y algunos distritos hasta metían a los niños en pabellones psiquiátricos por hablar en español.

Como dijo durante una reciente entrevista con ‘Voces’ Renato Ramírez, profesor de Ciencias Políticas en Del Mar College, para evitar una demanda el estado les arrojó una miseria de dinero para que «la exprimieran». Se refiere a la Iniciativa de la Frontera Sur de Texas, el programa de principios de los 90 (implementado después de una demanda por discriminación contra el estado) que prometía mejorar el sistema escolar del sur de Texas con 10.000 millones de dólares en diez años. Por desgracia, aunque no es de extrañar, el estado sólo consiguió aportar 186 millones de dólares. 

A pesar de estos desafíos, muchos estaban decididos a superar las dificultades. Miles se formaron aprovechando la GI Bill [una ley para que los soldados pudieran acceder a estudios técnicos o universitarios]. Otros veteranos crearon el Fondo para la Educación y Defensa Legal de los Mexicano Estadounidenses (Maldef, por sus siglas en inglés) para luchar contra las injusticias y los trabajadores agrícolas pelearon por sus prestaciones. 

Para Rivas-Rodríguez, el veterano de la Segunda Guerra Mundial Alfred J. Hernández es el mejor ejemplo. En un principio le enfureció tanto el racismo que pensó en dejar la zona para irse a una vida mejor en México o en el noroeste de EEUU. Pero su esposa le convenció de que no lo hiciera. «Aquí es donde hay que dar la batalla», cuenta Rivas Rodríguez que le dijo su esposa. «Aquí es donde te necesitan». Según la profesora, Hernández no se movió de Texas y trabajó allí en temas de derechos civiles el resto de su vida. Se convirtió en el primer juez latino en la historia de Houston.

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