La Comisión para la Igualdad y los Derechos Humanos ha encontrado a Jeremy Corbyn “responsable de acciones ilegales de acoso y discriminación antisemitas”
RAFAEL RAMOS. LA VANGUARDIA.- Podría decirse que unos pecan por exceso y otros por defecto. Unos, de un lado del espectro político, se consideran los únicos ocupantes legítimos del poder, aceptan la corrupción como parte del juego y no dimiten ni a la de tres. Otros, aunque haya pasado más de un siglo desde la revolución rusa y ochenta años desde el final de la guerra civil española, conservan la inclinación a las purgas políticas e ideológicas.
Este último es el caso del Labour británico. El sector blairita (llamado por algunos “moderado”) no se ha conformado con recuperar las riendas del partido después de la debacle electoral de hace un año, sino que ha sido incapaz de resistir la tentación de purgar a su anterior líder, Jeremy Corbyn, un socialista tradicional, a quien ayer suspendió como miembro como castigo por no asumir las conclusiones de un informe sobre la existencia de conductas antisemitas en el grupo.
La Comisión para la Igualdad y los Derechos Humanos (EHRC), después de una larga investigación, ha encontrado al Labour de la época de Jeremy Corbyn “responsable de acciones ilegales de acoso y discriminación antisemitas”, y de “numerosos fallos por parte de su liderazgo a la hora de afrontar el problema y las quejas formuladas al respecto”. En su respuesta, Corbyn aceptó y condenó la existencia de un antisemitismo “que no debe volver a repetirse”, pero dijo que “las dimensiones del problema han sido exageradas por enemigos tanto internos como internos, y por buena parte de la prensa”.
La ausencia de un acto público de contrición a la luz del informe ha sido aprovechada por la nueva dirección del Labour para apartar al anterior líder, a quien los herederos de Tony Blair siempre habían considerado un usurpador que alejó al grupo del centro político y perdió dos elecciones, la última de manera escandalosa. La purga puede abrir una guerra civil declarada entre las dos facciones, la izquierda tradicional y la nueva izquierda, amiga del gran capital y de la banca, que a veces no llega ni a socialdemocracia.
El sucesor de Corbyn, Keir Starmer, ha aprovechado la coyuntura para poner tierra por medio con Corbyn (a cuyas órdenes sirvió), y procurar recuperar el voto judío, igual que está intentando captar el de los viejos votantes laboristas desencantados del norte de Inglaterra que se han pasado a Johnson. Su táctica es como la de Joe Biden en Estados Unidos, ser lo más neutral y aburrido posible, pasar desapercibido y dejar que el primer ministro se autodestruya. La diferencia es que para las elecciones norteamericanas faltan cuatro días, y para las británicas cuatro años.