“Estas medidas solo deberían utilizarse como último recurso”, afirma Mark Esper. Su predecesor en el cargo, Jim Mattis, arremete contra el presidente y le acusa de querer dividir a los estadounidenses
AMANDA MARS. EL PAÍS.- El secretario de Defensa de Estados Unidos, Mark Esper, se desmarcó este miércoles del presidente Donald Trump al rechazar el despliegue del Ejército sin el visto bueno de los Estados para contener la espiral violenta desatada por la ola de protestas contra el racismo. “No apoyo la invocación de la Ley de Insurrección”, ha dicho en declaraciones a la prensa, “estas medidas solo deberían utilizarse como último recurso y en las situaciones más urgentes y extremas. No estamos en una de esas situaciones ahora”.
Esta discrepancia pública, un bofetón en toda regla para el republicano, se vio esta tarde seguida de una demoledora declaración publicada en la revista The Atlantic por el exjefe del Pentágono, Jim Mattis, que dimitió en diciembre de 2018 a raíz de otra trifulca pública con Trump por la retirada de las tropas de Siria. En el texto describe al magnate neoyorquino como una amenaza a la Constitución y afirma: “Donald Trump es el primer presidente de mi vida que no trata de unir al pueblo americano, ni siquiera lo finge. En su lugar, intenta dividirnos”. Mattis, que se declara “consternado y enfadado” por la respuesta de la Casa Blanca a las movilizaciones, añade: “Militarizar la respuesta, como hemos visto en Washington, establece un falso conflicto entre los militares y la sociedad civil”.
Trump advirtió el lunes de que recurriría al Ejército para frenar el vandalismo si los gobernadores de los Estados, competentes en esta materia, no lo logran con sus propias fuerzas policiales y con el despliegue de la Guardia Nacional, un ejército de reservistas que dependen de ellos. El jefe del Pentágono, nombrado por Trump hace menos de un año, lo rechazó: “Siempre he pensado que la Guardia Nacional es más adecuada para lidiar con cuestiones interiores”, subrayó.
El presidente ha enarbolado con fuerza la bandera de la “ley y el orden” en este conflicto y, con su amenaza sobre las fuerzas armadas, ha tropezado, como refleja la discrepancia pública de Esper. Este ha justificado hoy miércoles ante la prensa no haber hablado hasta ahora sobre las protestas, que comenzaron por la muerte de un afroamericano en Minneapolis por un arresto policial brutal. “Ya llevamos una semana en esto más o menos. Y cuando miras a la escalada, han sido 72 horas, quizás unas 96. Pero creo que es importante hablar claro y compartir lo que vemos, de nuevo, como algo establecido: el racismo que existe en América y cómo lo vemos como algo establecido”, dijo.
Para que un presidente pueda desplegar tropas, debería invocar dicha Ley de Insurrección, firmada por Thomas Jefferson en 1807 con el fin de evitar revueltas contra el Gobierno de la nación. Una provisión aprobada en 1957 daría a Trump una vía legal para poder movilizar tropas si los gobernadores no le obedecen, según citaba este martes The Washington Post: “Cuando un presidente considere que se producen obstrucciones ilegales […] o rebelión contra la autoridad de los Estados Unidos y se hace impracticable el cumplimiento de la ley, puede llamar al servicio federal de la milicia de cada Estado o de las fuerzas armadas si lo considera necesario para hacer cumplir esas leyes o para suprimir la rebelión”.
El presidente Dwight D. Eisenhower recurrió a la Ley de Insurrección en 1954 para escoltar a los nueve niños negros que hicieron historia al asistir a un instituto solo de blancos en Little Rock (Arkansas) a raíz de la sentencia del Tribunal Supremo —Brown contra el Consejo de Educación del Topeka— que terminó con la segregación racial en las escuelas. En 1992, el presidente George Bush hijo también ordenó intervenir a las tropas federales en Los Ángeles por los disturbios a raíz de la absolución de los policías que apalearon a Rodney King, pero fue a solicitud del entonces gobernador de California.
Esper (Uniontown, Pensilvania, 56 años) es un militar retirado con experiencia en el Congreso y como lobista que llegó a la Administración de Trump en noviembre de 2017 para hacerse cargo del Ejército de Tierra. Fue compañero de clase del actual secretario de Estado, Mike Pompeo, en la academia militar de West Point, y pasó una década en servicio activo, así como 11 años en la Guardia Nacional. Se retiró en 2007, condecorado, como veterano de la Guerra del Golfo (1990-1991), entre otras misiones, y se introdujo entonces en la jungla de poder de Washington. Así, fue jefe de gabinete de un conocido think tank conservador, The Heritage Foundation; asesoró en la campaña presidencial del senador republicano Fred Thompson en 2008, y participó de la Comisión de Revisión de Economía y Seguridad Estados Unidos-China del Senado.
Sus declaraciones se producen tras una nueva noche de movilizaciones en Estados Unidos, más multitudinarias en grandes ciudades como Washington o Los Ángeles, pero más pacíficas. En la capital estadounidense, el único territorio del país en el que el presidente puede recurrir al Ejército, el presidente ha ordenado el despliegue de un batallón de la Policía Militar, según el Departamento de Defensa. Se trata de una unidad de entre 200 y 500 soldados procedentes de Fort Bragg, en Carolina del Norte.
Miles de manifestantes se concentraron en las grandes ciudades estadounidenses ignorando el toque de queda decretado y, aún más, el brazo de hierro exhibido el día anterior por Donald Trump. Frente a la Casa Blanca, donde el lunes las fuerzas de seguridad habían disuelto con gas lacrimógeno una concentración pacífica, el número de ciudadanos movilizados aumentó respecto a las jornadas anteriores; Los Ángeles vivió también su manifestación más multitudinaria de esta crisis y, en Nueva York, pese al mayor despliegue policial, prosiguieron los saqueos, aunque con menos virulencia. También salieron a la calle los vecinos de Houston, de Orlando, de Florida y de Filadelfia. La ola de protestas contra el racismo desatada a raíz del caso de brutalidad policial que acabó con la vida de George Floyd prosiguió un día más, el octavo, y, en el caso de Washington, con más fuerza, aunque se atenuó en vandalismo.