El «holocausto» japonés en China, una historia olvidada de crímenes contra la humanidad

, , | 13 diciembre, 2023

El Debate.- El oficial sugirió que me llevara la cabeza a casa como souvenir. Recuerdo que sonreí con orgullo al tiempo que cogí su espada y empecé a matar gente», relató el soldado japonés Nagatomi Hakudo sobre uno de los asesinatos de población civil ocurridos en Nankín. Es solo un mínimo ejemplo de la virulencia con la que el Ejército Imperial Japonés tomó la capital del Imperio Chino en diciembre de 1937. Se calcula, según la fuente que se consulte, que entre 300.000 y 600.000 chinos: hombres, mujeres, niños y ancianos, fueron empalados, decapitados, violados, quemados y enterrados vivos durante los días que duró la masacre.

Estos hechos sucedieron en un contexto de guerra total entre ambas naciones. Los japoneses habían empezado una expansión por el continente asiático. Invadieron Manchuria y emprendieron el avance hacia las regiones del norte de China. Durante el verano de 1937 se sucedieron varios bombardeos, mientras varias compañías niponas avanzaban hacia Shanghái y Nankín, que como capital de la república supondría una victoria esencial para el emperador Hirohito y su Estado Mayor.

Los altos mandos sobre el terreno no solo se sirvieron de estrategias y técnicas tradicionales de la guerra entre dos fuerzas regulares, a su paso por varias ciudades chinas permitieron el abuso contra la población civil. Nankín, como advirtió el historiador británico Laurence Rees en su libro El holocausto asiático –imprescindible para conocer los testimonios de este exterminio–, «no fue sino un elemento más de un mosaico que quedó fijado durante el principio del conflicto».

Ese mosaico al que se refiere es la violencia y aniquilación del adversario sin mostrar compasión alguna, como demuestran los relatos que contaron los propios supervivientes y verdugos.

Una raza superior japonesa

La violencia indiscriminada no era algo nuevo, el odio hacia los chinos existía desde, por lo menos, cien años atrás, y durante los primeros años del siglo XX se incrementó a través de la propaganda ultranacionalista de la nueva república. A los niños en las escuelas de Tokio y a los soldados japoneses se les explicaba que eran «una raza superior, que existía desde hace 2.600 años, y que los chinos no pertenecían a la raza humana. Llamábamos a los chinos Chancorro», según declaró en su momento Yoshio Tshuchiya, miembro de la policía secreta japonesa (Kempeitai) a Rees.

Era un término que utilizaban para referirse a seres como animales e insectos que estaban por debajo del ser humano. Desde el primer momento, se repitió a los soldados japoneses que estaban librando una guerra contra seres infrahumanos. Así se construyó una ideología que serviría para justificar la invasión de China y la expansión colonial nipona por el continente asiático.

Con Manchuria bajo su poder e iniciado el avance hacia el norte, el 7 de diciembre de 1937, un contingente formado por 240.000 soldados japoneses al mando del general Heisuke Yanagawa se enfrentó a unos 80.000 defensores chinos al mando del general Chiang Kai-Shek. Entonces comenzó un fuerte asedió a la ciudad de Nankín, que acabó el 13 de diciembre con la victoria nipona y la ocupación de la urbe.

Este general japonés fue sustituido por el príncipe Yasuhiko Asaka, tío abuelo del emperador y mando supremo de aquellas tropas. Con la sustitución llegó una nueva orden: «todos los prisioneros de guerra han de ser ejecutados». Las tropas niponas fusilaron ese mismo día a todos los militares chinos sin distinción, y durante los días sucesivos recorrieron las calles y entraron en las casas, buscando y asesinando a los hombres en edad militar que podrían pertenecer al ejército chino.

Esta orden inicial se extendió en los días sucesivos a la población civil de Nankín y las zonas rurales cercanas. Los nuevos reclutas japoneses practicaban el manejo de la bayoneta con civiles chinos atados a un poste de pies y manos, como atestigua el relato del soldado Hajime Kondo: «El jefe dijo: ‘vais a entrenaros con las bayonetas´. Calamos las bayonetas y, por parejas, nos lanzamos a la carga, y los empalamos. Cuando comprendí que estábamos matándolos, qué estábamos apuñalando a seres humanos, me eché a temblar. Después de hacerlo todo se volvió más fácil. Dejé de pensar en la persona a la que mataba».

Eran entrenamientos brutales en los que se enseñaba «a los jóvenes soldados que los chinos son bestias», una afirmación del instructor Masayo Enomoto, que describió al historiador británico cómo eran sus adiestramientos: «traje a un granjero chino y lo rajé con un gran cuchillo, desde el pecho hasta el estómago y enseñé a los estudiantes que ellos tenían que hacer lo mismo».

Sin embargo, no todos los militares estaban conformes con estas técnicas y ejecuciones masivas, fue el caso de Masatake Okumiya, oficial de la marina japonesa que quedó atónito por lo que vio en Nankín, aunque «también era un oficial de la Marina, no estaba autorizado a inmiscuirme en un asunto militar». Solo algunos europeos hicieron algo para ayudar a la población china.

«El Buda viviente de Nankín»

Xiuying Li, una joven de 19 años, estaba embarazada de siete meses cuando los japoneses irrumpieron en Nankín. Su marido había abandonado la ciudad días antes pensando que su mujer estaría más segura, incluso si entraban los japoneses porque respetarían a la población civil. Sin embargo, fue todo lo contrario. Se estima que fueron violadas y asesinadas entre 20.000 y 80.000 mujeres.

Xiuying Li tuvo suerte y sobrevivió a la masacre, aunque estuvo a punto de morir y perdió el niño cuando unos soldados japoneses la atacaron con sus bayonetas por resistirse. De estas agresiones también fueron testigos varios ciudadanos europeos, entre ellos estaba Robert Wilson, médico de la Cruz Roja Internacional que ofreció asistencia a la población: «esta mañana me he pasado una hora y media cosiendo a un crío de ocho años que presentaba cinco heridas de bayoneta».

Además, según explicó el doctor, la noche del 13 de diciembre «dos chicas de unos 16 años fueron violadas hasta morir en uno de los campos de refugiados». Una situación que se generalizó en la China ocupada durante la guerra y que también vivieron Lewis Smythe, secretario del Comité Internacional para la Zona de Seguridad de Nankín, y el presidente del comité, John Rabe, que explicó como «el 14 de diciembre violaron a cerca de mil mujeres y niñas, cien de ellas en el colegio Ginling. Solo se oye hablar de violaciones. Y cuando los maridos o los hermanos intervienen, les disparan».

A parte de sus testimonios, durante aquellos días crearon un corredor humanitario para poner a salvo a la población local y salvarla de las atrocidades japonesas, una acción por la que los chinos apodaron a Rabe el «buda viviente de Nankín».

La masacre de Nankín acabó el 17 de diciembre de 1937 cuando llegó a la ciudad el general Iwane Matsui para relevar del mando al príncipe Yasuhiko. Al enterarse de lo sucedido, denunció a 300 oficiales y emprendió un juicio militar contra los militares involucrados por cometer asesinato, violación y conductas que estaban castigadas dentro del Ejército Imperial Japonés.

Los juicios militares jamás se celebraron. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los principales mandos de las tropas japonesas en Nankín fueron juzgados, aunque muchos habían muerto durante la guerra y el Príncipe Asaka disfrutó de inmunidad por ser miembro de la Familia Real. El mayor perjudicado fue el general Matsui, al que se acusó de inacción durante la masacre durante el juicio en el Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente –los Núremberg asiáticos–.

Fue acusado de crímenes de guerra y ahorcado. Aquella masacre quedó en el olvido colectivo tras conocerse el holocausto nazi, incluso algunos autores japoneses han negado aquella matanza. Desde entonces, existe una disputa en la isla del sol naciente entre los que dicen que fue un caso puntual de unos locos y los que consideran que fue un auténtico crimen de guerra.

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