Los menores entraron a su instituto con varias escopetas matando a trece personas. Se cumplen 20 años de la peor matanza perpetrada en el interior de un edificio escolar en Estados Unidos
MÓNICA G. ÁLVAREZ. LA VANGUARDIA.- “Ya veremos cómo os reís cuando os volemos la tapa de los sesos”. La amenaza de Dylan Klebold hacia sus compañeros de clase, se cumplió. Sus palabras encerraban un tremendo resentimiento contra quienes le hacían, según él, la vida imposible en el colegio. Junto a Eric Harris, ambos tejieron una amistad basada en la violencia, las armas, los videojuegos y sobre todo, la muerte. Nadie vaticinó la tragedia que ocurriría a las 11:14 horas de la mañana del 20 de abril de 1999 en la Escuela Secundaria Columbine, en Estados Unidos. Una de las peores matanzas en el continente americano.
Aquellos dos adolescentes, aparentemente inofensivos, de familias normales, estructuradas, nacidos y educados en el estado de Colorado, en el año 1981, habían pasado todo un año ideando y planificando su particular venganza. Un cóctel que desencadenaría en una matanza de terribles consecuencias, incluido su propio suicidio.
La conexión entre los muchachos fue casi instantánea. Dylan y Eric eran diferentes al resto de compañeros. De hecho, se convirtieron en presas fáciles para los matones de la escuela. Aunque ninguno se atrevió jamás a enfrentarse a ellos.
Aquella rabia contenida por el bullying sufrido, la reflejaban en sus diarios, en sus trabajos de clase y, en un comportamiento extraño que, incluso, les llevó a realizar un año de servicios comunitarios y un curso de control de la ira. La policía los detuvo tras intentar robar una furgoneta. Un incidente que sucedió un año antes de la masacre y por el que según las autoridades, se habían rehabilitado.
Pero nada más lejos de la realidad. Estos dos superdotados fueron emitiendo pequeñas señales de su comportamiento anómalo. Dylan, por ejemplo, hizo una redacción donde explicaba cómo un hombre mataba a nueve estudiantes portando varias pistolas automáticas. “Comprendía sus acciones…”, decía el escrito. Eric, por su parte, filosofaba en sus trabajos escolares sobre las leyes que permitían a los criminales conseguir armas de forma fácil. “Sería tan fácil llevar un arma cargada a la escuela como entrar a ella con una calculadora”, manifestó en otra ocasión.
Una de las amigas más cercanas de Dylan, Devon Adams, recuerda cómo cambió por completo. De ser aparentemente normal a tener una personalidad sombría y macabra. “Bromeaba sobre la muerte”, relata.
El cortometraje de la venganza
Respecto a Eric, Devon tiene una imagen muy clara del ser agresivo en el que se transformó y el odio que profesaba hacia la gente. “Se había vuelto irascible”, rememora, muy violento “como si nada fuese bastante bueno para él, como si nadie estuviera a su nivel y fuera superior a todos. Y como se sentía superior, para él la gente era idiota. La odiaba”.
Algo en lo que coincide Brooks Brown, el compañero que vio cómo los homicidas querían vengarse de él, y quien sí noto ese cambio significativo en su personalidad. “Eran cada vez más sombríos, más antisociales”, asegura.
Mientras tanto, la progresión de violencia en estos adolescentes de apenas diecisiete años iba a pasos agigantados. Querían armas pero, siendo menores, no podían comprarlas. Así convencieron a una amiga, Robin Anderson, para que el 22 de noviembre de 1998, una semana después de cumplir los 18, las comprara con su carnet. Aunque fueron ellos quienes preguntaron, negociaron los precios y pagaron. Querían adquirir una escopeta de cañón doble, una carabina y varias armas más.
De este modo y durante todo un año, Eric y Dylan se dedicaron a planear concienzudamente un asesinato masivo. Uno de los peores perpetrados en los Estados Unidos. Practicaron tiro para mejorar sus disparos, grabaron innumerables vídeos alertando de lo que terminaría pasando, y en los que se mofaron de sus futuras víctimas. Querían ser únicos y dejar su huella en el mundo.
Uno de sus primeros ensayos: la grabación de un corto para un proyecto de clase en diciembre de 1998. En él utilizaron a otros alumnos que representaban su papel en la vida real; mientras que Dylan y Eric encarnaban el personaje de justicieros y vengadores.
La grabación de aquel corto casi parecía un ensayo general de la masacre que sembraría el caos seis meses después. La vendetta ya había traspasado el papel. Durante meses, los adolescentes escribieron en sus diarios su odio al mundo. “Todos se burlan siempre de mí por mi aspecto, por lo jodidamente débil que soy. Pero me vengaré de vosotros. La jodida venganza definitiva”, escribía Eric. “Quiero arrancar una garganta con mis propios dientes, quiero destripar a alguien con mis manos, arrancarle la cabeza y sacarle el corazón y los pulmones por el cuello”, concluía el escrito.
Uno de los objetivos principales de estos adolescentes era Brooks Brown. Su nombre se encontraba en la página Web de Eric. “No me importa si muero en la matanza. Todo lo que quiero es matar y herir al mayor número de imbéciles como vosotros. Y a alguno en particular, como Brooks Brown”.
En aquel instante, un sudor frío recorrió el cuerpo de su madre, Judy, mientras su hijo intentaba quitarle hierro al asunto llamando “frikies” a sus compañeros y asegurando que era todo producto de una pesada broma. Pero esta mujer lo tenía claro, se trataba de una amenaza de muerte en toda regla y no podía quedar en saco roto. El peligro se avecinaba y así lo comunicó a las autoridades. Pero jamás pusieron en marcha investigación alguna.
La despedida
Entretanto, Eric y Dylan continuaban ensayando y planeando el ataque. Aunque apunto estuvo de irse todo al traste. No por la policía, si no porque el vendedor de la tienda de armas casi les descubre. El hombre llamó a la casa de Eric, se puso su padre y le dijo que el encargo ya estaba preparado. Pensando que era un error, colgó y se olvidó del tema. Pero no se equivocaba, acababa de proporcionar a dos potenciales asesinos armas y munición suficiente para acabar con la vida de 13 personas y herir a otras 24.
Poco después, los jóvenes grabarían uno de sus últimos vídeos. Aquí se mostraban altivos, agresivos y enfadados, dejando claras sus amenazas y por qué lo harían; aunque la primera muestra de humanidad llegó cuando decidieron despedirse de sus padres.
“Hola, mamá. Tengo que irme”, comienza diciendo Dylan a cámara. “Falta una media hora para el Día del Juicio. Sólo quería pediros perdón por cualquier mierda que pueda provocar. Sólo sé que voy a un lugar mejor. No me gusta demasiado la vida y seré más feliz donde sea que vaya. Así que me he ido. Adiós”.
Eric, por su parte, traga saliva y dice: “A toda la gente que amo. Realmente lo siento. Siento todo esto. Sé que os sorprenderá, papá. Mamá, lo siento. Está bien. No puedo evitarlo”. “Hicimos lo que teníamos que hacer”, recalca Dylan. Y Eric zanja la grabación con un “eso es todo. Lo siento. Adiós”.
Esa misma aflicción y quebranto, pero elevada a la décima potencia, es lo que sintieron los padres de estos chavales tras conocer que aquella terrible masacre tenía unos responsables, sus propios hijos. Al devenir de los hechos se le unió la sorpresa de las aspiraciones criminales de sus vástagos, el desconocimiento de la depresión y tristeza que les azotaba, y sobre todo, la impotencia por no haber sido capaces de pararles a tiempo.
Sue Klebold, madre de Dylan, creía conocer a su hijo. Y así lo explica en las decenas de conferencias que realiza por medio mundo: “Antes de los disparos me consideraba una buena madre. Ayudar a mis hijos a ser adultos cuidadosos, sanos y responsables era el papel más importante de mi vida. Pero la tragedia me convenció de que fracasé como madre”.
“Aparte de su padre, yo era la única persona que más conocía y amaba a Dylan. Si alguien hubiera sabido qué estaba pasando, debería haber sido yo, ¿no? Pero yo no lo sabía”, asegura Klebold.
Ella recordaba a Dylan y a Eric como personas respetuosas y educadas. Pero la masacre terminó poniendo sobre la mesa las carencias y problemas que perseguían a estos dos adolescentes. En estos años, Sue pasó por distintas fases. La primera, culpabilizar a Eric del lavado de cerebro a su hijo Dylan. Después vino la aceptación de en qué se había convertido el joven, de cómo había cambiado sin apenas darse cuenta. De ser un chico madrugador a levantarse tarde. De ser paciente a irritable, de extrovertido a introvertido. De escribir algo banal en los chavales de su edad, a redacciones con un importante componente violento. Y nadie le dio importancia. Sue no le dio importancia porque pensaba que era cosa de la edad, ese proceso lógico donde los adolescentes tienen que madurar.
Armados hasta los dientes
Ni siquiera cuando les detuvieron por robar en una furgoneta y les condenaron a trabajo comunitario. Pertenecían a “buenas familias”, se decía Sue. Y es que nunca pensó que pudiera representar un peligro para él mismo o para los demás. Pero aquello solo era la punta del iceberg. Lo peor aún estaba por llegar. Porque como explica Dwayne Fuselier, agente del FBI que dirigió la investigación del caso, “la química entre ese deseo de morir y la depresión del otro, fue lo que les llevó a esa amistad fatal”.
Tras recibir las últimas armas y comprar las balas en una cadena de supermercados, los adolescentes fijaron el 20 de abril como el denominado Día del Juicio. No lo eligieron al azar. Era un día clave, el día que nació Adolf Hitler. El Führer era importante, se había convertido en su ídolo y su inspiración para este macabro plan. Y como él, marcarían a la sociedad para siempre.
Son las 11:14 horas, Dylan y Eric aparecen en el instituto Columbine vestidos con gabardinas negras y ocultando varias escopetas recortadas y una bolsa de deporte cargada con munición. Se dirigen hacia la cafetería. Allí colocarían dos bombas caseras que tendrían que explotar a las 11:17 horas. Pero algo falla y los artefactos no se detonan.
Tras permanecer agazapados esperando la explosión, deciden comenzar a disparar. Lanzan ráfagas en el césped y empieza la cacería. Entran al instituto, ejecutan a sus elegidos, y a otros, les perdonan sin un criterio aparente. Una de las profesoras, Patti Nielsen, protagoniza una estremecedora llamada a emergencias donde relata en tiempo real el tiroteo.
Se refugia en la biblioteca, oculta bajo una mesa. “Hay mucha gente herida, todo el mundo ha entrado en pánico”, explica angustiada a su interlocutor. En aquel instante, Eric y Dylan llevaban ocho minutos disparando indiscriminadamente. Mientras tanto, esta profesora, herida en el hombro, gritaba a los alumnos que se escondiesen y protegiesen de las balas.
En el exterior del Instituto Columbine no había silencio, no reinaba la paz. Desde el primer aviso, los aledaños se llenaron de coches patrulla, de los denominados SWAT o antidisturbios. Todo un despliegue donde más de 800 agentes intentaron parar el ataque. Pero fueron demasiado lentos, o prudentes, como algunos policías llegaron a afirmar debido a las bombas que había en el interior del edificio.
Todo terminó pasadas las doce de la mañana, cincuenta minutos después del primer disparo. Eric Haris y Dylan Klebold deciden que ha llegado el final. De rodillas, Eric coloca entre sus piernas el fusil y mete en su boca el cañón. Dylan apunta contra su sien su arma. Ambos jóvenes culminan la atroz matanza suicidándose y antes de que la policía consiguiese reducirles. Acaban de hacer historia. Tras la masacre, se popularizó el concepto de “school shooting”, en referencia a los asesinatos que se perpetran en el interior de edificios escolares.
Aquella mañana, el gobierno norteamericano dirigido por el entonces presidente Bill Clinton, vivía ajeno al tiroteo de Columbine. La noticia era que los aviones de la OTAN acababan de bombardear Kosovo. Sin embargo, unas horas después, el dirigente volvió a aparecer ante las cámaras para mostrar sus condolencias.
La peor masacre
Los medios de comunicación de medio mundo se centraron en informar sobre la masacre. En emitir imágenes de los supervivientes escapando del recinto, de cómo la policía les rescataba, y de cómo finalmente, sacaban los cuerpos de los autores de esta tragedia.
A partir de ese día y en los años siguientes, emergieron los estudios para conocer la verdadera motivación que llevó a Eric y Dylan a cometer estos asesinatos de forma tan premeditada. Pese a los diarios y vídeos que dejaron los jóvenes, los expertos siguen sin ponerse de acuerdo. Y todo continúa siendo un misterio.
Aunque no fue el único tema de debate. El de las armas de fuego en Estados Unidos y su facilidad para disponer de ellas a cualquier edad, abrieron de nuevo una brecha en la sociedad americana. ¿Había posibilidad de evitar incidentes similares?
Otra de las supervivientes, Regina Rohde, estudiaba en Columbine cuando sus compañeros cometieron el ataque. La joven que se encontraba en la cafetería logró huir cuando se produjeron los disparos. Tras recibir tratamiento psicológico, cambió de instituto y se marchó al Virginia Tech. Ocho años después, otro alumno perpetró una nueva masacre. Regina estaba allí y, por suerte, volvió a salvar su vida. Pero Cho Seung-Hui logró matar a 32 personas.
La matanza de Columbine inspiró decenas de documentales y películas, como ‘Elefante’ del director Gus van Sant, que se llevó la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2003. Pese a lo que se ha contado y se contará sobre estos dos jóvenes monstruos, la madre de Dylan, Sue, se sigue manteniendo firme. Su hijo no era un ogro, era un niño normal, lleno de contrastes, obediente, atento y con personalidad apacible. En definitiva, una buena persona. De hecho, durante años, estuvo sepultada por un mar de culpabilidad.
“La culpabilidad que sentía no cabe en esta habitación, era inmensa”, escribe en su libro ‘El juicio de una madre’. “Y lo único que puede curar un complejo de culpa tan grande es el conocimiento de las enfermedades mentales. Y con el paso del tiempo, tras asistir a muchas conferencias y leer muchos libros, conseguí sentirme menos culpable y pensar, ‘mi hijo murió porque tenía una enfermedad mental’. Y sí, lo podría haber ayudado de haberlo sabido, pero, yo no lo maté”.