Un decreto gubernamental de 1957 vetó a los jornaleros que intentaban asentarse en los suburbios. Dos meses después, arrancó la gran liberalización de suelo. De los proletarios a los propietarios
CARLOS PRIETO. EL CONFIDENCIAL.- Lo publicó el diario ‘Pueblo’ el 12 de julio de 1957: “Cada día 3.000 familias vienen a Madrid sin haber sido contratadas previamente”. Otros titulares de la época: “El éxodo de millares de campesinos hacia los grandes centros fabriles es ininterrumpida”. “La urbanización espontánea: un barrio extremeño surge en las afueras de Madrid”. Era lo que algunos malintencionados calificarían hoy de “invasión de inmigrantes”, salvo que los que venían a buscar trabajo y se asentaban como podían en los suburbios de Madrid no eran sirios, sino españoles.
La revista ‘Semana’ lo calificó de “influencia inmensurable de personas que llegan a la capital sin trabajo ni vivienda fijos” en un reportaje que empezaba así: “Ya somos dos millones de habitantes en este Madrid inefable. ¿Y ahora qué hacemos? Es de temer que no haremos otra cosa que resignarnos… Constituimos una urbe que comienza a ser ‘monstruo’, por lo que no es de extrañar que sus problemas sean monstruosos… Los que llegan, ¿a qué vienen? Esta es una pregunta legítima de todo ciudadano que viene padeciendo año tras años las crecientes dificultades de la urbe”. En dicho artículo se aseguraba que los ‘intrusos’ venían de ciudades como Córdoba, Ciudad Real o Badajoz. Una turbamulta de “braceros” andaluces y extremeños con ganas de, según ‘Semana’, vivir de la picaresca: “Una de las consecuencias de ese chabolismo alimentado por las corrientes migratorias de provincias es la de sacrificar al habitante ‘clásico’ de la urbe a la hora de repartir viviendas. Se repite el caso de facilitar vivienda al de la chabola antes que al ‘realquilado’ de años y años”.
¿La solución al problema del chabolismo? Vetar la entrada en la capital de todo aquel que no tuviera una vivienda. O el fin de la libre circulación de españoles… por España.
En efecto, el franquismo tomó una medida drástica para frenar el éxodo ruralhacia la capital: prohibir la entrada en Madrid. El 21 de septiembre de 1957, hace ahora 60 años, el BOE publicó un decreto de Presidencia del Gobierno para frenar los “asentamientos clandestinos” en la capital: “La afluencia constante a Madrid de familias procedentes de otras capitales y pueblos de la nación carentes, por lo general, de medios económicos, sin profesión determinada ni domicilio en que recogerse, lleva consigo una sistemática construcción de chabolas, cuevas y edificaciones similares en el extrarradio de la población, ocupando terrenos lindantes con importantes vías de comunicación e incluidos en planes urbanísticos aprobados o en proyecto”, arrancaba el texto del Gobierno.
Personas no gratas
“El decreto prohibió la entrada en Madrid de las familias que no contasen con vivienda (y en las estaciones de ferrocarril, la policía devolvía al lugar de origen a quien no tuviese domicilio) al tiempo que se aprobó otro, dictando normas para impedir el asentamiento clandestino, derribando chabolas y devolviendo a sus habitantes a su lugar de origen”, cuenta Carlos Sambricio en ‘Madrid, vivienda y urbanismo: 1900-1960′.
El decreto anti jornaleros, cocinado en el consejo de ministros del 23 de agosto de 1957, convirtió la entrada en Madrid en un infierno burocrático. Artículo primero: “A partir de la publicación de este Decreto en el Boletín Oficial del Estado, toda persona o familia que pretenda trasladar su residencia a la capital de la Nación dará cuenta al Gobernador Civil de la provincia por conducto del Alcalde de su residencia, de que dispone para su alojamiento en Madrid de la vivienda adecuada. Los Gobernadores de las distintas provincias comunicarán al de Madrid estos desplazamientos, con la indicación de los futuros domicilios, para su debida comprobación”.
Artículo segundo: “A partir de la publicación del presente Decreto, las empresas de toda clase, industriales, comerciales o agrícolas, se abstendrán de contratar productores que no acrediten su residencia en Madrid con anterioridad a la fecha del mismo”.
El decreto llamaba a “proceder al inmediato derribo de las cuevas, chabolas, barracasy construcciones similares realizadas sin licencia, en el extrarradio de Madrid, y para iniciar seguidamente los expedientes de expropiación”. A su vez, se instaba a los ministerios de Gobernación, Trabajo y Vivienda a “organizar un Servicio de Vigilancia en el extrarradio de Madrid”.
Dos días después de publicarse el decreto, ‘ABC’ abrió su edición con un artículo de opinión de Adolfo Prego -‘La ciudad razonable’- en el que se pedía que Madrid dejara de crecer: “Los urbanistas de todo el mundo se encuentran conformes en un punto: la utilidad de limitar el crecimiento de las ciudades… Ninguna voz autorizada reclama la creación de ciudades monstruosas. Por el contrario: acá y allá se levantan gritos de alarma contra las urbes gigantes… Hay algo en Madrid que no conviene a la felicidad del ciudadano. Antes, los funcionarios de Estado esperaban el traslado a Madrid como una liberación. Ahora, hay menos aspirantes, e incluso abundan los casos de clara resistencia al cambio de residencia. Frecuentemente tropieza uno con viejos conocidos que vienen a Madrid. Lo pasan muy bien durante tres o cuatro o cinco días, pero a continuación toman el tren con un suspiro de alivio. Vuelven a la normalidad, a la salud”.
La burbuja ya está aquí
Lo que no sabía Adolfo Prego es que el decreto anti jornaleros no iba a frenar la expansión de Madrid, sino más bien lo contrario: la capital estaba a las puertas de un boom inmobiliario y demográfico sin precedentes gracias a la irrupción de un agente que había estado al margen de la construcción de viviendas durante el primer franquismo: el sector privado. En efecto, la crisis de los jornaleros andaluces y extremeños -con su correspondiente alarma social- dio pie a la madre de todas las liberalizaciones de suelo.
“El Estado buscaba desembarazarse de la carga financiera que suponía la construcción, buscando definir los mecanismos para conceder beneficios a un sector, con vista a atraer así al capital privado. En un momento en que -como señaló la prensa de la época ‘en un núcleo suburbial de reciente formación se vuelcan las zonas en paro más destacadas de la nación’- el problema era cómo incentivar una iniciativa privada no interesada en un suelo no rentable por la escasa capacidad adquisitiva de la emigración”, escribe Carlos Sambricio.
1957 fue un año bisagra clave para el franquismo. Aunque aún faltaban dos años para que se aprobara el Plan de Estabilización, el salto de la autarquía a la liberalización empezó a hacerse realidad. “Hagamos un país de propietarios, no de proletarios”, dicen que dijo José Luis Arrase tras ser nombrado ministro de Vivienda en febrero de 1957. Arrese acababa de dar el pistoletazo de salida (sin saberlo) a la era de las burbujas inmobiliarias. El Estado, acuciado por el éxodo rural e incapaz de ejecutar una planificación ordenada de Madrid, se abrió de par en par a la intervención privada sobre el urbanismo de la capital.
“Para la dictadura, la generalización del acceso a la vivienda de protección oficial en alquiler, podía suponer la aparición de múltiples focos de conflicto político en la interlocución directa entre inquilinos y Estado. En consecuencia, la política de vivienda intentó deshacerse de este tipo de problemas mediante la generalización de la vivienda en propiedad. Esto es precisamente lo que acabó por decantar la línea política del periodo, bien recogida en la célebre declaración del entonces ministro de la Vivienda: ‘España: un país de propietarios, no de proletarios’. Según el texto de esta cita, la propiedad de vivienda era un medio de moralización y sujeción de las clases trabajadoras, sospechosas de desafección y en pleno proceso de mutación social y subjetiva. La propiedad se convirtió, por lo tanto, en el criterio rector de las políticas públicas”, cuentan Isidro López y Emmanuel Rodríguez en el ensayo ‘Fin de ciclo’.
El traspaso de las competencias para construir viviendas –del Estado a la iniciativa privada– se oficializó el 13 de noviembre de 1957, con la aprobación en el Pleno de las Cortes del Plan de Urgencia Social de Madrid, que apostó por la construcción de 60.000 viviendas en dos años (al final se construirían más de 80.000, según la prensa). “Si durante años fue la Comisaría de Ordenación Urbana quien fijó las pautas del crecimiento, a partir de 1959 serán las grandes inmobiliarias quienes definan y marquen el futuro urbano”, escribe Sambricio.
El Plan de Urgencia Social, que se ampliaría a todo el país en 1958, fue la fórmula elegida para absorber a la mano de obra inmigrante en las grandes ciudades. El Estado lo apostó todo a la vivienda subvencionada, sí, salvo que los beneficiados directos de dichas ayudas públicas no serían los inquilinos, sino los promotores.
«Salió reforzada la fórmula de la subvención pública de los operadores privados. A partir de entonces, se construyó masivamente vivienda de protección oficial, pero no era el Estado, sino un emergente sector privado quien se encargaba de su ejecución. La política de vivienda del franquismo mostraba aquí el mismo carácter de clase que las políticas fiscales, claramente regresivas, que cargaron sobre el trabajo desde los más leves costes de las recesiones hasta las grandes ampliaciones del sector público. Con ello, se renunció también a liberar una mayor parte de la renta de las clases trabajadoras con destino al consumo de masas, para destinarla al pago de la vivienda: una política del todo congruente con la debilidad del fordismo hispano y con su naciente vocación inmobiliaria. La subvención directa supuso un espectacular impulso para el sector de la construcción… Precisamente en esta época, la promoción inmobiliaria y la expansión del crédito a la construcción permitieron la acumulación de inmensas fortunas y la formación de un pujante grupo de grandes empresas que tienen continuidad hasta la actualidad”, zanja ‘Fin de ciclo’.
¿Acabó el Plan de Urgencia Social con el chabolismo en Madrid? No, pero quizá no era esa su principal finalidad…