Víctimas de Billy el Niño recuerdan la crueldad de uno de los más siniestros agentes de la DGS
RAFAEL MARTÍNEZ. EFE / DIARIO DE SEVILLA.- La tortura no era un mecanismo para hacer méritos sino un «placer» tangible ejecutado con un mimo «vocacional» por un policía del régimen franquista que se valió de amenazas, humillaciones, golpes y terror para labrarse uno de los perfiles más negros de España. Así le recuerdan sus víctimas. Es Billy el Niño. Tres víctimas de Antonio González Pacheco han narrado su paso a principios de los años 70 por la extinta Dirección General de Seguridad (DGS) en la madrileña Puerta del Sol, rehabilitada como sede de la Comunidad de Madrid, pero en cuyas entrañas aún se conserva un aroma de tiempos pretéritos, del que ninguno de los protagonistas se puede descolgar.
Rosa María García, José María Chato Galante y Luis Suárez-Carreño son tres de las 18 víctimas -habrá más en septiembre- que han recurrido a la Justicia con la esperanza de agotar la «impunidad» -según la Audiencia de Madrid- de un personaje que esquiva a jueces y fiscales al no prosperar ninguna de las querellas por torturas en un contexto de lesa humanidad.
Suárez-Carreño fue el pionero. Tras un primer paso que define de «benigno» por la DGS en 1970, fue detenido tres años después en su casa ante la presencia de González Pacheco que, junto a sus compañeros, ya le iban «preparando» para lo que le esperaba en Sol. Eran los prolegómenos, un estadio previo por el que pasaron los tres protagonistas de esta historia, extensible al resto de las víctimas.
Generalmente arrestaban de noche, en plena calle o derribando la puerta de casa. No informaban jamás de los cargos ni tampoco de su paradero. Su estatus para el mundo exterior era el de desaparecido.
«Mi padre iba a preguntar a la DGS y le decían que allí no estaba, y estaba», cuenta Rosa María García. Pasaban días sin saber de ellos. 22 Chato entre sus cuatro detenciones, 6 Rosa y 6, Luis. Ni familia ni abogados. Una vez en sus manos, «eras suyo».
González Pacheco no siempre esperaba en la DGS, iba a buscarles a sus casas. «Cuando entró por la puerta, ya sabía lo que iba a pasar», cuenta Chato. Ni él ni los demás lo conocían, pero sí sus hazañas. «Le gustaba que se conocieran sus méritos», dice Rosa. De ahí procede su apodo, de su afición a pasearse por la universidad enseñando su pistola. Chato relata que «una de sus gracias era apuntarte con ella y disparar con el cargador vacío». Era, como ellos lo definen, «un exhibicionista». Aunque físicamente no se le conociera, su hoja de servicios era su mejor carta de presentación. «Ya sabes quién soy», solía decir Billy el Niño.
A través de la calle Correos los detenidos accedían a la DGS y allí todo podía pasar. Tras ficharles, les subían a los despachos donde Billy se presentaba a base de bofetadas, puñetazos, insultos, amenazas, gritos y humillaciones. Aquello era «una barra libre». Su antología de la tortura pasaba por golpear las plantas de los pies, esposar a los radiadores y a la puerta, desnudar, abrigar mucho al detenido cuando hacía calor o colgarle de las manos, como le sucedió a Chato. «Se dedicaba a darme patadas de kárate dando grititos a lo Bruce Lee. Pensé: esto es un esperpento».
Había una variable sentimental que complicaba aún más las cosas, porque a Luis y a Rosa les arrestaron con sus respectivas parejas. Al marido de ella, Billy el Niño le llegó a mostrar cómo le pegaban. Y a Luis le decía: «Fíjate lo que le estamos haciendo». Luis ha borrado las torturas de su mente, pero no así la angustia que le producían los gritos de Merche, su pareja, llamándole en los calabozos. «Aquello fue otra tortura adicional para mí».
Y González Pacheco «lo disfrutaba», porque tenía mucho afán de protagonismo, era un tipo «entregado» a su trabajo. No descansaba. Hacía «horas extra en la DGS». Para Luis, era «un torturador compulsivo, ambicioso, sádico y morboso» que «planteaba cosas siniestras y enfermizas», un policía «sin ningún escrúpulo» y «psicológicamente insano».
Pero ante todo subrayan el placer. Billy torturaba «con bastante placer» y lo obtenía «produciendo ese daño, lo que dejaba ver que había una cosa muy vocacional». Lo que él decía, se hacía. Sus policías le tenían consideración, respeto y miedo por igual. «Los otros iban allí a darte de hostias a ver si te rompían moralmente, pero él tenía este otro componente, una parte perversa», recuerda Luis.
Chato vio el final. Ocurrió en su tercera detención. Había perdido la noción del tiempo y el espacio. Llevaba 14 días detenido. «Hubo un momento que pensé que me podían matar». Fue cuando hablaron de darle un paseo. Era la palabra más temida por los detenidos. Chatotiene clavado en la memoria cuando escuchó: «A éste lo que hay que darle es un paseo y ya, y listo».
A Rosa la subieron en un coche con González Pacheco para que fuera a identificar «un piso franco». «Me fueron amenazando con llevarme a la Casa de Campo y hacerme desaparecer», cuenta. Y cuando lo hace aún se le entrecorta la voz. Ella no sólo responsabiliza a Billy. «Se habla de los torturadores, pero no se habla de los que colaboraban». Y pone de ejemplo a los médicos de la DGS que no daban parte de las lesiones o a los jueces de los Tribunales de Orden Público, garantes de la represión política del régimen.
Luis y Chato apuntan a estos jueces para justificar el porqué no denunciaron en los ochenta. «¡Cómo íbamos a denunciar eso a los mismos jueces que nos habían llevado a esas situaciones!», exclama Chato.»Lo que pasó es que la policía política, los jueces de tribunales especiales y carceleros pasaron a la democracia sin tener que dar cuenta ninguna de sus actos».
González Pacheco ha sido condecorado tres veces en democracia. «Eso nos ofende». Rosa no se explica cómo «ha sido más condecorado en la democracia que en la dictadura» -tres de sus cuatro medallas-, lo que a ojos de Luis evidencia que «ha gozado de todo tipo de beneficios en este país». Chato no da crédito. «El que me torturó es un ciudadano ejemplar que cobra un 50% más de su pensión por el trabajo que hizo, ¡que consistió en torturarme a mí!».
Tiene que ser juzgado. A sus víctimas no les sirve que Pacheco sea considerado un torturador, algo «que nadie pone en duda ya». Quieren que pague por sus delitos. Quieren una sentencia para que Billy, de 73 años, deje de pasearse impunemente por nuestro país.